Toda interacción es significativa; sin embargo
el darle demasiado significado a todas ellas no es solo abrumador sino un tanto
estúpido. A menos claro que gusten de vivir en el miserable abatimiento del
dramatismo que implicaría una cotidianidad siempre trascendente y siempre
relevante.
Son los pequeños detalles como estos los que me
hacen pensar que el Universo, como tal, no sabe lo que hace. Y de una u otra
manera eso me reconforta. La totalidad de la existencia es como una conciencia
perdida guiada por fragmentos confundidos que no pueden definir su supuesto
libre albedrío.
Sin embargo, hay gente por ahí que aún
consideran tienen la facultad para escupir imperativos morales que desprecian
la misma cultura que los ha hecho igual de odiosos e inconsecuentes que las
trivialidades por las cuales rasgan sus vestiduras. En otra magistral
contradicción, han querido transformar de forma tan burda la “realidad” que al
aterrizar sus especulativas teorías se alejan aún más de cualquier lógica o
contexto que no parezca sublimarse ante su ridículo idealismo intelectual.
No es cosa, obviamente, de conformarse. Eso
jamás. Pero si hay que ejercer un poco de cinismo antes de caer presa de la
infantil hipocresía que subyace toda crítica privilegiada y educada de un
presente que no solo observamos de forma incompleta; sino del cuál incluso
carecemos la sensibilidad para interpretarlo sin reducirlo a algún nefasto
corolario estático.
¿Sí podemos divertirnos, por qué no hacerlo? El
juzgar el espíritu hedonista es una táctica exhausta utilizada en todo lo ancho
y largo del infinito espectro ideológico. Sublimarnos en experiencias
estéticas, en sus variantes magnitudes de violencia, es de lo poco auténtico
que le queda a nuestra reducida humanidad. Las faltas morales que de ahí
provienen atienden a dos escenarios: el primero es la interpretación hipócrita de
estos actos, proveniente de nuestras mismas pretensiones de totalidad ética;
mientras que el segundo es nuestra misma incapacidad de responsabilizarnos y
asumir nuestro actuar como colectivo.
Nadie, por supuesto, debería de emprender
manifiestos de acción en base a estos irresponsables párrafos; pues también
ellos son experiencia estética y sublimación de una voluntad de existencia tan
contradictoria como el Universo mismo. Más si vale la pena reflexionar sobre el
tedio absurdo que producen aquellas manifestaciones que declaman superioridad
moral antes de cualquier argumento de mejoramiento social o de conciencia.
Pongan aquí cualquier ejemplo, citen aquí a
cualquier fanático. Desde la religión, los hábitos alimenticios, los fanatismos
triviales y el mismo consumismo; no hay nadie que pueda eximirse por completo
de ser un predicador de imperativos morales contradictorios, hipócritas y,
sobre todo, mayormente circunstanciales.
No es posible declarar una superioridad fantasma
ante nuestra latente limitación de entendimiento y percepción. Hacerlo es pecar
de soberbia. No hacerlo en absoluto; sin embargo, es pecar de estupidez; pues no
significa que nada sea criticable, sino que incluso para socavar argumentaciones
ignorantes, prejuicios ridículos y falacias evidentes hay que hacerlo con la humildad
que resulta de entender que el Universo mismo se encuentra confundido. No tengo duda que tiene que haber cierta
prudencia en la militancia ideológica, sea o no mediante un cinismo bien
cultivado y una sana dosis de artillería meta-ética.
No es que lo que diga no tenga que ser tomado
en serio; es simplemente que nada me parece lo suficientemente serio para ser
tomado en cuenta como tal. De aquí continuamos con palabras tabú. ¿Podrá ser
descrita una ética colectiva, humilde y regeneradora a partir del más brutal de
los nihilismos? Creo… espero que sí. De hecho, probablemente alguien más ya lo
haya hecho.
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