Tuesday, December 24, 2013

Reflejos

¿De qué sirve describir imágenes que no podrán ser sentidas? Ni siquiera una fotografía, un cuadro o un poema con su pretensión de musicalidad podrá jamás expresar una emoción como el núcleo de luz que es.

La música es lo único que tiene esa divina habilidad. Y hablo aquí de divinidades porque no se me ocurre nada más sagrado que la expresión pura, transitoria y etérea de un instante. ¿Acaso no existimos para que el Universo pueda experimentarse a sí mismo? ¿No es ese el propósito de convertir su totalidad en vacíos y su eternidad en fragmentos?

Siempre hablo de fantasmas y cuando no me concentro en describir alguno en específico me pierdo en alusiones a torbellinos de imágenes pasadas. Pero por más que me apresure en escupir oraciones con vocación de espontaneidad, no puedo más que dejar incompletas las descripciones de esas ráfagas de conciencia que añoran materializarse en expresión.

La noche de hoy se antoja con una luminosidad atípica, casi irreal. Hace tiempo no observaba tantos colores despegar del mismo centro. En el horizonte, escalones de cristal, reflejando los tímidos destellos de aquella explosión de luces y tonos profundos, mayormente verdes.

¿Ven a lo que me refiero? El párrafo anterior fue si acaso una pérdida de tiempo. Al menos no fue alguna inmundicia similar a un verso; sin embargo los matices de un retrato abstracto y sin mucha exageración se pierden en la confusión de alegorías mal logradas y en la desconexión contextual y circunstancial de un eje común de referencia.

Existen otras alternativas, claro está. Podría entonces hablar de historias y simular almas en personajes con los que no he conversado jamás. Podría también detallar paisajes con una verosimilitud aterrizada, cuyo mérito resalte en pequeñas irregularidades concebibles por la más ramplona excusa de imaginación. Véanos algunos ejemplos.

Si supusiera aquí el hablar de alguna molécula creadora, en el sentido de un elemento natural y divino, como una elaborada alegoría al alma de las cosas y el mundo; tendría entonces que mostrar ese elemento místico al estilo de una visión igualmente natural; un paisaje que representara la inmanencia de un código subyacente a la construcción del Universo. Hablaría entonces de montañas púrpuras y de fractales dibujados en las hojas de árboles antiguos. Hablaría también de patrones y permutaciones matemáticas detectables en la intangibilidad de recursiones imposibles de medir en la lluvia y en las olas.  Tendría que explicar el espíritu del viento en el caos de la perfección que solo se observa al alejar nuestra mirada años luz del limitado espectro de nuestro sistema solar. Todas las galaxias aparentan ser entes divinos, y el minimalismo de las partículas subatómicas también se antoja sagrado. Pareciera que es solo en nuestro marco de referencia (ese encapsulado por el demonio del tiempo) en dónde se aprecia la violenta naturaleza del todo, junto con la desesperación de sus infinitos vacíos.

Las burbujas que asoman tímidas al fondo de alguna botella de licor barato tienen el mismo grado de belleza que una corona de fuego sobre nuestro mezquino sistema solar. Todo radica en la escala con la que se puede sentir y expresar el manifiesto de existencia de nuestro fragmento de Universo (y universalidad).

Hablemos nuevamente del viento y descripciones de soplos de vida, creaciones y misticismos. Retornemos a esquemas más tradicionales, a honrar una naturaleza inmutable pero serena; a pagar respeto y tributo a complejidades similares a la nuestras; pero cuya voluntad de existir hemos superado en demasía. Y que no se mal interpreten mis palabras como una falta de respeto a la antigüedad de las rocas o al poder purificador del fuego, el agua y los cuatro puntos cardinales. Es simplemente que hasta en presencia de los tejidos de la existencia misma me es complicado creer en dogmatismos de trascendencia.

Es verdad que hemos superado la voluntad de existencia de las rocas, pero tal vez solo en el sentido de ejercer una voluntad de poder más destructiva; pues ni siquiera sé si la podríamos justificar como más consciente. No es realmente culpa de nadie el que ahora nuestra enajenación de híper modernidad nos regrese a una condición de hombres-máquina, de hombres-masa; de potencialidad incompleta, mermada y sin realización. Somos fruto de una desavenencia cósmica que solo es justificable en la ignorancia que el Universo tiene de sí mismo. ¿Hay acaso mayor arrogancia que criticar las inconsistencias de todo el existir? Ese es el espíritu de existencia humano; aquel que pretende ser principio, final, fondo y cúspide de un devenir histórico inconmensurable y eterno. Eso sí es jugar a ser dios,  y si ese dios existe hay que agradecerle el permitirnos recordar nuestra insignificancia a través de la maldición (irónicamente eterna) del tiempo.

No hay forma de saber más allá de lo errores con los que inoculamos nuestra existencia. Todo va aparentemente tan rápido que incluso el parsimonioso paso del viento nos molesta. Las sílfides rehúyen a nuestros bosques de concreto y la ilusión de colectividad se ha perdido incluso dentro de nuestras absurdas ideas de familia, nación y comunidad. Esa misma comunidad que como una burla ante el estado existencial del planeta se autodenomina como global en los tiempos dónde las burbujas son el leitmotif de nuestra aburrida comedia.

Compartimos las más aberrantes superficialidades para pertenecer a la nube de conciencia artificial creada a través de un fantasmagórico mar de información, datos y sentimientos que se despliegan como utilidad en un frenetismo que nos destruye. Detrás de tan horripilante desesperación se oculta la misma angustia que compartimos como seres fragmentados con el Universo: un miedo insoportable a la soledad. No aquella que se disfruta con un café en un cuarto silencioso; pero aquella que se remonta a vacíos oscuros de perpetua incomprensión. Volvemos entonces al punto de partida; al nervioso esclarecer del temor de la inexpresión. Nuestra sociedad de retratos es la degeneración que surgió de nuestra potencialidad incomprendida. Somos un vacío de imágenes, un reflejo de vacuidad eterna que se alimenta de su misma pretensión de relevancia; de esa vocación a ser Dios y Dios por sobre todo.


Nuestra mecánica colectividad ha producido átomos; pero no aquellos que exhalan divinidad en su perfecta unión para crear materia; sino patetismo ante un individualismo fuera de foco, función, justificación y trascendencia.

Sunday, December 22, 2013

Domingos y otras normalidades

Es normal que termine escribiendo sobre ideas y sentires que no pretendía expresar en un principio. Cuando la motivación de verter palabras llega, lo hace con la ambigüedad y el misticismo del viento. Sin embargo, repetidas ocasiones esas ideas llegan incompletas, quebradizas y empolvadas, transformando mi labor de mensajero en algo más del estilo de un arqueólogo rescatando vestigios emocionales y conceptos cuya trascendencia tendrá que cernirse en la sensibilidad e inteligencia de quiénes decidan atreverse a interpretar los fragmentos que aquí he decidido redactar. Tal labor no siempre me es atractiva, de forma que la construcción del texto muchas veces se olvida en pro de una elucidación más lúdica proveniente de emociones más mundanas; pero igualmente turbias.

Es normal, también, que la melancolía de mis múltiples vacíos potencialice las reflexiones de un domingo por la tarde. Especialmente en este mes que por más que intente disfrazarse de luces y calidez no podrá jamás deshacerse de su identidad del domingo perpetuo del año; recordándonos con su invierno la inevitabilidad de la muerte.

En normal, también, que esa melancolía crónica de medio atardecer se traduzca en remembranzas que aunque pudieran clasificarse como románticas; preferiría llamarles circunstancialmente humanas. Algún día tal vez tenga la oportunidad de expresar de forma ignorante e irresponsable mi opinión sobre las relaciones interpersonales en algún ensayo que solo este moderadamente plagado de metáforas exageradas. Hoy, sin embargo, solo quiero hablar de ella en plural; así como su imagen siempre me lo ha reclamado.

Hay bastantes cosas que me recuerdan esa pluralidad y eso es muy normal también. El viento frío y el café barato me remontan a una ciudad desconocida en dónde intercambiamos burlas y desdichas. La caminata por aquel parque a mediodía me recordó aquel picnic en dónde mi idea de domingo se desmoronaba ante tu posible ausencia. Así mismo, el ver todos esos perros jugueteando en el pasto me recordó tu amor y odio por mascotas que nunca fueron tuyas y otros animales más o menos igual de insensatos que yo. El trayecto al café me recordó  imágenes de realidades que solo fueron (y serán) imaginadas. La joven frente a mí me recuerda a esa otra muchacha cuya mirada me devastó en un instante. Casualmente es la misma que en otra ocasión me reconstruyo en ese mismo período de tiempo. El sabor del cigarro en el aire me recuerda aquellos besos que, como este vicio transitorio, ocurrieron para las imágenes y no por los sentimientos.

Es normal, también, que tu vicio por los retratos de vida me atraiga y me aleje en una proporcionalidad cuya ironía no puede ser explicada por la misma cultura que la produjo. Es normal que te destete un poco al conocer tus molestas inconsistencias y tu irresponsabilidad emocional. Normal, también, es el querer disculparme por ser un monolito de inexpresión o una cascada de innecesaria sinceridad. Es normal olvidar el olor de tu cabello, el color de tus ojos y las estrellas que se reflejan en tu alma. Es normal sonar ridículo cuando no se es poeta. Es normal vestir de azul en domingo y utilizar tu memoria para divertir a los que me leen.

Así como las ambigüedades de un texto atienden a un llamado en palabras que no leerás, así estas pluralidades genéricas son si acaso un fragmento de intención literaria para materializar las nubes moradas que han estado empañando mis lentes desde que me desperté en este domingo cualquiera.


Y al final, manejando de regreso tras esas vueltas innecesarias, escuchando la misma música que toca siempre cuando regreso solo de lugares a los que tenía que ir acompañado; ahí fue que al ver que el atardecer combina morados y amarillos sin esfuerzo que recordé entonces la traición de todos mis momentos y le maliciosa alegría que una satisfacción mal entendida puede producir. La contradicción bajo la que redactó todo lo que pienso sigue latente y alimentándose como una flama de quince colores. Inerte, esta se comporta como un ser vivo y en su ilusión de ser vida consume, ahoga y quema con irresponsabilidad fortuita. Si algo he de esperar de tal fenómeno no es más que las chispas de ese fuego enciendan luces más nobles que la mía. Pero si algo he aprendido es que la esperanza es tan insignificante como un color bonito.

Tuesday, December 17, 2013

Rocas

Hay que animarse, sonreír y disfrutar que la vida sigue siendo insignificante. Esa es posiblemente la única idea que podremos concebir de eternidad, la de una perpetuidad carente de sentido.  No hay entonces razones para rasgarse las vestiduras por efímeros detalles, mal interpretaciones del lenguaje y corajes de emociones inmundas.

Eso sí, hay que mantener cierta compostura; pues en nuestra absurda híper modernidad no hay mayor pecador que aquellos que dañan las imágenes. No nos atrevamos jamás a opacar los horizontes prístinos de una experiencia entendida como sublimación y superficialidad en dualidad perfecta.

Las traiciones; sin embargo, siguen siendo detestables; especialmente cuando se perciben como propias. El engaño individual es la forma más desagradable de ignorancia. Su pecado ético atiende no solo a una estupidez voluntaria; sino a una permisividad dañina e hipócrita. La trasgresión es aún más severa cuando esa misma actitud furtiva altera el orden de nuestra colectividad; alejando y alienando a quiénes, ya de por sí, se encuentran separados de nosotros por la infinidad de vacíos que dejó el nacimiento de las jóvenes galaxias. El dolor es individual; pero la insufrible agonía es colectiva.

Quisiera decir(te) palabras cuya veracidad no expirara jamás. Desearía que mis ideas fueran inmutables, orgánicas y eternas. Pero en dado caso, sin ningún tipo de virtud transitoria serían inertes como aquellos planetas fríos y lejanos que rehúyen la luz de los astros por pena a evidenciar su mezquindad.

Es egoísta el querer saber quién eres tú para comprenderme yo. Más el crimen verdadero recae en querer entender el vacío de tus ojos sin desear cargar con el peso de tu alma, tus dolores y tus etéreas alegrías.

Callo para enmudecer tus instantes; para no enturbiar la esencia de tu banalidad. Me apego a sinceridades simples y mundanas para no robarle al día del placer de hacerte sentir única. Tu colectividad me es un simple vehículo literario y tu imagen tiene más de cien rostros y menos de veintiocho nombres. Los tambores de la oscuridad no son más que una alegoría que coincidentemente genera ecos en la torre de nuestros silencios compartidos.

El describir aquí la barrera de tu alma como una figura geométrica bidimensional de colores morados y cristalinos me reduce a la infantilidad de aquellos poetas que abusan de la hipérbole como yo lo hago del alcohol. Hay noches que me siento atraído a ti y otras muchas más que me siento atraído a tu idea.


Las rocas no se encuentran del todo ocupadas y por ello prefieren descansar. El frenetismo no cansa; pero si agota. No me gusta terminar un texto, pero faltan ya cinco minutos para media-noche.

Sunday, December 15, 2013

Cristales

Escribo para emocionar a las almas inquietas, para enmudecer a las voces de la convencionalidad; para derramar lágrimas con una sonrisa en el rostro. Hay galaxias enteras que se crearon para dar lugar a estos párrafos. Lo único que le debo al Universo es un momento (no un lugar) para expresar el frenético ritmo de la existencia.

Escribo también para ti. Para que comprendas la inhabilidad de mi ser, la incompetencia de mis existir y la inutilidad de mi alma. Escribo para que compadezcas mi presente y mi extraña actitud.

No puedo rendir cuentas a nadie, ni siquiera al Universo mismo. Escribo con una expresión inmutable en mi cara para disimular mis arrepentimientos. No comprendo este mundo; pero ni siquiera eso justifica los desfiguros excedentes de la noche, del día y del invierno.

Causo admiración en aquellos que no me conocen y expectativas irreales en los que comprenden mi volatilidad. Ni siquiera la naturaleza misma cree en mis devenires y tampoco el aire escucha con regocijo mis versos. Es solo el viento, la tierra y el fuego quiénes toleran mi inconsistencia.

Me cuestiono el significado del todo; pero me convence el reflejo de tus ojos. Reniego el estado actual del Universo pero el sentirte cerca me embriaga de voluntad y existencia. Desconfío de las estrellas, pero tu rostro me hace creer en mis enemigos. Ofendo a todo lo que se considera sagrado; sin embargo la música sigue moviendo el viento de mi alma perdida. Soy contradicción y antípoda. Soy la risa que se oculta en la irresponsabilidad de la voluntad de los planetas. Soy lo que eres y lo que existe más allá de la serenidad. Soy la tensión de un voltaje perdido y la irreverencia de las nubes que vuelan por debajo de nuestras montañas.

Ni zafiros ni esmeraldas podrían representar la intratabilidad de nuestro conflicto. La sonrisa simulada en una expresión habla más allá de cualquier trovador. Y aun así, los círculos azules continúan rastreando una tradición de emociones perdidas y un campo de voluntades incompletas.

Monday, December 2, 2013

Dibuje aquí un círculo azul. Agregue estelas.

Me gusta escribir alejado del texto. Redactar contextos lejanos. Como si pintara sobre un cuadro a cientos de kilómetros de mí. Pero hay maleficios y tormentos que se vierten sin querer en cada sílaba. Un fonema es suficiente para agrietar el Universo. Es claro que el frenetismo no cansa; pero si agota.

¿Qué dirán los fantasmas de nuestra irreverencia? Las hadas y los demonios pertenecen a una misma familia e incluso gustan de vestir los mismos colores. Arriba en las nubes también reina la desesperación. Si el cielo fuera traicionero como el mar, este nos llenaría de pavor. Ni el brillo de un sol inconsecuente sería consuelo suficiente para la inercia de ese miedo demencial.

¿Por qué los hombres no colapsan con mayor frecuencia? ¿Son acaso demasiado fuertes para rendirse? ¿O demasiado cobardes para hacerlo? Nos engaña nuestros mismos espejismos. Nos reconfortan las mentiras; nos alivian los elixires anestésicos. Soy tan débil como mi vecino, pero me alimento de las sombras en mis textos.

Cuando el sol parpadea lo hace por piedad de los animales. Las plantas; sin embargo, disfrutan del tormento pues para ellas el llanto es un delirio y la melancolía, regocijo.

En tu mirada se refleja una galaxia más joven y más intrépida. Desde tu centro, la imagen es grandiosa, épica y coherente. El destino se cierne sobre la aureola que dibuja tu juventud. Desde fuera; sin embargo, tu patetismo es irrisorio y tú esperanza insignificante. El Universo redactará tu historia en alguna nota perdida de otra canción mientras tu lloras la añoranza de un amor que parte para siempre.

¿Qué hay de aquellas despedidas injustas? Aquellos episodios mal acabos y esos torpes y asquerosos diálogos que se atoran en una trascendencia mal asumida. No hay duda de que el cosmos también es culpable de perder el ritmo y entorpecer la existencia. Pero los cometas no se preguntan jamás si volverán a ver a tal o cual bello planeta después de recordar los escasos minutos que compartió con él. ¿Por qué entonces nosotros nos aferramos a lo prístino del falso afecto si nuestro poder gravitatorio es mayormente despreciable?

El espacio es como un profundo mar y los planetas sus burbujas. Dentro, infinidad de vacíos en los que tampoco se puede respirar.

Tuesday, November 26, 2013

Ética de martes por la noche

Toda interacción es significativa; sin embargo el darle demasiado significado a todas ellas no es solo abrumador sino un tanto estúpido. A menos claro que gusten de vivir en el miserable abatimiento del dramatismo que implicaría una cotidianidad siempre trascendente y siempre relevante.

Son los pequeños detalles como estos los que me hacen pensar que el Universo, como tal, no sabe lo que hace. Y de una u otra manera eso me reconforta. La totalidad de la existencia es como una conciencia perdida guiada por fragmentos confundidos que no pueden definir su supuesto libre albedrío.

Sin embargo, hay gente por ahí que aún consideran tienen la facultad para escupir imperativos morales que desprecian la misma cultura que los ha hecho igual de odiosos e inconsecuentes que las trivialidades por las cuales rasgan sus vestiduras. En otra magistral contradicción, han querido transformar de forma tan burda la “realidad” que al aterrizar sus especulativas teorías se alejan aún más de cualquier lógica o contexto que no parezca sublimarse ante su ridículo idealismo intelectual.

No es cosa, obviamente, de conformarse. Eso jamás. Pero si hay que ejercer un poco de cinismo antes de caer presa de la infantil hipocresía que subyace toda crítica privilegiada y educada de un presente que no solo observamos de forma incompleta; sino del cuál incluso carecemos la sensibilidad para interpretarlo sin reducirlo a algún nefasto corolario estático.

¿Sí podemos divertirnos, por qué no hacerlo? El juzgar el espíritu hedonista es una táctica exhausta utilizada en todo lo ancho y largo del infinito espectro ideológico. Sublimarnos en experiencias estéticas, en sus variantes magnitudes de violencia, es de lo poco auténtico que le queda a nuestra reducida humanidad. Las faltas morales que de ahí provienen atienden a dos escenarios: el primero es la interpretación hipócrita de estos actos, proveniente de nuestras mismas pretensiones de totalidad ética; mientras que el segundo es nuestra misma incapacidad de responsabilizarnos y asumir nuestro actuar como colectivo.

Nadie, por supuesto, debería de emprender manifiestos de acción en base a estos irresponsables párrafos; pues también ellos son experiencia estética y sublimación de una voluntad de existencia tan contradictoria como el Universo mismo. Más si vale la pena reflexionar sobre el tedio absurdo que producen aquellas manifestaciones que declaman superioridad moral antes de cualquier argumento de mejoramiento social o de conciencia.

Pongan aquí cualquier ejemplo, citen aquí a cualquier fanático. Desde la religión, los hábitos alimenticios, los fanatismos triviales y el mismo consumismo; no hay nadie que pueda eximirse por completo de ser un predicador de imperativos morales contradictorios, hipócritas y, sobre todo, mayormente circunstanciales.

No es posible declarar una superioridad fantasma ante nuestra latente limitación de entendimiento y percepción. Hacerlo es pecar de soberbia. No hacerlo en absoluto; sin embargo, es pecar de estupidez; pues no significa que nada sea criticable, sino que incluso para socavar argumentaciones ignorantes, prejuicios ridículos y falacias evidentes hay que hacerlo con la humildad que resulta de entender que el Universo mismo se encuentra confundido.  No tengo duda que tiene que haber cierta prudencia en la militancia ideológica, sea o no mediante un cinismo bien cultivado y una sana dosis de artillería meta-ética.

No es que lo que diga no tenga que ser tomado en serio; es simplemente que nada me parece lo suficientemente serio para ser tomado en cuenta como tal. De aquí continuamos con palabras tabú. ¿Podrá ser descrita una ética colectiva, humilde y regeneradora a partir del más brutal de los nihilismos? Creo… espero que sí. De hecho, probablemente alguien más ya lo haya hecho.

Wednesday, October 23, 2013

Agua estancada y otros fragmentos

No quiero escribir sobre memorias. No quiero tampoco inventar imágenes, al menos no hoy. ¿Qué queda entonces? ¿Hay manera de redactar el futuro y lo inexistente? ¿Será posible ir descubriendo la realidad en el mismo instante en que se lee? No jugaré a ser músico con mis letras.

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Es difícil ver colores vivos cuando cierro los ojos. Los pocos destellos naranjas, azules y verdes se esconden en la oscuridad de nuestro interior. ¿Han sentido alguna vez los colores? Hoy, en el silencio de las conversaciones de desconocidos sentí la calidez de un color rosa. Una memoria. El silencio.

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Sentir que se flota es terrible. Es perder el control con los pies en la tierra. ¿Somos acaso tan ligeros? Hay veces que siento que el más débil de los vientos podría llevarme hasta al mar, en dónde el miedo se confunde con la desesperación.

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Todos la imaginan vestida de negro. Un traje largo y oscuro, con esa negrura que solo se encuentra en los vacíos. Le queda bien ese color, tiene tal gracia que hasta a el tiempo ha enamorado.  Y lo mejor: le gusta bailar.

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Tantas personas existen en una libertad superior a la mía. Me atraen.

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El pasto, el fuego y la música. La lluvia, el lodo y un naipe. Si alguien me la describiera y yo no hubiera estado ahí, no podría creer en su existencia. Era un hada, pues nosotros no tenemos almas tan bellas.

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Hay sufrimientos que disfruto. Me interesan aquellos esencialmente triviales, todos esos que son trágicos por su patetismo antes que por su ilusoria magnitud. Son maneras de sobrellevar la vida.

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Darte cuenta de que no conoces el dolor es una lección de humildad.

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Imágenes de dinamismo que equiparen a la música las encuentro solo en nuestras emulaciones del espacio. En esas alucinaciones de cometas, estrellas y cuerpos celestes en infinito movimiento. Ahí también hay muchos llamados a la auto-destrucción.

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Esconderé sentimientos también en estos párrafos. Nadie jamás ha sido tan sincero como para ahogarse en su propio texto.

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El mar tiene un aroma a perdición delicioso. No son las sirenas las que producen encantamientos con su voz sino la sola sensualidad de las olas y su traicionero susurro. Solo eso basta para superar el temor a la muerte. Cuando se encuentra uno en mar abierto, incluso los vacíos enamoran.

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Nada de ti me interesa y aun así me deleito en pensar que tal vez, en otro tiempo, no hubiera sido así.

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Hay noches que escribo con la sola esperanza de redactar una línea brillante. Si lograra armar una oración que se lea como la siento entonces podría dedicar el resto de mis días a dormir, embriagarme o trabajar. No sea que sea más detestable.

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Te dije tantas mentiras y tantas verdades como me las dije a mi mismo.

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Desconocidas en la pista de baile o sueños de imágenes idealizadas. No sé bajo cuál de esas circunstancias me he enamorado más veces.

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La luna es de las pocas cosas quietas que amo; y la verdad es que también se mueve y cambia con algo de velocidad.

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Cuando la música me hace sentir arrogante y humilde al mismo tiempo; cuando la felicidad y la tristeza ocupan un mismo lugar… es cuando dan ganas de llorar.

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Alguna vez alguien trató de “salvarme”. Es una ironía enervante que quién se está ahogando cree que puede ayudar.

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Yo también he pecado al tratar de salvar un mundo que no me pertenecía. ¿Existe acaso algo más egoísta que eso? No hay peor afrenta contra la humildad.

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Espero hayas despreciado todos mis consejos en igual medida que me despreciaste a mí. El que mis palabras se hayan ahogado en el pozo del silencio es consuelo suficiente de tu indiferencia.

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Caos es otro nombre para la incertidumbre.

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Así como la tierra, es importante mantenerse frío o caliente según la época del año.

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La gran maldición de nuestra existencia es que la sensibilidad humana no alcanzará jamás para entender los sentimientos del otro. Malditos aquellos instantes en los que pretendí decirles que esperar de sus emociones. Solo se puede hablar con tal prepotencia desde una profunda ignorancia.

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La hora como excusa para dejar de escribir. Aunque me salve el tiempo lo seguiré odiando.

Tuesday, October 15, 2013

Barrancos y otras imágenes pt. II

Hoy me siento un poco más contento. Esa cosa de los ánimos es tan cambiante como el clima de mi amada y fea ciudad. No se hagan los ofendidos, todos sabemos que Monterrey es feo, pero interesante. Es como esa chica no muy agraciada que hace un genuino esfuerzo por arreglarse bien; pero que cuando llueve igual se desmorona a pedazos ¿o cómo era la alegoría?

En fin, mi buen humor también me hace retomar estilos más pintorescos de describir las tragedias de nuestra híper-modernidad. Aunque no estoy seguro que “trágico” sea la palabra correcta. Tal vez algo más por el orden de “ridículo” es cómo debería describir nuestras superficiales desavenencias.

Y perdonaran el tono cínico con que a veces me manejo; pero la gente ya no entiende buenos modos; y si eso le aunamos que ya se me dificulta hacer reverencias mientras levanto mi vestido; pues entenderán entonces esta angustiante posición mía.

No hace falta más que algunos rápidos ejercicios para darse cuenta de lo absurdo del todo. Pero quién tiene tiempo para soltar su teléfono y hacer ejercicio… peor aún; un ejercicio existencial. Es más, me encuentro en un estado tan relajado y de tan deliciosa banalidad que hoy perdonaré la insignificancia infinita del cosmos en pro de unas cuantas líneas más de palabrería ligera; aunque no se salvarán de una que otra leve queja sobre tópicos varios.

Hoy es de esos días dónde escribir se da por el simple hecho de hacerlo. No hay nada detrás. No hay espejos ni angustia; no hay mensajes ocultos o críticas teóricas; no hay interpretaciones del momento histórico pero si hay constante revolcar en él. Un sucio y lúdico revolcar cual marranito en un chiquero.

Los puercos, por cierto, son bastante contradictorios, al menos como imagen. Se les idealiza rosas, juguetones, redonditos y abrazables; mientras la realidad nos recuerda que son criaturas tan horripilantes como nosotros (en apariencia al menos, ya que la podredumbre del alma es tema aparte).

En fin, se me terminan las palabras pero nunca la queja. Esa gran pasión que me mantiene sano y fuerte cual complemento vitamínico. Hay muchas cosas saludables detrás de una buena y razonada queja. Cosas más nutritivas que las excusas de nutrientes que supuestamente vienen con nuestra dosis diaria de veneno alimenticio.

Una queja, en primero, es una forma de manifestar existencia; una que ya supera el respirar de las plantas y el solo estar de las rocas. Superar tal vez no sea la palabra adecuada, pero ustedes entienden. Segundo, la queja razonada ayuda a destapar imbéciles. Vale más vociferar en contra de lo que se cree que enaltecer un estúpido sentido de seguridad soportado en falacias. Adicional a esto la queja es un excelente vehículo para ventilar el estrés. Más efectivo y menos riesgoso que golpear a tu vecino en la cara –aunque esto conlleva otro tipo de satisfacción-.

Siempre sospecho de aquellos que no solo evitan quejarse; sino que únicamente lo hacen cuando se refieren a quiénes gozamos de esta actividad. Inconformes nos llaman, como si ese adjetivo tan extraño para ellos fuera algún tipo de insulto. En un principio me gustaba intentar razonar con ellos, hacerles ver que las cosas son mucho peores de lo que ellos creen y, que aun así, no hay porque preocuparse demasiado. Pero uno se cansa de tirar piedras al río también; por más que estas suenen chistoso cuando caen.

No me queda mucho más hoy. De hecho nada de esto merece ni siquiera ser releído; pero hay compulsiones de las que a veces no puedo escapar. Sírvase esto de ejemplo. Para terminar les recomiendo que leen el timeline de su propio twitter por diez minutos seguidos. Así comenzarán a entender la absurdidad a la que me refiero.


Tormentos Eternos

Aquel día me preguntaste si era un fantasma. No supe que responder. Hasta la fecha me ha dado un poco de miedo tratar de contestar esa pregunta. No hay tal cosa como ángeles ni demonios; y si existieran, ambos serían espectros; destellos de pasiones y virtudes olvidadas.


 -Pero me dijiste que la música era un ángel.

-Un fantasma. Los ángeles suenan siempre igual. A ellos no se les permite ser espontáneos. Por eso nunca nadie se ha enamorado de uno.

-¿Y qué me dices de aquella joven? Silfa, la de la leyenda de Diaspola.

-Ella era un ángel que renunció al cielo por un hombre. Por un mago. Aquel hombre jamás la amó, pues es imposible enamorarse de la frialdad de un ser divino, de un ser inmortal. Cuando ella le ofreció aquel diamante que representaba su alma prístina ella lo perdió todo. Su alma era su esencia, pero ni el más ambicioso de los hombres puede enamorarse de una roca.

-Pero entonces ella se transformó en un mortal, como nosotros. Dejo de ser un ángel para poder enamorarlo.

-No era su inmortalidad lo que alejaba al hechicero de su corazón. Su renuncia a la eternidad solo confirmó su desdén por ella. La temporalidad es una ilusión para todos los mortales. Los seres divinos pueden ver a través de esa cortina, para ellos no existe el tiempo. Tanto ella como él eran eternos de forma diferente. Pero un ángel nunca deja de ser gélido y cortante como el viento desgarrador de los picos elevados. Su inmanencia los hace indiferentes, silenciosos e inmutables. La expresión de su amor es mediante el sacrificio. No tienen otra manera de demostrar afecto más que a través de una piedad mal entendida, de una sumisión ante castigos auto-impuestos por su osadía de atreverse a amar.

-¿Es entonces imposible enamorarse de un ser inmortal? ¿Aunque este deje de serlo? ¿Jamás aprendió a vivir en lo temporal? ¿Su corazón no pudo calentarse en compañía de los mortales?

-Nosotros nos enamoramos porque sabemos que algún día todo lo que somos terminará. La eternidad no nos asusta porque hemos olvidado comprenderla. Aquel hombre entendía bien el corazón de la joven serafín. Él la quería, pero nunca pudo amarla. Lo que hace impensable el amor entre un hombre y ángel es que los ángeles son eternamente conscientes, sus almas se encuentran sustraídas de las demás. Esa es su bendición y su castigo.

-Pero entonces, ¿cómo es que ella se enamoró de aquel mago?

-Los ángeles cargan con su alma en pequeños relicarios. Algunas tienen forma de piedras preciosas, otras son simplemente figuras y aire. El precio de su divinidad, de su aura, de su paz y abrumadora sabiduría es tener que cargar por siempre con su propia alma. No se les permite soltarla o renunciar a ella. Ella se enamoró de aquel mago como nosotros nos enamoramos de las nubes, de las montañas, de la lluvia o de una canción. Con superioridad, con ingenuidad, sin pensarlo demasiado. Más que amor es una afinidad fugaz, un lapsus existencial de añoranza ante lo eterno. Para ellos es al revés. Añoran lo efímero, lo que muere, lo que sufre y lo que se marchita. Aquel mago era un hombre desdichado…

 - Desdichado tal vez, pero sin duda orgulloso. Le negó su corazón para hacer obvio el despreció a su indulgencia.

-Puede ser. Es difícil hablar de sentimientos cuando se cuentan mitos, cuando se comparten leyendas.

-¿Cuál es el castigo cuando un ángel renuncia a su alma, a su eterna conciencia?

-Nadie sabe a ciencia cierta, pero dice la gente que aquel hombre la castigó con su indiferencia por mandato divino. Otros dicen que la joven aún ronda los callejones de Diaspola atrapada en un cuerpo joven y una desdicha eterna. Dicen también que intento inmolarse ante Dios para ganar su rencor y su descanso; pero yo no creo ninguna de esas historias.

-¿Qué es lo que crees?

-Cuenta una historia que la hermana de este ángel bajó del cielo para matarla. Silfa era tan miserable que los días le parecían más desgastantes que todo lo que había vivido desde que se originó el universo y desde que ascendieron los reinos flotantes al cielo. Su hermana, desobedeciendo a los arcángeles, tomo una lanza de marfil y cristal durante la tarde de un hermoso día de otoño para darle muerte frente al mago que le había negado su amor. Dicen que cuando cayó al piso no derramó ni sangre ni lágrimas. El diamante de su alma se quebró en mil pedazos estallando en la mano de aquel hechicero. Los fragmentos perforaron su corazón como en una cruel alegoría. Ambos murieron esa tarde. Ambos fueron condenados también al fuego del infierno; dónde su amor ahora florecía con una ingenua pasión que nunca jamás pudo ser satisfecha.

Sunday, October 13, 2013

Al lado de un camino en la Huasteca

No me gusta la ansiedad. La ansiedad es como una conversación incómoda con uno mismo.

Tampoco me gusta temerle a la naturaleza. Siento que estamos tan alejados y desentendidos de ella que nos causa gran miedo y ansiedad estar a solas en su territorio. Es triste, ya que en el sentido estricto de las cosas, somos parte de ella.

Me gusta platicar conmigo mismo de amores que nunca fueron. Hay algo hermoso en la nostalgia romántica de la potencialidad pedida. Idealizar memorias es respirar nuevamente ilusiones ¿Y de qué vive uno en este mundo sino de espejismos?

Prefiero perder el tiempo en fantasías de mi propia autoría a comprar la falacia de nuestra “mágica” híper-modernidad y su mercadotecnia de momentos de vida. Pero no quiero devenir, nuevamente, en otra crítica vacía de lo que vivo día con día. Hoy quiero volver a la nostalgia y el romanticismo de amores pasados en una tarde de domingo en compañía de las rocas.

¿Qué defendemos con nuestro solo existir? Probablemente solo aquella decisión que tomó el Universo hace millones de años de someterse al tiempo para buscar propósito. No hace falta más que algunos minutos para recobrar la paz cuando uno se sienta sobre las rocas.

Retomando el tema del amor y la potencialidad; no estoy seguro si disfruto más recordar las posibilidades perdidas o imaginar aquellas que nunca fueron más que sueños en el aire. ¿Qué pensaran ellas?

La sola idea, la sola ilusión, el puro espejismo me ha llevado siempre al límite, a creer y hacer cosas que tal vez no debería haber hecho. Sigo siendo estúpidamente ingenuo. Pero cómo no serlo si el miedo al instante perdido, a la indiferencia crónica y a la potencialidad desaparecida es el núcleo de mis arrepentimientos.

Por eso escribo aquí, sentado en una piedra, vestido de azul, de morado y de melancolía. Decir sus nombres solo haría esto más mundano. Lo cual por sí solo no tiene nada de reprobable; pero el poner toda esta carga de memorias en un plano tan explícito también destruye la magia de posibilidades inadvertidas; de realizaciones que aún puede que no se hayan dado.

Mientras escribo todo esto, innumerables vehículos  pasan ida y vuelta frente a mí en este extraño refugio. El describir la variedad de transportes y personas que ha cruzado frente a mis ojos me llevaría toda la tarde y parte de la noche. Yo no pienso mucho al verlos; pues mi mente sigue distraída con ideas y emociones que se rehúsan a concluir. No creo, tampoco, que ellos le den mucha importancia a mi presencia en esta roca; sin embargo cuando algunos de ellos deciden llamar mi atención con saludos, chiflidos y señas; no puedo más que asumir que incluso aquí, mi soledad es observada aún con particular extrañeza. Si supieran que solo son estos efímeros momentos en los que me siento libre.

Debo admitir que me tomó un tiempo acostumbrarme (o re-acostumbrarme) al sentimiento de escribir sentado en una piedra al lado de una carretera rodeada de hermosas montañas; sin embargo, ahora que me encuentro aquí con esa misma libertad que tienen los renacuajos que a mi lado se deslizan por los riachuelos que dejo un mes de lluvias; me gustaría que esto se prolongara indefinidamente.

Tendrán que perdonar la falta de hilo conductual en este desvarío dominical. Cuando escribo en mi libreta freno y acelero al gusto; de forma que pocas veces pongo atención a la integridad discursiva del escrito.

Cuando se habla de amores que no fueron, generalmente se habla sobre historias muy lejanas o muy cercanas. Elucidar cuestiones amorosas de mediano plazo es ejercer un extraño tipo de mediocridad emocional. Siempre he criticado las pastillas de anestesia que se les receta a nuestras jóvenes generaciones. Esas pastillas de alegría eterna en dónde el amor son bellas coincidencias y caminatas sobre la playa. Para mi suerte, yo también he caído presa de esas prosaicas apropiaciones de romance, de forma que me encuentro igual de maldito en cuestiones románticas como el resto de nuestro durmiente colectivo social.

Yo también me he sentido presionado a forzar interacciones mágicas y aparentemente significativas mediante banales citas y expresiones de cariño mal-entendido. La gran preocupación (mía al menos) es que no tengo idea de cómo operar ese tipo de contradicciones a la luz de mis carencias relacionales. Tal pareciera que la única diferencia entre una preadolescente fanática de novelas románticas de vampiros y yo es la temática de las insignificancias sentimentales que asumimos como enamoramiento.

Me dan muchas ganas de renunciar a toda la idea y retórica del amor; pero me cuesta más imaginarme como alguien emocionalmente estéril –aunque puede que ya sea demasiado tarde-. Pero no se dejen engañar por mis patrañas. Todo lo que escribo pareciera que es real. Tal vez algún día pueda platicar contigo sobre estos textos inertes. Lástima que vivas tan lejos (En el sentido que tú prefieras interpretarlo).

Saturday, October 12, 2013

Fragmentos escritos de día

Hoy quiero hablarle a la nada y escupir palabras sin ningún cuidado o intención. Expresar aforismos como si estos fuera verdades universales, seguridades incuestionables del misterio del nuestro existir.

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La oscuridad absoluta sigue siendo inquietante, y más cuando se acompaña de sonidos poco familiares. Ahí, en la soledad de un eterno presente, los sentidos se tornan en contra de uno y la mente oscila entre alucinaciones y realidad. Así debió haberse sentido el Universo cuando decidió fragmentarse y existir.

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Hay momentos en los que observo fijamente un punto sobre el plano imaginario de mi realidad. Pongo atención en la configuración del espacio e ignoro el tiempo por completo. Entonces, la ventana transparente de la percepción se torna visible y las imperfecciones de su cristal también. Manchas de colores, puntos finos que flotan sobre las cosas, turbulencias de la sábana de visión. Todo ello acompañado de un extraño sentimiento de sustracción. Una pausa. Un sentir, presente y alejado del todo. Un vacío. Nada es perfecto, ni siquiera el todo.

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Es probable que la experiencia que tiene el Universo de su realidad a través de nosotros sea también subjetiva. De entrada, he llegado a dudar sobre la infalibilidad de la conciencia eterna del cosmos. La naturaleza es tan violenta que pareciera que el Universo tampoco sabe lo que hace.

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En ese sentido parece que todo se reduce a una búsqueda de propósito. Todo lo que refiere al existir en sí. Las estrellas tampoco pidieron existir y sin embargo, lo hacen. Las rocas son, a mi parecer, quiénes mejor llevan este castigo.

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La explosión de una estrella y sus coronas de fuego son combustible del cambio. Sin embargo es solo mediante su lírica descripción que toda esa majestuosa violencia cobra significado. Hace falta que se experimente, aunque sea en la conciencia de lo imaginado, para que signifique algo; carezca o no de sentido.

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Todos compartimos un fragmento de culpa en el orden instantáneo del aquí y del ahora. Sea por trascendencia o puro y llano patetismo; manifestamos inconscientemente una voluntad al existir. Tal vez exista algo fuera del Universo que le condeno a sentir esta ilusa necesidad.

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Dicen que hablo de cosas deprimentes y; sin embargo, jamás me he sentido realmente miserable. La desesperación la tomo como a un té y la siento como si fueran gotas de lluvia. La angustia se antoja como un día soleado pero pañoso. Al fin todo este cuento de la tristeza y la felicidad es tan inconsecuente como hablar del clima.

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Es más cansado escribir cuando se intenta explicar algo. No confío en la claridad de mis palabras y mucho menos en la perspicacia de lectores invisibles; pero no me gusta ir exhausto por la vida.

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¿Cuál es su mayor deseo en esta interrupción de eternidad que llamamos vida? ¿Cuál es el mío? ¿Merecemos tener esos deseos? En nuestra insignificancia, ¿qué derecho tenemos a ser felices? Esto no sería tanto problema si no esparciéramos sufrimiento y destrucción de forma tan inconsiderada.

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Si hablo de la insignificancia del todo y dudo hasta de la misma conciencia del Universo, no lo hago para deprimir a nadie; pues eso ya es trabajo de cada quién.

Thursday, September 26, 2013

En una montaña sin nombre

La imagen toda tenía un tono amarillento y terroso. El sudor se podía sentir en las rocas y en la piel. El calor era brutal. Ahí, en la cima de esa opaca montaña se encontraban sentados los dos, cansados; pero eufóricos. Casi como si una orquestra estuviera aun tocando melodías de guerra tras de ellos. De esa altura se podía observar un río que cruzaba de norte a sur a través de un valle con tonos similares y pequeños árboles que recubrían lo que de otra forma sería una vía color ocre.

Detrás de ellos había una complejidad de circunstancias brutal. El pavor de una guerra de ideales vacíos los había orillado a viajar, a escapar, a matar y a morir –al menos por dentro-.  Con espadas, antorchas, algunas monedas y trucos baratos de ilusionismo; con ello habían estado recorriendo los caminos de esta hostil región cuyo nombre no vale la pena ni siquiera mencionar.

Estuvieron sentados mucho tiempo sin pronunciar una sola palabra. En vez de hacerlo, solamente se miraron a los ojos durante lo que pareció otra eternidad. Pero hasta la temporalidad de lo infinito es relativa. Algunas aves sobrevolaban el área, como expectantes. A escasos metros de ellos yacían muertos tres bandidos, con sus manos aun aferradas a sus burdas hachas y dagas improvisadas.

Al este, a unos diez kilómetros de ahí, se observaban torres y edificios hechos de la misma roca amarilla que coloreaba todo ese paisaje. Pero sus ojos seguían fijos, mirándose el uno al otro. Los de ella empezaron a titubear, a quebrarse como un fino cristal. Su expresión permanecía inmutable, pero el sonido que las lágrimas hacían al caer sobre las piedras resecas era difícil de ignorar. Él pensó en decir algo, en tocarla, en levantarse y mirar a otro lado; pero su llanto era hipnótico y; de una extraña manera tranquilizaba su alma.

No pudo entonces más que limitarse a hacer muecas que expresaban su insatisfacción con el momento, su confusión sobre el instante y la vida. ¿Quién había elegido esto por ellos? Se sintió pleno pero vacío; derrotado, como una marioneta sin alma, sin dueño. Ella se levantó, tomó su espada y con un trapo viejo limpió el exceso de sangre de sus filos. Lo hizo con una sutileza y tranquilidad que llamaban la atención. Una de las aves bajó entonces y se posó sobre un peñasco desquebrajado algunos metros frente a ellos. Los observaba. El imaginaba que ese animal los juzgaba, pero que a la vez los trataba de entender.

¿Quién podrá entenderlos si ellos mismos ignoran porque están en este tiempo y en ese espacio? El también sintió ganas de llorar, pero decidió no hacerlo. De forma similar, recogió sus cosas, las acomodo en su modesto morral. Tomó la capa rota que los bandidos le habían arrancado y, como transformándose en otro, comenzó a inspeccionar los cuerpos. Con un ligero disgusto tomó de sus cadáveres algunas monedas. Uno de ellos tenía una libreta percudida y en mal estado en su mochila. Por obra de una curiosidad casi automática, comenzó a hojearla. La letra era difícil de leer y no parecía haber mucha estructura en los textos que ahí se habían plasmado.

Fueron tal vez dos minutos en los que el joven se perdió en el enigmático cuaderno. De repente, sintió su alma escapar de su cuerpo al escuchar un balbuceo del bandido que yacía delante de él. En lo que fueron si acaso un par de segundos, el ágil viajero ya había soltado la libreta para sacar nuevamente su filosa daga. Así, en posición defensiva observó la agonía de aquel hombre.

Escupiendo sangre, el maleante trató de pronunciar unas palabras mientras apuntaba hacia la libreta. Con su mano derecha trató de alcanzarla, pero estaba muy débil para poder esforzarse lo suficiente. El joven, confundido, no supo exactamente qué hacer. Estaba visiblemente desconcertado, incluso un poco asustado. Sentía un temor leve que no tenía nada que ver con la adrenalina que apagó todo indicio de inseguridad cuando enfrentó a estos hombres.

A penas iba a reaccionar cuando su compañera se acercó, se puso en cuclillas para recoger la libreta y se la dio al moribundo hombre que la reclamaba. Ahí, desde su lecho de muerte, aun respirando sangre y tierra; hojeó con una mano el documento, como si estuviera buscando algo, como si quisiera mostrarles alguna página específica. Mientras hacía esto, él no podía dejar de observar la expresión de angustia y cansancio del bandido herido de muerte. Ella, por otro lado, estaba fascinada por el sonido y el voltear de esas hojas viejas y sucias.

El volteo frenético de páginas pronto bajó de intensidad y en cuestión de segundos el bandido comenzó a rendirse, a perder fuerza y a renunciar a la extraña esperanza que le había urgido el realizar aquel sobrehumano esfuerzo. Así, cerró los ojos y dejó de voltear las hojas. Pronto, dejó también de respirar. Su mano quedó reposando sobre un texto.

Ella, con una gracia y una compasión que nunca se ve en los hombres, levantó la mano del ahora occiso, la puso sobre él y tomó la libreta en aquella página abierta. No le pareció tan complicada la letra, y como por instinto comenzó a leer en voz alta:

“Hay veces que me da un poco de miedo el ver lo fácil que pierdo el control. Me ha pasado en más ocasiones de las que podría admitir y cada una de ellas ha sido verdaderamente aterrador el descubrir lo más profundo de mis instintos. No es que los impulsos sean reprobables por sí mismos, pero asusta encontrarlos por primera vez. Algún día esto terminará por matarme; pero sépase en ese caso que independientemente de la forma en la que muera, definitivamente habrá sido mi culpa.”

Aún sin terminar el texto, ella pudo escuchar los sollozos de su compañero. Esto de inmediato se transformó en un llanto desgarrador, en un lamento sonoro y sincero. Al voltear a verlo se encontró con una imagen descorazonadora. El joven yacía de rodillas con las palmas de sus manos en el piso, derramando lágrima tras lágrima de sincero dolor. La daga, aún en su mano derecha, no tardó en ser utilizada para golpear de forma violenta la inerte roca de esta montaña sin nombre. Ni ella ni él pronunciaron ninguna palabra.


Él siguió llorando por mucho tiempo más, hasta que por el mismo cansancio no tuvo opción más que recostarse y parar. Ella, sentada pacientemente a la orilla del barranco, volteó a verlo una última vez. Sin decir nada, se levantó, recogió sus cosas, tomó la libreta y con un paso firme y cuidadoso se acercó a dónde estaba él recostado. Se puso en cuclillas nuevamente y con un rostro de una seriedad emotiva dejó la libreta a su lado. Él la observó, mirando siempre hacia arriba. Su cara aún hinchada del llanto y su pelo largo y sucio no le dejaron ver claramente el rostro de esa mujer por última vez. El sol se había ocultado ya. Los edificios de aquel pueblo cercano emitían ya luces de antorchas que iluminaban de forma modesta la montaña. Ella se puso de pie y continuó su camino sin decir nada. Él sabía que esa noche dormiría ahí, sin más, en la roca y junto a esos cadáveres. Por la mañana, sin fuerzas, tendría que decidir qué hacer.

Lo invisible

Hay un montón de cosas que no podemos ver, y aunque la vista no es el sentido más importante –si es que hay uno- si es de los más memorables. Hay muchas cosas que no se “asimilan” como tal, que simplemente pasan desapercibidas. Aunque mirar no es percibir, no siempre.

Las cosas invisibles no son más bellas o mágicas que las visibles. No son secretos milenarios ni respuestas todopoderosas al infame y sublime Universo. Son eso, cosas que no se ven. Pero sí existen, que ya es decir mucho. Atienden a las mismas reglas que tú, yo, las estrellas y las cucarachas. Pero no hablemos de generalidades, eso no interesa a nadie. Esto es acerca de precisión.

Era una tarde fría y lluviosa, de esas donde se antoja simplemente acercarse a una ventana a beber té. Esta ocasión, sin embargo, tenía el compromiso de atender a una de esas fiestas dónde ultimadamente no sé ni siquiera porque estaba invitado. Una fiesta sorpresa además.

No entiendo las fiestas sorpresa. Entiendo el concepto, pero no la finalidad. Es un fastidio mantener secretos, más cuando es algo que todo mundo sabe excepto una persona. Excluirla de su propia alegría, aunque momentáneamente, me parece extraño.

-Hay veces que me doy cuenta que pienso demasiado las cosas. No es que sea un crítico empedernido, pero así es. Es fácil darse cuenta de lo absurdo o inútil de preocuparse por el significado de una fiesta sorpresa.

En ese estado de estupefacción llegué al lugar del festejo y como tal, dejé mi carro justo en frente de la casa de la festejada. Bajé tímidamente por el frío y la incertidumbre de ni siquiera conocer el número exacto de la vivienda cuando comencé a observar movimientos y murmullos en una de las casas cercanas. Así, de esa pequeña esfera de caos, salió un hombre mayor de baja estatura quién con seguridad me preguntó quién era yo. Todavía no alcanzaba a exponer de lleno mi identidad cuando me invitó a pasar rápidamente hasta la sala para no arruinar el furtivo evento.

Fue hasta que estuve dentro que me di cuenta –o más bien, recordé- que este círculo me era totalmente ajeno. No recuerdo cuantas personas éramos pues detesto ocuparme en estupideces, pero hombres y mujeres estaban separados en pequeños grupos. Aun así, de inmediato podía darse uno cuenta que solo había parejas (o gente emparejada) en la reunión.

Se respiraba una emoción un poco tonta. De esa que produce expectativa de manera artificial y forzada. Había un par de chicas genuinamente motivadas por el “sorpresón” que se llevaría la susodicha y sus novios y esposos simplemente pasaban el rato en adulta seriedad. Cuando estoy rodeado de gente así, involuntariamente y como por reflejo, trato de adaptarme y experimentar el momento como uno más de ellos. Sin embargo a veces resulta complicado el apagar todo indicio de conciencia.

Hay una escala de valores conservadores muy clara aquí en Monterrey; escala en la cuál el matrimonio parece gozar de un lugar privilegiado. Pero no hablo del matrimonio como institución ni mucho menos como concepto. Lo que se venera son las superficialidades de este, sus periféricos. La integridad, duración o bases soportándolo pasan a un plano totalmente irrelevante. Es, simplemente, una oda a la imagen del matrimonio.

Como es de esperarse en una sociedad anticuada, esto es especialmente importante para las mujeres. De ahí que la fiesta fuera principalmente en honor de la dama a punto de contraer nupcias. Por un momento, al estar inmerso en la algarabía de estas chicas, parecía que no existía bien mayor en el universo que el matrimonio. Una más de ellas se uniría a la cofradía del anillo. ¡Qué realización más grande!

No quiero que me malinterpreten, el amor en su concepción básica es algo que percibo como bueno, casi justo –por natural-; sin embargo ésta no era una celebración del amor, era la celebración de un protocolo, de una validación social. Encontrar a alguien con quién se quiera compartir la vida no es tarea fácil; el aceptarlo y entenderlo definitivamente es motivo de celebración. Aquí; sin embargo, no celebraban el hecho como tal, sino el acontecimiento por su sola definición, casi estética, en imagen.

Esto lo reafirme cuando el novio –un preciado amigo mío- comenzó a relatar la historia de la “declaración” a petición del público presente. El, en su siempre relajante serenidad, comenzó a contar una historia tranquila y con lujo de detalles, haciendo ameno el momento de escucharla. Pero no, eso no era lo que buscaban estas chicas. No le interesaba la belleza del concepto, de la expectación, de los instantes que adornaban la unión tan linda de dos seres humanos. Para nada, ellas querían simplemente revivir la imagen de ese preciso momento genérico en dónde ellas han estado o imaginado estar. El tradicional “¿Quieres casarte conmigo?” y el novio arrodillado era lo único que parecía importarles a estas mujeres. Y por supuesto, lo que sigue.

Pienso entonces que como generación hemos fracasado. Incluso de forma más grave que nuestros padres. ¿O acaso ellos también eran así de vacíos? Estoy seguro, sin embargo, que el amor que él profesa por ella y su compromiso es real. Me deleita observar su natural interacción, su gracioso vaivén de miradas y graciosos momentos. El también conoce todo esto que expreso; simplemente que él supo adaptarse mucho mejor a todo ello. Eso es lo que no se ve, lo invisible y lo que a ninguna de estas chicas les ocurre que si quiera existe. Tal vez por ello aún no logro comprender el amor ni las ilusiones que se hacen pasar por él.

La velada continuó tranquila, conforme pasaba el júbilo de la felicidad artificial comenzaban a sentirse indicios de verdaderas sensaciones. Pero la programación social de la región nunca dejó la casa. Las mujeres por un lado comenzaron a platicar, con obvias razones, de los detalles de la boda y cosas de ese estilo. Madrinas de lugar, de fotografía, de vestido, convivían de forma natural pero terriblemente artificial a la vez. Por otro lado, los hombres -más serios- estaban presentes solo a disposición de los irrelevantes caprichos de sus amadas; platicando de la vida en lo que una vida común y llanamente normal representa: trabajo, compras, viajes, estabilidad y demás píldoras tranquilizantes.

Me acerco a escuchar pues poco tengo que aportar a esas pláticas. En caso de hacerlo sería torpe, pretencioso y falso. Soy terrible para hablar, la elocuencia me evade y mi mente siempre me traiciona al desnudar todas mis palabras de ritmo, entonación y gracia. Solo logro escupir lugares comunes, intrascendencias y frases demasiado bajas para ser escuchadas.

De momento veo a algunas parejas interactuar. Son tan genéricos. Y me pregunto ¿qué tanto será lo que no veo? En esas miradas tiernas, en esos apodos tontos, en esas re-afirmaciones de estatus y romance prefabricado. ¿Qué hay debajo además de potencialidad perdida? Es obvio que no puedo entender en un segundo la complejidad de una relación interpersonal, por más vacua que parezca; sin embargo no dejo de preguntarme qué tan profunda es la corrosión de nuestras almas, qué tanto hemos perdido en relación a la verdadera profundidad que significa el desafiar la fragmentación del Universo en unión con otra persona.


Esas chicas, aparentemente superfluas, pueden ser guerreras, musas, poetas, dueñas de una sensibilidad invisible incluso para ellas. Esa es la palabra que estaba buscando: sensibilidad. Pero el frío nos ha entumecido, la vida misma nos anestesia.

Tuesday, September 24, 2013

Gernika

Era un domingo, lo recuerdo bien. Bueno, podría haber sido un sábado también. Tratando recordar el día imaginé que era domingo ya que de no ser así, no entendería porque no me quedé en el puerto de Bermeo hasta el anochecer. ¡Ah claro! Los horarios del tren.

Era sábado entonces. Un hermoso y soleado día de esparcimiento. Ya había tenido la oportunidad de viajar fuera de España, pero la hermosura del país vasco era demasiada para no aprovechar cualquier descuido del tiempo y montarme en un tren sin nada más que la intención de recorrer los pueblos aledaños.

Mi objetivo principal era la ciudad de Gernika, antigua capital de la región. Una ciudad cuyo solo nombre evoca historia y humanidad. Con ese plan en mente tomé mi pequeño morral con algunas hojas, una pluma (roja por cierto) y dinero suficiente para no tener que resistirme a la tentación de pintxos y txacolí en dónde fuere que los encontrase.

El solo viaje en tren ya me producía un intenso sentimiento de realización. Me sentí bien. Bien de que dentro de mis alucinaciones de opresión y las apariencias de libertad pudiera yo tomar un tren y recorrer un camino desconocido a un precio tan accesible y con una seguridad tan reconfortante. La seguridad de que para ir a dónde quería no me quedaba más que elegir el destino y permanecer algunos minutos en un vagón cuyo trayecto se encontraba ya predefinido. Uno de esos momentos en los que solo desde lejos es posible observar la contradicción de sentirse libre al recorrer un camino ya delimitado. Destino le llaman algunos cuando se refieren a este fenómeno en la vida.

Gernika me sorprendió por su poca pretensión. Llegué y no pude evitar el sentirme como en ningún lado, como si no hubiera ni siquiera salido de viaje. Comencé a caminar tímidamente por sus calles como cuando caminas en tu casa tras haber apagado la luz en una oscura noche. Sabes o crees saber el camino, pero prefieres ir casi a tientas con tal de no tropezar con algún mueble mal puesto. Así, con esa cautela, llegué a uno de esos famosos módulos de información turística; modesto también.

El entrar a esos establecimientos no deja de ser una apuesta que algunas veces prefiero no jugar. Hay ocasiones que la información disponible es tanta y la disposición de quién te atiende tan poca que entras como en un estado abrumador de estasis. Repentinamente la más pequeña de las ciudades se vuelve el punto más interesante sobre la tierra, y con el tiempo mordiendo tus espaldas no puede uno evitar el sentirse miserable.

Afortunadamente esta ocasión no fue el caso. Entre y salí como si fuera una operación encubierta. Un pequeño mapa por aquí y algunos horarios de museos por allá y estábamos listos para caminar algunas horas en la antigua ciudad.

El describir el caminar por una ciudad desconocida debe ser una de las tareas más arduas que conozco. Es un poco soso el tratar de recobrar sensaciones personales mediante burdas descripciones. Aludir a colores, edificios, estructuras, climas y sonidos es como tratar de replicar la majestuosidad de alguna pintura de Kandinsky o Cézanne describiendo únicamente la paleta de colores y el lienzo en blanco.

Me parece inútil entonces el revivir mi recorrido por la ciudad en palabras. Lo más que puedo aventurarme a hacer es el llevar las sensaciones que experimente a la superficie. Sensaciones que ya se han desquebrajado con el paso de los instantes. Sentimientos que tras permanecer estáticos ahora crujen cuando se les intenta mover y solo asemejan su gloria momentánea en su silueta.

Como mencionaba, la familiaridad del lugar era extraña. Por momentos me sentía incluso en México, en su capital, imaginando sus escuelas, sus niños y sus héroes patrios. ¿Qué rostros tendrán los héroes Vascos? ¿Serán sus mitos similares a los de mi país? La palabra héroe siempre me pareció graciosa. Aún más la palabra villano. Al ver las placas en la calle me daba risa el imaginar como, aparentemente, en ciertos momentos de la historia la vida deja de ser simple y se transforma en la futura página de un libro, en un viejo mural o en una solmene placa. La gente común deja entonces de serlo para convertirse en entes aislados de toda temporalidad, imbuidos con un resplandor que solo el caos de la historia permite y comprende. Surgen entonces héroes y villanos; actores de una construcción magistralmente armada a lo largo de siglos y siglos de linealidades.

Todo eso pensaba cuando repentinamente me vino una leve angustia. Esta ciudad tenía en su aire las cicatrices de un terrible bombardeo. Lo que se respiraba; sin embargo, no era solo el dolor de una destrucción pasada, sino una nostalgia, tímida y casi invisible; de que ese acontecimiento representaba ahora gran parte de la identidad de la ciudad. La devastación, como el dolor físico, se siente y se sufre en instantes cortos y crudos; pero el dolor de la nostalgia se alimenta con el tiempo y llena de pesadez el rocío de las ciudades.

Era una lástima que no tenía tiempo de conocer a la gente de Gernika. De preguntarles que piensan de todo esto; de las bombas, de sus héroes, de su árbol; de sus artistas. Pensaba esto cuando observaba las abstractas esculturas de Chillida en un jardín de margaritas. La obra más grande exhibía varias marcas de vandalismo, otro tipo de arte. En ese entonces me llegaron tantas preguntas que no pude ni siquiera escucharlas todas al mismo tiempo. ¿El grafiti es arte? ¿Es arte este grafiti? ¿Qué pensaría Chillida al respecto? ¿Qué representa esta fusión? ¿Por qué cubrirías una escultura ajena con espray multicolor? El arte que devora al arte y un mar de margaritas.

Seguí caminando en los apacibles parques de la ciudad, observando, escuchando, respirando la historia que el aire me quería contar. No quise entrar a ningún museo. No quería forzarme a aprender datos provistos por una cúpula aislada de historia y desconectada de realidad. Toda la antología del país vasco la tenía su gente y su presente. Lástima que no tuve tiempo de ser uno de ellos.

“Amigo del país vasco” leía un busto de Humboldt. ¿Y cómo no lo sería si el euskera es la lengua del lugar? ¡¿Qué tradición más bella que un idioma?! Especialmente uno tan rebelde y particular. ¿A caso hay algo más humano que el lenguaje? Si tan solo pudiera comprenderlo. Las cadencias de cada lengua son recuerdos de los ritmos de toda la creación. Cada uno es una ventana a la humanidad en su forma más auténtica.

Tras caminar lentamente, tan lento como solo se puede caminar en un día libre, volví al centro de la ciudad para tomar el tren rumbo a Bermeo. Pero antes no podía dejar de visitar los cafés y bares de la zona para probar sus pintxos y comenzar a embriagarme de txacolí.

Es imposible emular en palabras la leve sensibilidad que producen un par de copas de vino. La predisposición a la reflexión y a la contemplación aumenta cuando se adormecen los sentidos más inmediatos. Como si el cuerpo intentará compensar la falta de lucidez con un mayor esfuerzo de introspección. Así, a las afueras de una cervecería gozaba solo (cómo únicamente se pueden gozar estos momentos) de este corto pero ameno viaje.


Entonces, unas ganas terribles de escribir comenzaron a presentarse. Pero necesitaba alejarme del bullicio de la botana y del caminar de las plazas, necesitaba volver a la tranquilidad de las vías del tren…

Monday, September 23, 2013

Naranjas y otros tonos

Cuando era chico me gustaba, de repente, encender un par de cerillos para obsérvalos quemarse. Aunque lo anterior tiene indicios de algún tipo de desequilibrio relacionado con la piromanía, la realidad de las cosas es que era un pasatiempo bastante inocente. Hoy en día aún disfruto levemente de ese breve momento en el que un cerillo enciende y todo lo que viene después.

Aunque para la mayoría podría no representar nada en absoluto, el mirar cuidadosamente la combustión de un frágil pedazo de madera es algo más poético de lo que pudiera aparentar. Dónde lo poético me sigue siendo un tanto ridículo y, a veces, detestable.

No es lo mismo, bajo ninguna circunstancia, el simplemente crear una flama directo de un encendedor. En primera, el suave aroma de la madera en llamas es un gusto por si solo; pero incluso antes de ese fugaz placer, el tan solo deslizar el cerillo sobre la áspera superficie que le encenderá en llamas son uno o dos segundos de una expectativa extrañamente excitante. El sonido que produce no es menos bello. Tratar de describirlo solo pondría en evidencia mi limitada habilidad para expresar en palabras las notas que, sin ningún orden particular, genera la vida con su infinidad de instrumentos.

Después del sonido y el aroma aún viene lo más emocionante. Generalmente es con la mano derecha que sostengo el cerillo en proceso de combustión mientras que con la izquierda cubro de forma dinámica su cabeza de cualquier corriente de aire que pudiera poner en riesgo la vida de la pequeña e inquieta flama que, como un camaleón neurótico, comienza a cambiar de naranja a azul, de azul a rojo y de rojo a morado en un dinamismo que requiere de más de un par de cerillos para comprender.

Es aquí cuando cada cerillo muestra esa aleatoriedad inherentemente arraigada en la naturaleza del todo. Algunos queman por escasos segundos, consumiendo si acaso la cabeza del cerillo y dejando detrás una figura cubierta de un negro tenue y percudido. Poco calor queda incluso en esos cadáveres, en esos fuegos lentos y mediocres.

En otras ocasiones la flama, tras encender en una sonora explosión y reducirse un poco sobre la misma estela de humo que produjo, quema incesantemente en un fascinante e hipnótico baile. En ese periodo de frenética temporalidad es posible ver destellos naranjas de un brillo noble y destructivo. Un fuego que se vuelve interno y comienza a darle un carácter casi martirizante a la esencia inerte del fosforo. Al mismo tiempo, el cuello de madera comienza a ensombrecerse y debilitarse, jorobando su verticalidad orgullosa. Justo debajo de la zona afectada por el calor a veces es posible observar gotas de la humedad que escapa del cerillo, cómo esas lágrimas que se derraman demasiado tarde tras un error irremediable.

Al consumirse, queda otro aroma áspero, pero sutil. La porosidad de la cabeza del fosforo dan la impresión de un alma perdida, un objeto derrotado, un símbolo de algo que murió por dentro y que por fuera exhaló todo aquello que contribuyo a destruirlo. Pero el cerillo no está acabado aún. Su toque sigue siendo destructivo, capaz de encender otros fuegos y perforar algunos materiales. El dejarlo caer sobre el suelo pareciera la única muestra de piedad que podemos darle a ese objeto; y aun así, al precipitarse con su peso mínimo y su cuerpo consumido, este choca y esparce pequeñas chispas, como un último aliento, un último reclamo arrogante que enfatiza su voluntad invisible de morir en un majestuoso y glorioso fuego, consumido de sí, para sí y por sí mismo.