Sunday, September 30, 2012

Nacer y morir


No hay razón para temer a la muerte después de haber nacido. Si nuestra conciencia recordara ese estado previo al existir individual, recordaría entonces el insoportable temor al nacer. 

Nacer es fragmentarnos del todo, es olvidar que pertenecemos al Universo. Es comenzar el doloroso proceso de auto-realización desde cero. Es iniciar una momentánea salida de la eternidad. Es algo verdaderamente aterrador.

Esa angustia; sin embargo, es deliciosa, motivante y valiosa. Lo es cuando se le descubre y se le comprende. ¿Quién no ha experimentado ese aterrador escalofrío de la desesperación? Ese instante dónde te encuentras totalmente consiente de la realidad que te rodea y al encontrarse fuera de nuestro control y desviada del sendero de la ética del todo, una angustia existencial y trascendental se apodera de ti. Esa realización es de lo que esta hecho el verdadero existir. 

Ahora imaginemos el crudo y vivo terror de ese escalofrío potencializado en la expulsión del absoluto de las conciencias. Ese es el verdadero miedo, el miedo a nacer.

Bajo esa luz, la muerte es un proceso de alivio. Un rencuentro con la intangible y abstracta naturaleza del alma. El alma que no se explica ni en materia, ni en espiritualidad, ni en dualidad. Un alma que se explica en abstracción racional, no de una naturaleza inexistente del hombre, sino en la potencialidad absoluta de la historia del todo; ese todo banalmente denominado como Universo. Que importante es entonces la muerte en el proceso evolutivo de esa alma. Esa que nos pertenece a todos. 

Si razonamos la muerte a partir del intelecto formalista, rígido e incompleto; es entendible que la comprendamos como algo insoportablemente aterrador. Y en esa realización se captura la ironía latente del estado actual de las cosas. Hemos racionalizado la existencia de forma tan burda y particularizada que nuestras revelaciones han provocado los mismos sentimientos irracionales y contradictorios que alimentan el miedo a vivir y a morir.

Hemos alejado el pensamiento de la universalidad, del colectivo, de la conciencia del mundo. Hemos olvidado la poderosa totalidad de la que todos compartimos un fragmento. Individualizamos las conciencia al tiempo que masificamos los pensamientos. Dominamos la receta de la alineación. Socavamos la potencialidad con aislamiento emocional e intelectual mientras mal direccionamos la unión confundiéndola con conglomeración y estandarización de conductas, valores y pensamientos.

Hemos reducido la existencia a la mecanización del actuar humano. Sometimos a la naturaleza sometiendo nuestra misma humanidad. Ahora somos esclavos de la gestión de nuestra racionalidad vacía. Hemos olvidado que somos todo, que tu eres yo y que somos uno solo; más no uno mismo. Es por ello que tememos a la muerte y olvidamos la angustia del nacer.

Lamentablemente es difícil escapar. Se castiga a quién lo intenta. Las masas se escandalizan cuando el estado de las cosas se cuestiona; cuando su visión de la vida se derrumba, cuando ven en alguien la potencialidad que poseemos todos, realizada. Ese temor colectivo ha creado mecanismos para reforzar y prevenir que se quebranten nuestras falsas y anacrónicas nociones de seguridad. Por un error del pensamiento hemos aprendido a temerle a la libertad. A esa libertad entendida y reflexionada como la comprensión profunda de nuestro existir particular en el esquema del todo. No a la versión miope y limitada que se nos da bajo conceptos “liberales” vacíos ya de toda relevancia. Es precisamente esa premisa “libertaria” que se reduce al superficial e ilusorio acto de elegir dentro de un esquema limitante y limitado la que nos ata permanentemente a la mecanización y reducción de la vida.

No se tiene ya la sensibilidad ante la delicada angustia que conlleva el existir consiente. Esa sensibilidad que se siente y se expresa más allá de todo lenguaje. Esa actitud de la que es verdaderamente posible el enamorarse, en el amor entendido como racionalización del vivir colectivo, de la búsqueda de fragmentos, del placer de sentir y sufrir. Ese amor que se nutre de la libertad descrita anteriormente. Porque no podemos confundir la angustia y desesperación del despertar estético hacia la vida con el detestable motor de nuestra misma esclavitud: el miedo.

El traicionero e ilusorio flujo del tiempo permanece neutral ante esta dialéctica universal. Cada instante se sublima y trasciende en su reflexión. Reflexión que requiere tiempo, inspiración y realización de su propia importancia. Requiere que se camine despierto, que se sueñe al dormir y que quiera uno levantarse caminando. Pero el tiempo no alcanza ya. Luchamos contra él para sobrevivir sin darnos cuenta que al sacrificarlo estamos sacrificando la misma vida que pretendemos salvar.

Quisiera vivir para fotografía cada momento en mi mente, para llevar la insignificancia y sus nimiedades a la trascendencia que se han ganado con su solo existir. Quisiera vivir para sublimar el todo, para intentar comprenderlo, capturarlo, expresarlo y descansar en él y en la infinidad del lenguaje que lo representa. Sin embargo estamos condenados a ver y oír todo esto sin observarlo ni escucharlo.

Esta esclavitud relativa que vivimos ahonda el vacío natural de nuestro ser, trastornando la delicada y sensible angustia del existir en un miedo a la vida, a la libertad, al amor y a la muerte. Ese vacío, al ensancharse y profundizarse, nos demanda el ser llenado con sinsentidos que alivien ese irracional temor de desperdicio y soledad. Pero al intentarlo llenar solo alimentamos más su misma vacuidad; pues no solo nublamos nuestros sentidos al hacerlo; sino también nuestra mente y nuestra alma.

Hemos intentado llenarlo con alcohol, con comida, con falsas pretensiones, con fanatismos, con esperanzas vacías, con luces, con humo, con danza, con auto-destrucción, con maquillaje, con superficialidad, con religión, con compañía, con ilusiones, con trabajo, con lucha, con clasificaciones, con caricias, con ruido, con sexo, con imágenes, con droga, con “arte”, con metas inalcanzables, con discursos, con silencio, con anestesia.

Esa absurda reducción del ser es la que termina por fulminar no solo nuestra existencia; sino la colectividad de nuestras sociedades. Esa es la verdadera ignorancia, la que nos ha destruido y nos ha hecho fracasar. La ignorancia voluntaria ante la existencia.

¿Qué hay de malo entonces en morir? ¿No es entonces evidente que nacer es una mayor desgracia?

Que fácil es darse cuenta de todo lo que está mal en este mundo. Es tan sencillo que muchos se han dado cuenta ya de todo esto. Otros incluso lo habían visto venir desde hace décadas, desde la perspectiva de otros siglos. Y aun así, vale la pena repetirlo una y otra vez hasta que todos y cada uno de los fragmentos de este mundo den cuenta de estas evidentes revelaciones. 

El tratar de salvar al mundo conlleva en sí un dejo inherente de arrogancia, egoísmo y soberbia. Por otro lado, la humildad del alma recae en la fe de que el mundo debe y puede salvarse así mismo.

Monday, September 24, 2012

"Nada Sucede"


Voy caminando en las amplias y antiguas calles de Morelia. Hay mucha gente. En sábado siempre hay mucha gente en todos lados. Paso por puestos de tortas, de ropa, de electrodomésticos. En la acera de enfrente bancos y más bancos. Todos con letras doradas, porque ese es el estándar en el centro histórico de esta ciudad. 

Camino sin fijarme mucho en los que me rodean. Escucho, pero por instinto. Oigo más bien. Entonces oigo voces alegres que gritan a lo lejos. Volteo a mi derecha y por una angosta calle perpendicular a Madero veo tres jóvenes en bicicleta. Dos hombres, una mujer. Traen pocas prendas. No puedo evitar notar el bromoso pecho de esa muchacha. Cruzo la calle y espero a verlos pasar. “¡Más bicis, menos ropa!” gritan mientras toman la vía hacia el oriente. Sonrío. Me recuerdan a una joven que apenas hace unas semanas conocí. No por la poca ropa o por sus pechos; sino por las bicis.

Sigo caminando, como distraído, como en una misión. Quiero llegar al acueducto y nada más; llegando ya me preocupare de que ver o que sentir. Entonces llego a “Las Tarascas”, símbolo de Morelia y la cultura purépecha. Recuerdo a mi madre. Tomo fotos para recordar, para tratar de no olvidar estos insignificantes momentos. Me siento tonto cuando lo hago. Me siento común.

Es un poco frustrante esto de las fotos. Por un lado, son solo retratos vacíos. No indican nada. Ayudan a recordar el cuadro, pero no el momento. Si el instante es realmente significativo, la foto lo desvirtuara pues todo lo que ese momento provoque desbordará de la foto y será difícil de emular incluso en los rincones de la memoria y la imaginación. Por otro lado, si el momento es soso, común e insignificante -como es este caso en particular- la foto engañará a nuestra memoria en algunos años cuando tratemos de recordar por qué decidimos capturar ese fugaz evento. Si algo aprendería es que son aquellos instantes que no puedes fotografiar los que realmente valen la pena.

Ya estaba ahí; y observando la antigua construcción del ese símbolo local sabía que hoy, a esta hora, esto era justo lo que tenía que estar haciendo. Proseguí unas cuantas cuadras más para llegar a la esquina de ese parque trapezoidal que llaman “Bosque Cuauhtémoc”. Antes se llamaba algo de “San Pedro” o no sé qué. Imagino quisieron darle un toque más mexicano y menos español en algún brote leve de orgullo nacional.

El clima era maravilloso, y más cuando se está rodeado de árboles. En mí Monterrey no queda más que derretirse en estas fechas; pero aquí, tras la amigable lluvia del día anterior, el viento corría libre y fresco. No sabía que horas eran ya y no me interesaba saber. Así, con el sonido de las hojas jugueteando con las ráfagas de aire, a mi izquierda escuchaba gritos muy parecidos al de aquel trío de ciclistas de hace unos momentos. De inmediato me asomé hacia la vía que corría norte al acueducto para ver a unas decenas de metros un colectivo enorme de ciclistas en paños menores. 

No podía saber mucho de su causa, menos cuando jamás había aprendido a andar en bicicleta. Pero eso de la abstracción es particularmente útil en momentos como este. Mientras pensaba esto, observé a ambos lados de la calle para cruzar rápidamente y colocarme bajo uno de los arcos de cantera. Ahí, con cámara en mano, comencé a observarlos. Gritaban consignas concretas y mayormente inofensivas. Pedían ciclo vías y con razón. Era normal para mi escuchar ese reclamo en mi ciudad, pues Monterrey es un lugar hostil al peatón y al ciclista –cómo no serlo si es incluso hostil al conductor-. Aun así no imaginaba que lo mismo sucedía en la Morelia de mi madre.

Eran cientos de jóvenes y no tan jóvenes. Gritando, divirtiéndose, haciendo algo de su sábado. Me emocionaba verlos así, aunque no tanto como me ha emocionado el clamor de otras “marchas”. Quería tomar una fotografía, pero me daba pena. Me daba pena no conocerlos, me daba pena no conocer su movimiento. Me daba pena objetivizar su reclamo, me daba pena hacerlo irrelevante. Más de lo que ya era.

Es un poco extraño el contenerse de maneras tan arbitrarias. Dentro de mí, por cuestiones tal vez estúpidas e inexplicables, sabía que quería tomar una fotografía. Una foto que probablemente solo vería un par de veces antes de olvidarla por completo en algún rincón de mi computadora. Sin embargo, el no haberla tomado me producía un vacío molesto y difícil de ignorar. Un vacío que duraría solo algunos minutos; pero que en su pequeñez alimentaría mi cerebro de cuestionamientos aderezados de arrepentimientos leves sin ninguna explicación o sentido.

Pensaba todo esto mientras comenzaba a caminar por los caminos del bosque, escuchando la tierra crujir ante mi paso. El sonido de una sierra interrumpió entonces mi intrascendente reflexión. Cortaban algunos árboles. Árboles muy grandes. No me interesa.

Continúo caminando y a lo lejos veo un delgado pilar. Sobre él, una estatua del emperador Cuauhtémoc con un brazo en el aire. La figura es color negro por si se preguntaban. Sé que le tomaré una foto; pero realmente no quiero hacerlo. Si lo hago, lo hago y ya. Una foto más. Pero si no, me quedaré con ese pequeñísimo pero real vacío existencial de aquel que no tomo una foto sin significado. La de los ciclistas creo que sí tenía algo más de significado.

Sigo mi leve paso y me encuentro con algunos juegos mecánicos, puestos de globos, botana, algunos globos y un patinadero. No hay mucha gente; pero lo hay. Tengo ganas de ir al baño. Quiero hacerlo antes de dar la vuelta al muse Alfredo Zalce. Sé que por aquí encontraré sanitarios. Mientras los busco recuerdo. Recuerdo que hace añales yo venía aquí a patinar, con mi tía, con mi abuelo, con mi madre, con mis primos. Me encantaba patinar. Me encanta ir rápido. El dinamismo, el viento. Amo el viento en mi rostro. Encuentro el baño. Todo listo ahora para ir al museo. Retorno por un camino diferente. Veo un par de ciclistas por aquí por allá. No tomé la foto. En fin. Al menos lo recuerdo.

Me gustan los museos de arte moderno. Los de historia natural o historia del arte son respiros de humanidad muy lejana. Son explicaciones, descripciones y no sentimientos. Estas obras están aquí no porque haya hecho historia, sino porque tienen deseo de hacerlo. 

Entro. Dejo mis cosas y firmo el registro. El primer piso no tiene nada para mí. Subo las escaleras que crujen. Arriba dos hombres platican al pie de una ventana abierta. No poco mucha atención pero por la fluidez y ánimo imagino como si fueran grandes artistas discutiendo su gran talento plástico y sensibilidad. Imagino que hablan de cosas así, aunque ese no es el caso. Pero igual no entiendo bien de lo que hablan, así como no entiendo bien sobre el arte. Sobre este arte. 

Envidio la sensibilidad del artista, del pintor y del fotógrafo. Pero detesto la superficialidad de aquel que dice “entender” el arte. El arte se siente y se expresa. No se entiende más que como tu entiendes estas palabras. Las entiendes porque te son familiares, te muestran un lenguaje de símbolos que no te son del todo extraños. Pero no lo entiendes. No puedes entenderlo –y hay veces que yo tampoco-. 

Me parece estúpido el tratar de “entender” a los artistas por sus obras. A los artistas, si se les quisiera entender, se les trata, se les habla, se les saluda, se les pregunta, se les quiere y se les ama. Lástima que ya casi todos están muertos. Me parece también un poco tonto el tratar de entender la obra misma. ¿Por qué mejor no sentir la obra? Lo sensato es entendernos a través de ella. La verdadera estética.

Cristóbal Tavera es su nombre. Interesante trabajo. “Sueños”, “Fortuna”, “Fui tuya, ya no”. Que brillante esa última. Será por su simpleza. Pero hubo una que me dejó perplejo. La vi, la vi y no me cansé de verla. ¡Una foto! Claro que sí. Me da pena igual… no sé por qué. Pero no importante porque esa obra vale la pena. Quito el flash y tomo, no una, pero varias fotos. No hay nadie que me vea. Escucho a los dos hombres platicar, escucho el crujir de las escaleras. “Nada sucede”.

Guardo la cámara y entonces veo a dos señoras con dos niñas recorrer el piso sin mucha prisa pero sin ponerle mucha atención tampoco. Me voltean a ver con una extrañeza leve. Ven las obras. ¿Qué verán en ellas? Los cuadros son los mismos que yo veo, pero esos ocho ojos de seguro ven cosas que yo jamás veré, cosas que jamás he visto.

Me siento cómodo. Volveré. Bajo por la escalera que cruje, me acerco al libro de visitas y solo puedo pensar en ese bonito cuadro:

16/06/2012
"Nada sucede" y así es. Dentro de la tranquilidad de las paredes de esta casa son las obras las que observan dentro de nosotros y de nuestras almas. El tiempo aquí no existe y pareciera que afuera tampoco. El instante es tan relativo y; sin embargo lo único verdaderamente absoluto. Un momento dentro de todos los momentos.

Sunday, September 23, 2012

Sobre la lucha estudiantil


De: Ciencia y Tecnología como "ideología” de Jürgen Habermas

IX

Una nueva zona de conflictos, en lugar del virtualizado antagonismo de clases y prescindiendo de los conflictos que las disparidades provocan en los márgenes del sistema, sólo puede surgir allí donde la sociedad del capitalismo tardío tiene que inmunizarse por medio de la despolitización de la masa de la población contra la puesta en cuestión de la ideología tecnocrática de fondo: precisamente en el sistema de la opinión pública administrada por los medios de comunicación de masas. Pues sólo ahí puede quedar afianzado el encubrimiento que el sistema exige de la diferencia entre el progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines y las mutaciones emancipatorias en el marco institucional —entre cuestiones prácticas y cuestiones técnicas—. Las definiciones permitidas públicamente se refieren a qué es lo que queremos para vivir, pero no a cómo querríamos vivir si en relación con los potenciales disponibles averiguáramos cómo podríamos vivir.

Resulta muy difícil pronosticar quién podría avivar esas zonas de conflicto. Ni el viejo antagonismo de clases ni el subprivilegio de nuevo cuño contienen potenciales de protesta que por su propio origen tiendan a la repolitización de esta opinión pública disecada. El único potencial de protesta que a través de intereses reconocibles se dirige a las nuevas zonas de conflicto surge principalmente entre determinados grupos de estudiantes. Voy a referirme a tres tipos de constataciones:

1. El grupo de protesta que constituyen los estudiantes es un grupo privilegiado. No representa ningún interés que surja de forma inmediata de su posición social y que pudiera ser satisfecho de modo conforme con el sistema con un aumento de compensaciones sociales. Las primeras investigaciones americanas[22] sobre los activistas estudiantiles confirman que no se recluían en las capas del estudiantado en ascenso social, sino en capas del estudiantado que gozan de una posición favorable en lo que se refiere a status y que provienen de estratos sociales económicamente favorecidos. 

2. Las ofertas de legitimación que hace el sistema de dominio no parecen resultarles convincentes a estos grupos por razones plausibles. El programa sustitutorio con que el Estado social reemplaza a las ideologías burguesas tras el desmoronamiento de estás comporta una orientación hacia el status y el rendimiento. Pues bien, según las mencionadas investigaciones, los activistas estudiantiles parecen menos privatisticamente orientados hacia la carrera profesional y a la creación de una familia que el resto de los estudiantes. 

Sus rendimientos académicos están por lo general por encima de la media y su proveniencia familiar no fomenta un horizonte de expectativas que estuviera determinado por la anticipación de las coacciones previsibles del mercado de trabajo. Los activistas estudiantiles, que con frecuencia provienen de las especialidades de ciencias sociales, las de historia y filología, resultan más bien inmunes frente a la conciencia tecnocrática, ya que las experiencias primarias hechas en su propio terreno de trabajo universitario no concuerdan con los supuestos fundamentales de la tecnocracia.

3. En un grupo así constituido el conflicto no puede versar sobre la proporción de disciplina y cargas que se le exigen, sino solamente sobre el tipo de renuncias que se le imponen. Por lo que los estudiantes luchan no es por una mayor participación en las compensaciones sociales del tipo disponible, como son los ingresos y el tiempo libre. Su protesta se dirige más bien contra la categoría misma de «compensación». Los pocos datos de que disponemos abonan la sospecha de que la protesta de estos jóvenes provenientes de familias burguesas no concuerda ya con el modelo del conflicto de autoridad. 

Los estudiantes activos tienen más bien padres que comparten sus actitudes críticas; con relativa frecuencia han crecido en un ambiente de más comprensión psicológica y de unos principios educativos más liberales que los grupos de control no activos[23]. Su socialización parece haberse llevado a cabo en subculturas exentas de premuras económicas inmediatas, en las que las tradiciones de la moral burguesa y de sus derivaciones pequeño burguesas han perdido su función, de tal forma que el «training» para la sintonización con las orientaciones valorativas de la acción racional con respecto a fines, no incluye ya la fetichización de este tipo de acción. Estas técnicas de educación pueden posibilitar experiencias y favorecer orientaciones que chocan frontalmente con la conservación de una forma de vida propia de una economía de la pobreza. Sobre esta base puede cristalizar una incomprensión y rechazo de principio de la reproducción absurda de virtudes y sacrificios que se han hecho ya superfluos; un no entender por qué la vida del individuo, pese al alto grado de desarrollo tecnológico, sigue estando determinada por el dictado del trabajo profesional, por la ética de la competitividad en el rendimiento, por la presión de la concurrencia de status, por los valores de la cosificación posesiva, y por los sucedáneos de satisfacción ofertados, ni por qué han de mantenerse la lucha institucionalizada por la existencia, la disciplina del trabajo alienado y la eliminación de la sensibilidad y de la satisfacción estéticas.

Para esta sensibilidad tiene que resultar insoportable la eliminación de las cuestiones prácticas del espacio público despolitizado. Pero de todo ello sólo puede resultar una fuerza política si esa sensibilización afecta a algún problema sistémico insoluble. Y a mi entender en el futuro puede plantearse un tal problema. Efectivamente, la proporción de riqueza social que crea un capitalismo industrialmente desarrollado y las condiciones tanto técnicas como organizativas bajo las que se produce esta riqueza, hacen cada vez más difícil vincular la atribución de status, aunque sólo sea de forma subjetivamente convincente, al mecanismo de la evaluación del rendimiento individual[24]. Por eso, la protesta de los estudiantes podría acabar destruyendo a la larga esta ideología del rendimiento que empieza a resquebrajarse, y, con ello, derrumbando el fundamento legitimatorio del capitalismo tardío, que ya es frágil, pero que está protegido por la despolitización.

1968

[22] S. M. Lipset, P. G. Altbach, «Student Politics and Higher Education in the USA», en S. M. Lipset (eds.) Student Politics, New York. 1967; R. Flacks, «The Liberated Generation. An Exploration of the Roots of the Student Protest», en Journ. Soc. Issues. julio, 1967; J. Keniston, «The Sources of Student Dissent», ibid.

[23] Cfr. Flacks: «Activists are more radical than their parents; but activist’s parents are decidedly more liberal than others of their status.» «Activistn is related to a complex of values, not ostensible political, shared by both the students and their parents»; «Activists’s parents are more “permissive” than parents of non–activists.»

[24] Cfr. R. L. Heilbronner, The Limits of American Capitalism. New York. 1966.