Friday, April 25, 2014

El tiempo también descansa los jueves por la noche

Releer escritos antiguos es un ejercicio de perspectiva y atemporalidad. Cuando las letras se pierden en los años y los sentimientos en su mismo contexto etéreo es cuando da uno cuenta del poder emotivo de un texto. Una emotividad que no debe ser confundida con una idea simple de confort sentimental, sino más bien como la inevitabilidad de sentir emociones arrancadas de nuestro ser y nuestro estar. Esos sentimientos; volátiles, impredecibles y violentos; son los preciados momentos en los que hacemos justicia a nuestra sombra de eternidad.

Así mismo, cuando esa misma sensibilidad es re-encontrada, es fácil ignorar reglas y tradiciones de lógica y continuidad existencial. ¿Cómo explicar la precisión de una oda al terror escrita dos años atrás cuando ese sentimiento nunca lo había experimentado sino hasta hace algunos meses? Y sin embargo, al leer cada uno de los enunciados y sus adjetivos; pareciera que el texto fue dibujado tras observar la abstracción de mis estados mentales algunas noches atrás.

Cuando se adivina la denominación de una carta oculta o el resultado de tirar un dado hay algo más que simple probabilidad en juego. No pretendo aquí hacer alguna apelación a lo sobrenatural o cualquier excusa de poderes invisibles; pues incluso en mi condición espiritual alternativa esas cosas me parecen ridículas e infantiles. Sin embargo, si es preciso esbozar las posibilidades de una naturaleza diferente del tiempo.

Mi relación con el dominio (o demonio) de Cronos es problemática. En mi juventud el reclamar la temporalidad como ilusión me resultaba atractivo por el sonido dulce y armonioso de dicha afirmación. Una pretensión poética infantil podría decirse. Después, en visiones acomodadas por sentimientos y sensibilidades circunstanciales, atribuía una lista no muy corta de adjetivos despreciables a aquella ilusión del tiempo. Hoy en día, no solo acepto su condición de árbitro y referencia; sino que incuso me resguardo en el poder de su verdad; por más que esta sea simulada o subsidiada por nuestra limitada percepción.

Somos hijos del tiempo en el mismo sentido que el tiempo es nuestra propia construcción. Pero si exploramos una naturaleza que ignore la supuesta linealidad de la existencia entonces esa primera oración es simplemente redundante. Podemos pensar entonces en modelos y geometrías; en parámetros y condiciones matemáticas; en ideales y nociones de inamovilidad científica.  Sin embargo cuando se escribe de madrugada prefiero dejarme  llevar por la emotividad que despiertan los fantasmas de las lunas invisibles y las bebidas oscuras.

¿Qué tan descabellado es pensar la eternidad en un solo instante? La experiencia estética proviene de la lucidez de un momento. Su sentir es tan efímero como despiadado, arrancando risa, dolor y llanto en segundos que parecen no existir. Esa inconsistencia cronológica se pone en evidencia cuando se sueña y cuando se duerme. Bastan algunos minutos para vivir días enteros de onírico suplicio. La angustia del terror, ese que despierta las carencias del alma, también es experta en extender segundos durante noches enteras. ¿Están acaso nuestros sentidos tan mal ajustados? ¿O será que en realidad el tiempo es caprichoso y traicionero?

Los textos escritos en otras noches, en otros ayeres, reviven amores, temores y angustias que; al observarlas con cuidado, das cuenta que nunca dejaron su lugar. Presenciar un devenir nocturno como espectador y no como creador es parte de una emancipación personal que se hace válida a través de la idea de un devenir temporal inexistente. Lo verdaderamente emocionante es que ese fenómeno de circularidad existencial proviene de tantas fuentes como sea posible asimilar sentimientos.

Lo mismo que describo aquí ocurre con aquel aroma que remonta a un melancólico momento en la infancia; o aquella melodía que emociona por los recuerdos que produce y no por las acordes que hace reverberar. Pero si hacemos alegorías musicales, la disonancia de sus sentires no proviene de un mero mecanismo de memoria; sino de una fusión entre recuerdos, sueños y futuros experimentados a lo largo del instante efímero que llamamos eternidad.

Las galaxias experimentan algo similar cuando su único reclamo es la luz de su existencia. Elevar la mirada al cielo es realizar un esfuerzo humano para observar fantasmas. Espectros de luz, de color y de voluntades tan mal entendidas como perpetuas. Su esencia se agota de la misma manera que nuestras ganas de vivir.

La luz es el parámetro, literalmente, universal. Su velocidad es la referencia del tiempo y la distancia. La luz es ser y estar. Es futuro e instante. Y aun así, en su dualidad contradictoria; hay instancias en las que tampoco puede moverse o escapar. ¿Qué nos queda entonces a nosotros? ¿Qué se esconde tras un agujero negro? ¿Es acaso la distorsión de nuestro tiempo y espacio el tema de un texto de viernes en la madrugada?

Es común de la prepotencia del hombre el cernirse como centro y referencia de todo el existir. Imagino entonces es permitido el atribuirse la centralidad de un pensamiento dictaminado por el mismo impulso de voluntad dinámica de un cosmos entrópico y neutral. Se antoja entonces el lenguaje bastante inadecuado para sostener la expresión de millones de años de devenir estelar. Más, si retomamos la tesis de que la atemporalidad proveniente de la ilusión de la memoria podríamos argumentar entonces que esta prosa encuentra su pretensión en un mecanismo de existencialismo universal o ¿hay acaso algo más reconfortante que el pensar que las estrellas también sienten tristeza?

Aun así, leyendo descripciones anteriores del amor, aún no puedo encontrar su referencia contextual en las atribuciones de voluntad y conciencia de un Universo vital. La idea de completar huecos y vacíos me parece ahora mayormente inadecuada y; sin embargo, la recurrencia y efectividad del concepto me producen una afinidad poética similar a la infantil declaración de que el tiempo es, en efecto, una ilusión.

Friday, April 4, 2014

Ciencia, religión y otros títulos provocativos

En muchas ocasiones he querido tocar el tema de la relación, generalmente conflictiva, que tiene la ciencia y las cuestiones religiosas en la interpretación cotidiana de las cosas. Ese conflicto siempre me ha parecido problemático y un tanto absurdo. Me gustaría pensar que la gente entra en debates de este estilo por una mera necedad humana de generar discordias inútiles; sin embargo sé que no es así.  

El fanatismo y dogmatismo religioso es sin duda detestable. Incluso si dejamos cuestiones morales de lado, me parece de mala educación y un atentado general del comportamiento el profesar una adhesión absoluta y sin lugar a cuestionamientos de cualquier sistema de creencias. Y aunque no justifico este nivel de deshonestidad intelectual, si puedo llegar a comprenderlo, especialmente en el ámbito espiritual.  

Dicho sea esto, el ateísmo militante me parece igual de estúpido y molesto que cualquier idea misionera de transformación y conversión religiosa presente normalmente en las concepciones teístas del mundo. Lo que me parece aún más irritante de esa epidemia de ateos misioneros es ese disfraz que visten de “escépticos científicos” como justificación de sus dogmas y su actitud de inadmisibilidad a cualquier argumento que pudiera poner en duda su conjunto de “no-creencias”.  

La ironía se dibuja sola; sin embargo no quería dejar pasar otra oportunidad para desarrollar aquí las contradicciones que esta actitud llanamente arrogante implica.  

Primeramente, y aunque todo este párrafo debería obviarse por inconsecuente, debo aclarar que desde hace tiempo no profeso ninguna creencia teísta en el estricto sentido de la palabra. Mi concepción filosófica del mundo podría en mucha mayor medida identificarse con ramas del ateísmo o el agnosticismo; sin embargo, por estas mismas desavenencias prefiero desvincularme de cualquier denominación específica de mi visión panteísta del Universo. En pocas y resumidas cuentas, mi ataque a la prepotencia del ateo renegoso es una cuestión de molestia intelectual más que algún tipo de enfrentamiento religioso. Con eso de lado, entremos en material.  

La primera gran falacia es la necesidad absurda de enfrentar visiones científicas con visiones religiosas (y esto va en ambas direcciones). Al parecer debe existir una completa incompatibilidad de espacios argumentativos entre los dos espectros del actuar humano. Esta fuera de moda el concebir que ambas visiones pretendan elucidar problemáticas diferentes. Tanto ateos como teístas argumentan en muchas ocasiones que el conocimiento de la verdad del mundo puede y tiene que ser obtenido en su totalidad por alguno de los dos enfoques. Jamás en complemento.  

Esta cuestión me gustaría asociarla nuevamente con una mera actitud necia y arrogante de ambos grupos. Es, a mi parecer, simple fruto de la pereza intelectual de reflexionar qué implican, en su fondo, ambas labores; y, por supuesto, una confusión tremenda de conceptos en relación a qué problemáticas, como humanidad, nos orillan a ambas actividades.  

Esta falacia puede también ser asociada con una cuestión histórica. Es verdad que en el inicio de las principales escuelas filosóficas del periodo helenístico parecía haber cierta mezcla entre los alcances de la labor filosófica, científica y religiosa; sin embargo incluso entonces no se pretendía englobar de forma sistémica una visión rígida del cosmos; sino que dichas labores intelectuales pretendían simplemente dibujar de manera más clara la relación del yo con el mundo y el ejercicio de vida acorde a esa visión.  

Fue hasta que el advenimiento de la escolástica en la edad media que la fusión de hizo más evidente, subordinando la razón a las cuestiones teológicas de la época. Irónicamente esta mezcla causó también un fenómeno de separación entre la filosofía, como vida; y el discurso filosófico. Este cuestión dibuja muchos paralelismos entre esa misma brecha que apuntaban los fenomenólogos Husserl y Merleau-Ponty a la visión científica del mundo en relación la percepción sensible que tenemos de este.  

Finalmente hubo un quiebre entre la cuestión de fe y la cuestión científica; al menos en cuanto enfoque. Este antecedente de rechazo a las visiones religiosas en pos de una interpretación más metódica de la realidad puede, sin duda, explicar porque muchos aún se ven atosigados por un ambiguo rencor confrontante entre estos aspectos del reflexionar humano. Esto ya produce cierto nivel de comicidad; pues generalmente el ateo científico se jacta de la rectitud todopoderosa de la objetividad; de forma que albergar rencores históricos es ciertamente infantil y ridículo por su propia incongruencia.

A pesar de lo gracioso de la cuestión anterior, me gustaría pasar a un punto un tanto más complicado. Al parecer hay una confusión brutal sobre que implican las ciencias naturales en la interpretación del mundo; una confusión que como ingeniero y científico en su momento, me parece vergonzosa. La ciencia, a diferencia de la religión, no es un “conjunto de creencias”; es, ante todo, un método de interpretación de la realidad. Es una metodología para derivar modelos, patrones y comportamientos de la realidad sensible. ¿Qué quiere decir esto? La ciencia no tiene un canon sagrado e inmanente de verdades asumidas como inviolables. Por más que la academia pretende jactarse de un manto divino, no hay una convicción general de tal o cual verdad científica. Hay leyes, por supuesto, que nos indican pilares confiables de construcción de conocimiento. La observación de estos postulados ha permitido considerarlas virtualmente como permanentes. Sin embargo, el que cada acción conlleve una reacción no es un acto de fe, sino meramente de congruencia natural.

¿Qué implica lo anterior? Que la ciencia, al ser un método de observación, no deriva concusiones generales de la existencia; sino que describe la realidad. La explica, sí; pero en términos de su comportamiento únicamente. Implica también que es falible, que se construye a sí misma y que se desenvuelve en su mismo cuestionar. Cosas consideradas como magia, misticismo y brujería eran inexplicables hace siglos y ahora son replicables por medio de una congruencia científica y experimental. La ciencia se alimenta de su misma flexibilidad crítica. La palabra escepticismo atiende a esa misma crítica constante de sus métodos, no a una cerrazón necia ante cualquier cuestión que no pertenezca aún al espectro de la ciencia.

Es sano entonces, considerar las limitantes de la ciencia en determinadas problemáticas humanas. La ciencias sociales, por ejemplo, son una muestra de cómo el modelo en sí no es del todo efectivo cuando se persiguen cuestiones de comportamiento humano. A pesar de su construcción aparentemente científica, su cualidad como debeladora de patrones sociales, culturales y políticos es debatible; siendo labor de las artes liberales cubrir algunas de sus limitantes.

Es evidente entonces que la negación de posturas religiosas (e incluso filosóficas) como posible complemento de una visión escéptica del mundo es más un acto de arrogancia que de verdadero compromiso intelectual. Entenderemos pues que al menos en este momento la ciencia no puede responder preguntas tan fundamentales como el planteamiento de Schelling de porqué hay algo en lugar de nada. Eso, por supuesto, no implica en ningún momento que tengamos que subsidiar dudas existenciales con dogmas religiosos. Es perfectamente honesto y comprensible suspender juicio de nociones que nos encontramos imposibilitados a interpretar; sin embargo me parece muy evidente que el divorcio entre este tipo de visiones del mundo es un mero capricho histórico.

Consideremos, por ejemplo, las tesis materialista y naturalista del mundo; las cuales son nociones de predilección científica a pesar de que se ignoren los desarrollos estoicos o epicúreos de ejercicio de vida y ética del que surgieron ¿Qué contradicción hay entre la noción naturalista de la evolución que advocan los ateos con la reconciliación de algunos católicos que simplemente asumen que ese mecanismo de mejoramiento natural es parte del plan de un Dios inmanente? Si nos vemos inmersos en la rigidez de la lógica argumentativa es incluso posible encontrar desarrollos muy contundentes de la irracionalidad que implicaría una evolución naturalista sin guía divina. Aunque esto me presenta muchas objeciones, la argumentación la pueden encontrar en el trabajo de Alvin Plantinga.

O retornando a las nociones del Jardín de Epicuro que Lucrecio describe tan vivamente en De rerurm natura; ¿no cabe también concebir a los dioses como criaturas indiferentes e inconsecuentes al devenir humano? Esa es la primera máxima del tetrafarmakon, el no asumir a los dioses como temibles.

La experiencia estética, también ignorada rotundamente por esos ateos de visión dogmática, puede también representar una interpretación del mundo en complemento con los alcances científicos. Aquí volvemos entonces a la cuestión estética como intuición y experiencia de verdad. Bien apuntaban los fenomenólogos que el discurso científico en toda su expresión no altera la percepción sensible del mundo. A pesar de la realidad de una tierra redonda, nuestro limite perceptivo aun la siente como plana e inmóvil. Entonces viene la interpretación estética de la naturaleza, la cual produce un en ciertos momentos un sentimiento de emancipación existencial del cual es posible desarrollar nociones filosóficas y existenciales en congruencia con un método científico que tiene por inalcanzables este tipo de experiencias.


Podría continuar aquí precisando por qué esta separación forzada, esta enemistad enraizada en debates triviales e inconsecuentes, es absurda e incluso ofensiva. Pero así como esos ateos de agresividad militante pretenden hacer reflexionar con su arrogante indulgencia a los teístas; así me gustaría invitarlos también a que trataran de describir que concepción tienen del mundo más allá de la ciencia; pues para su desgracia, el reflexionar toda la existencia con una actitud puramente científica del mundo es un enfoque muy limitado. ¿O no han pensado acaso que la perfección del lenguaje matemático y la necesidad de este para explicar el mundo natural no son, si acaso, una muestra de entes ideales? En ese entendido ideal y casi divino del mismo platonismo del cual deriva buena parte de la convergencia religiosa de nuestros tiempos.