Monday, September 24, 2012

"Nada Sucede"


Voy caminando en las amplias y antiguas calles de Morelia. Hay mucha gente. En sábado siempre hay mucha gente en todos lados. Paso por puestos de tortas, de ropa, de electrodomésticos. En la acera de enfrente bancos y más bancos. Todos con letras doradas, porque ese es el estándar en el centro histórico de esta ciudad. 

Camino sin fijarme mucho en los que me rodean. Escucho, pero por instinto. Oigo más bien. Entonces oigo voces alegres que gritan a lo lejos. Volteo a mi derecha y por una angosta calle perpendicular a Madero veo tres jóvenes en bicicleta. Dos hombres, una mujer. Traen pocas prendas. No puedo evitar notar el bromoso pecho de esa muchacha. Cruzo la calle y espero a verlos pasar. “¡Más bicis, menos ropa!” gritan mientras toman la vía hacia el oriente. Sonrío. Me recuerdan a una joven que apenas hace unas semanas conocí. No por la poca ropa o por sus pechos; sino por las bicis.

Sigo caminando, como distraído, como en una misión. Quiero llegar al acueducto y nada más; llegando ya me preocupare de que ver o que sentir. Entonces llego a “Las Tarascas”, símbolo de Morelia y la cultura purépecha. Recuerdo a mi madre. Tomo fotos para recordar, para tratar de no olvidar estos insignificantes momentos. Me siento tonto cuando lo hago. Me siento común.

Es un poco frustrante esto de las fotos. Por un lado, son solo retratos vacíos. No indican nada. Ayudan a recordar el cuadro, pero no el momento. Si el instante es realmente significativo, la foto lo desvirtuara pues todo lo que ese momento provoque desbordará de la foto y será difícil de emular incluso en los rincones de la memoria y la imaginación. Por otro lado, si el momento es soso, común e insignificante -como es este caso en particular- la foto engañará a nuestra memoria en algunos años cuando tratemos de recordar por qué decidimos capturar ese fugaz evento. Si algo aprendería es que son aquellos instantes que no puedes fotografiar los que realmente valen la pena.

Ya estaba ahí; y observando la antigua construcción del ese símbolo local sabía que hoy, a esta hora, esto era justo lo que tenía que estar haciendo. Proseguí unas cuantas cuadras más para llegar a la esquina de ese parque trapezoidal que llaman “Bosque Cuauhtémoc”. Antes se llamaba algo de “San Pedro” o no sé qué. Imagino quisieron darle un toque más mexicano y menos español en algún brote leve de orgullo nacional.

El clima era maravilloso, y más cuando se está rodeado de árboles. En mí Monterrey no queda más que derretirse en estas fechas; pero aquí, tras la amigable lluvia del día anterior, el viento corría libre y fresco. No sabía que horas eran ya y no me interesaba saber. Así, con el sonido de las hojas jugueteando con las ráfagas de aire, a mi izquierda escuchaba gritos muy parecidos al de aquel trío de ciclistas de hace unos momentos. De inmediato me asomé hacia la vía que corría norte al acueducto para ver a unas decenas de metros un colectivo enorme de ciclistas en paños menores. 

No podía saber mucho de su causa, menos cuando jamás había aprendido a andar en bicicleta. Pero eso de la abstracción es particularmente útil en momentos como este. Mientras pensaba esto, observé a ambos lados de la calle para cruzar rápidamente y colocarme bajo uno de los arcos de cantera. Ahí, con cámara en mano, comencé a observarlos. Gritaban consignas concretas y mayormente inofensivas. Pedían ciclo vías y con razón. Era normal para mi escuchar ese reclamo en mi ciudad, pues Monterrey es un lugar hostil al peatón y al ciclista –cómo no serlo si es incluso hostil al conductor-. Aun así no imaginaba que lo mismo sucedía en la Morelia de mi madre.

Eran cientos de jóvenes y no tan jóvenes. Gritando, divirtiéndose, haciendo algo de su sábado. Me emocionaba verlos así, aunque no tanto como me ha emocionado el clamor de otras “marchas”. Quería tomar una fotografía, pero me daba pena. Me daba pena no conocerlos, me daba pena no conocer su movimiento. Me daba pena objetivizar su reclamo, me daba pena hacerlo irrelevante. Más de lo que ya era.

Es un poco extraño el contenerse de maneras tan arbitrarias. Dentro de mí, por cuestiones tal vez estúpidas e inexplicables, sabía que quería tomar una fotografía. Una foto que probablemente solo vería un par de veces antes de olvidarla por completo en algún rincón de mi computadora. Sin embargo, el no haberla tomado me producía un vacío molesto y difícil de ignorar. Un vacío que duraría solo algunos minutos; pero que en su pequeñez alimentaría mi cerebro de cuestionamientos aderezados de arrepentimientos leves sin ninguna explicación o sentido.

Pensaba todo esto mientras comenzaba a caminar por los caminos del bosque, escuchando la tierra crujir ante mi paso. El sonido de una sierra interrumpió entonces mi intrascendente reflexión. Cortaban algunos árboles. Árboles muy grandes. No me interesa.

Continúo caminando y a lo lejos veo un delgado pilar. Sobre él, una estatua del emperador Cuauhtémoc con un brazo en el aire. La figura es color negro por si se preguntaban. Sé que le tomaré una foto; pero realmente no quiero hacerlo. Si lo hago, lo hago y ya. Una foto más. Pero si no, me quedaré con ese pequeñísimo pero real vacío existencial de aquel que no tomo una foto sin significado. La de los ciclistas creo que sí tenía algo más de significado.

Sigo mi leve paso y me encuentro con algunos juegos mecánicos, puestos de globos, botana, algunos globos y un patinadero. No hay mucha gente; pero lo hay. Tengo ganas de ir al baño. Quiero hacerlo antes de dar la vuelta al muse Alfredo Zalce. Sé que por aquí encontraré sanitarios. Mientras los busco recuerdo. Recuerdo que hace añales yo venía aquí a patinar, con mi tía, con mi abuelo, con mi madre, con mis primos. Me encantaba patinar. Me encanta ir rápido. El dinamismo, el viento. Amo el viento en mi rostro. Encuentro el baño. Todo listo ahora para ir al museo. Retorno por un camino diferente. Veo un par de ciclistas por aquí por allá. No tomé la foto. En fin. Al menos lo recuerdo.

Me gustan los museos de arte moderno. Los de historia natural o historia del arte son respiros de humanidad muy lejana. Son explicaciones, descripciones y no sentimientos. Estas obras están aquí no porque haya hecho historia, sino porque tienen deseo de hacerlo. 

Entro. Dejo mis cosas y firmo el registro. El primer piso no tiene nada para mí. Subo las escaleras que crujen. Arriba dos hombres platican al pie de una ventana abierta. No poco mucha atención pero por la fluidez y ánimo imagino como si fueran grandes artistas discutiendo su gran talento plástico y sensibilidad. Imagino que hablan de cosas así, aunque ese no es el caso. Pero igual no entiendo bien de lo que hablan, así como no entiendo bien sobre el arte. Sobre este arte. 

Envidio la sensibilidad del artista, del pintor y del fotógrafo. Pero detesto la superficialidad de aquel que dice “entender” el arte. El arte se siente y se expresa. No se entiende más que como tu entiendes estas palabras. Las entiendes porque te son familiares, te muestran un lenguaje de símbolos que no te son del todo extraños. Pero no lo entiendes. No puedes entenderlo –y hay veces que yo tampoco-. 

Me parece estúpido el tratar de “entender” a los artistas por sus obras. A los artistas, si se les quisiera entender, se les trata, se les habla, se les saluda, se les pregunta, se les quiere y se les ama. Lástima que ya casi todos están muertos. Me parece también un poco tonto el tratar de entender la obra misma. ¿Por qué mejor no sentir la obra? Lo sensato es entendernos a través de ella. La verdadera estética.

Cristóbal Tavera es su nombre. Interesante trabajo. “Sueños”, “Fortuna”, “Fui tuya, ya no”. Que brillante esa última. Será por su simpleza. Pero hubo una que me dejó perplejo. La vi, la vi y no me cansé de verla. ¡Una foto! Claro que sí. Me da pena igual… no sé por qué. Pero no importante porque esa obra vale la pena. Quito el flash y tomo, no una, pero varias fotos. No hay nadie que me vea. Escucho a los dos hombres platicar, escucho el crujir de las escaleras. “Nada sucede”.

Guardo la cámara y entonces veo a dos señoras con dos niñas recorrer el piso sin mucha prisa pero sin ponerle mucha atención tampoco. Me voltean a ver con una extrañeza leve. Ven las obras. ¿Qué verán en ellas? Los cuadros son los mismos que yo veo, pero esos ocho ojos de seguro ven cosas que yo jamás veré, cosas que jamás he visto.

Me siento cómodo. Volveré. Bajo por la escalera que cruje, me acerco al libro de visitas y solo puedo pensar en ese bonito cuadro:

16/06/2012
"Nada sucede" y así es. Dentro de la tranquilidad de las paredes de esta casa son las obras las que observan dentro de nosotros y de nuestras almas. El tiempo aquí no existe y pareciera que afuera tampoco. El instante es tan relativo y; sin embargo lo único verdaderamente absoluto. Un momento dentro de todos los momentos.

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