Tuesday, November 26, 2013

Ética de martes por la noche

Toda interacción es significativa; sin embargo el darle demasiado significado a todas ellas no es solo abrumador sino un tanto estúpido. A menos claro que gusten de vivir en el miserable abatimiento del dramatismo que implicaría una cotidianidad siempre trascendente y siempre relevante.

Son los pequeños detalles como estos los que me hacen pensar que el Universo, como tal, no sabe lo que hace. Y de una u otra manera eso me reconforta. La totalidad de la existencia es como una conciencia perdida guiada por fragmentos confundidos que no pueden definir su supuesto libre albedrío.

Sin embargo, hay gente por ahí que aún consideran tienen la facultad para escupir imperativos morales que desprecian la misma cultura que los ha hecho igual de odiosos e inconsecuentes que las trivialidades por las cuales rasgan sus vestiduras. En otra magistral contradicción, han querido transformar de forma tan burda la “realidad” que al aterrizar sus especulativas teorías se alejan aún más de cualquier lógica o contexto que no parezca sublimarse ante su ridículo idealismo intelectual.

No es cosa, obviamente, de conformarse. Eso jamás. Pero si hay que ejercer un poco de cinismo antes de caer presa de la infantil hipocresía que subyace toda crítica privilegiada y educada de un presente que no solo observamos de forma incompleta; sino del cuál incluso carecemos la sensibilidad para interpretarlo sin reducirlo a algún nefasto corolario estático.

¿Sí podemos divertirnos, por qué no hacerlo? El juzgar el espíritu hedonista es una táctica exhausta utilizada en todo lo ancho y largo del infinito espectro ideológico. Sublimarnos en experiencias estéticas, en sus variantes magnitudes de violencia, es de lo poco auténtico que le queda a nuestra reducida humanidad. Las faltas morales que de ahí provienen atienden a dos escenarios: el primero es la interpretación hipócrita de estos actos, proveniente de nuestras mismas pretensiones de totalidad ética; mientras que el segundo es nuestra misma incapacidad de responsabilizarnos y asumir nuestro actuar como colectivo.

Nadie, por supuesto, debería de emprender manifiestos de acción en base a estos irresponsables párrafos; pues también ellos son experiencia estética y sublimación de una voluntad de existencia tan contradictoria como el Universo mismo. Más si vale la pena reflexionar sobre el tedio absurdo que producen aquellas manifestaciones que declaman superioridad moral antes de cualquier argumento de mejoramiento social o de conciencia.

Pongan aquí cualquier ejemplo, citen aquí a cualquier fanático. Desde la religión, los hábitos alimenticios, los fanatismos triviales y el mismo consumismo; no hay nadie que pueda eximirse por completo de ser un predicador de imperativos morales contradictorios, hipócritas y, sobre todo, mayormente circunstanciales.

No es posible declarar una superioridad fantasma ante nuestra latente limitación de entendimiento y percepción. Hacerlo es pecar de soberbia. No hacerlo en absoluto; sin embargo, es pecar de estupidez; pues no significa que nada sea criticable, sino que incluso para socavar argumentaciones ignorantes, prejuicios ridículos y falacias evidentes hay que hacerlo con la humildad que resulta de entender que el Universo mismo se encuentra confundido.  No tengo duda que tiene que haber cierta prudencia en la militancia ideológica, sea o no mediante un cinismo bien cultivado y una sana dosis de artillería meta-ética.

No es que lo que diga no tenga que ser tomado en serio; es simplemente que nada me parece lo suficientemente serio para ser tomado en cuenta como tal. De aquí continuamos con palabras tabú. ¿Podrá ser descrita una ética colectiva, humilde y regeneradora a partir del más brutal de los nihilismos? Creo… espero que sí. De hecho, probablemente alguien más ya lo haya hecho.

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