No hay razón para temer a la muerte después de haber nacido. Si nuestra conciencia recordara ese estado previo al existir individual, recordaría entonces el insoportable temor al nacer.
Nacer es fragmentarnos del todo, es olvidar que pertenecemos al Universo. Es comenzar el doloroso proceso de auto-realización desde cero. Es iniciar una momentánea salida de la eternidad. Es algo verdaderamente aterrador.
Esa angustia; sin embargo, es deliciosa, motivante y valiosa. Lo es cuando se le descubre y se le comprende. ¿Quién no ha experimentado ese aterrador escalofrío de la desesperación? Ese instante dónde te encuentras totalmente consiente de la realidad que te rodea y al encontrarse fuera de nuestro control y desviada del sendero de la ética del todo, una angustia existencial y trascendental se apodera de ti. Esa realización es de lo que esta hecho el verdadero existir.
Ahora imaginemos el crudo y vivo terror de ese escalofrío potencializado en la expulsión del absoluto de las conciencias. Ese es el verdadero miedo, el miedo a nacer.
Bajo esa luz, la muerte es un proceso de alivio. Un rencuentro con la intangible y abstracta naturaleza del alma. El alma que no se explica ni en materia, ni en espiritualidad, ni en dualidad. Un alma que se explica en abstracción racional, no de una naturaleza inexistente del hombre, sino en la potencialidad absoluta de la historia del todo; ese todo banalmente denominado como Universo. Que importante es entonces la muerte en el proceso evolutivo de esa alma. Esa que nos pertenece a todos.
Si razonamos la muerte a partir del intelecto formalista, rígido e incompleto; es entendible que la comprendamos como algo insoportablemente aterrador. Y en esa realización se captura la ironía latente del estado actual de las cosas. Hemos racionalizado la existencia de forma tan burda y particularizada que nuestras revelaciones han provocado los mismos sentimientos irracionales y contradictorios que alimentan el miedo a vivir y a morir.
Hemos alejado el pensamiento de la universalidad, del colectivo, de la conciencia del mundo. Hemos olvidado la poderosa totalidad de la que todos compartimos un fragmento. Individualizamos las conciencia al tiempo que masificamos los pensamientos. Dominamos la receta de la alineación. Socavamos la potencialidad con aislamiento emocional e intelectual mientras mal direccionamos la unión confundiéndola con conglomeración y estandarización de conductas, valores y pensamientos.
Hemos reducido la existencia a la mecanización del actuar humano. Sometimos a la naturaleza sometiendo nuestra misma humanidad. Ahora somos esclavos de la gestión de nuestra racionalidad vacía. Hemos olvidado que somos todo, que tu eres yo y que somos uno solo; más no uno mismo. Es por ello que tememos a la muerte y olvidamos la angustia del nacer.
Lamentablemente es difícil escapar. Se castiga a quién lo intenta. Las masas se escandalizan cuando el estado de las cosas se cuestiona; cuando su visión de la vida se derrumba, cuando ven en alguien la potencialidad que poseemos todos, realizada. Ese temor colectivo ha creado mecanismos para reforzar y prevenir que se quebranten nuestras falsas y anacrónicas nociones de seguridad. Por un error del pensamiento hemos aprendido a temerle a la libertad. A esa libertad entendida y reflexionada como la comprensión profunda de nuestro existir particular en el esquema del todo. No a la versión miope y limitada que se nos da bajo conceptos “liberales” vacíos ya de toda relevancia. Es precisamente esa premisa “libertaria” que se reduce al superficial e ilusorio acto de elegir dentro de un esquema limitante y limitado la que nos ata permanentemente a la mecanización y reducción de la vida.
No se tiene ya la sensibilidad ante la delicada angustia que conlleva el existir consiente. Esa sensibilidad que se siente y se expresa más allá de todo lenguaje. Esa actitud de la que es verdaderamente posible el enamorarse, en el amor entendido como racionalización del vivir colectivo, de la búsqueda de fragmentos, del placer de sentir y sufrir. Ese amor que se nutre de la libertad descrita anteriormente. Porque no podemos confundir la angustia y desesperación del despertar estético hacia la vida con el detestable motor de nuestra misma esclavitud: el miedo.
El traicionero e ilusorio flujo del tiempo permanece neutral ante esta dialéctica universal. Cada instante se sublima y trasciende en su reflexión. Reflexión que requiere tiempo, inspiración y realización de su propia importancia. Requiere que se camine despierto, que se sueñe al dormir y que quiera uno levantarse caminando. Pero el tiempo no alcanza ya. Luchamos contra él para sobrevivir sin darnos cuenta que al sacrificarlo estamos sacrificando la misma vida que pretendemos salvar.
Quisiera vivir para fotografía cada momento en mi mente, para llevar la insignificancia y sus nimiedades a la trascendencia que se han ganado con su solo existir. Quisiera vivir para sublimar el todo, para intentar comprenderlo, capturarlo, expresarlo y descansar en él y en la infinidad del lenguaje que lo representa. Sin embargo estamos condenados a ver y oír todo esto sin observarlo ni escucharlo.
Esta esclavitud relativa que vivimos ahonda el vacío natural de nuestro ser, trastornando la delicada y sensible angustia del existir en un miedo a la vida, a la libertad, al amor y a la muerte. Ese vacío, al ensancharse y profundizarse, nos demanda el ser llenado con sinsentidos que alivien ese irracional temor de desperdicio y soledad. Pero al intentarlo llenar solo alimentamos más su misma vacuidad; pues no solo nublamos nuestros sentidos al hacerlo; sino también nuestra mente y nuestra alma.
Hemos intentado llenarlo con alcohol, con comida, con falsas pretensiones, con fanatismos, con esperanzas vacías, con luces, con humo, con danza, con auto-destrucción, con maquillaje, con superficialidad, con religión, con compañía, con ilusiones, con trabajo, con lucha, con clasificaciones, con caricias, con ruido, con sexo, con imágenes, con droga, con “arte”, con metas inalcanzables, con discursos, con silencio, con anestesia.
Esa absurda reducción del ser es la que termina por fulminar no solo nuestra existencia; sino la colectividad de nuestras sociedades. Esa es la verdadera ignorancia, la que nos ha destruido y nos ha hecho fracasar. La ignorancia voluntaria ante la existencia.
¿Qué hay de malo entonces en morir? ¿No es entonces evidente que nacer es una mayor desgracia?
Que fácil es darse cuenta de todo lo que está mal en este mundo. Es tan sencillo que muchos se han dado cuenta ya de todo esto. Otros incluso lo habían visto venir desde hace décadas, desde la perspectiva de otros siglos. Y aun así, vale la pena repetirlo una y otra vez hasta que todos y cada uno de los fragmentos de este mundo den cuenta de estas evidentes revelaciones.
El tratar de salvar al mundo conlleva en sí un dejo inherente de arrogancia, egoísmo y soberbia. Por otro lado, la humildad del alma recae en la fe de que el mundo debe y puede salvarse así mismo.
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