En muchas ocasiones he querido tocar el tema de
la relación, generalmente conflictiva, que tiene la ciencia y las cuestiones
religiosas en la interpretación cotidiana de las cosas. Ese conflicto siempre
me ha parecido problemático y un tanto absurdo. Me gustaría pensar que la gente
entra en debates de este estilo por una mera necedad humana de generar
discordias inútiles; sin embargo sé que no es así.
El fanatismo y dogmatismo religioso es sin duda
detestable. Incluso si dejamos cuestiones morales de lado, me parece de mala
educación y un atentado general del comportamiento el profesar una adhesión
absoluta y sin lugar a cuestionamientos de cualquier sistema de creencias. Y
aunque no justifico este nivel de deshonestidad intelectual, si puedo llegar a
comprenderlo, especialmente en el ámbito espiritual.
Dicho sea esto, el ateísmo militante me parece
igual de estúpido y molesto que cualquier idea misionera de transformación y
conversión religiosa presente normalmente en las concepciones teístas del
mundo. Lo que me parece aún más irritante de esa epidemia de ateos misioneros
es ese disfraz que visten de “escépticos científicos” como justificación de sus
dogmas y su actitud de inadmisibilidad a cualquier argumento que pudiera poner
en duda su conjunto de “no-creencias”.
La ironía se dibuja sola; sin embargo no quería
dejar pasar otra oportunidad para desarrollar aquí las contradicciones que esta
actitud llanamente arrogante implica.
Primeramente, y aunque todo este párrafo
debería obviarse por inconsecuente, debo aclarar que desde hace tiempo no
profeso ninguna creencia teísta en el estricto sentido de la palabra. Mi
concepción filosófica del mundo podría en mucha mayor medida identificarse con
ramas del ateísmo o el agnosticismo; sin embargo, por estas mismas
desavenencias prefiero desvincularme de cualquier denominación específica de mi
visión panteísta del Universo. En pocas y resumidas cuentas, mi ataque a la
prepotencia del ateo renegoso es una cuestión de molestia intelectual más que
algún tipo de enfrentamiento religioso. Con eso de lado, entremos en material.
La primera gran falacia es la necesidad absurda
de enfrentar visiones científicas con visiones religiosas (y esto va en ambas
direcciones). Al parecer debe existir una completa incompatibilidad de espacios
argumentativos entre los dos espectros del actuar humano. Esta fuera de moda el
concebir que ambas visiones pretendan elucidar problemáticas diferentes. Tanto
ateos como teístas argumentan en muchas ocasiones que el conocimiento de la
verdad del mundo puede y tiene que ser obtenido en su totalidad por alguno de
los dos enfoques. Jamás en complemento.
Esta cuestión me gustaría asociarla nuevamente
con una mera actitud necia y arrogante de ambos grupos. Es, a mi parecer,
simple fruto de la pereza intelectual de reflexionar qué implican, en su fondo,
ambas labores; y, por supuesto, una confusión tremenda de conceptos en relación
a qué problemáticas, como humanidad, nos orillan a ambas actividades.
Esta falacia puede también ser asociada con una
cuestión histórica. Es verdad que en el inicio de las principales escuelas
filosóficas del periodo helenístico parecía haber cierta mezcla entre los
alcances de la labor filosófica, científica y religiosa; sin embargo incluso
entonces no se pretendía englobar de forma sistémica una visión rígida del
cosmos; sino que dichas labores intelectuales pretendían simplemente dibujar de
manera más clara la relación del yo con el mundo y el ejercicio de
vida acorde a esa visión.
Fue hasta que el advenimiento de la escolástica
en la edad media que la fusión de hizo más evidente, subordinando la razón a
las cuestiones teológicas de la época. Irónicamente esta mezcla causó también
un fenómeno de separación entre la filosofía, como vida; y el discurso
filosófico. Este cuestión dibuja muchos paralelismos entre esa misma brecha que
apuntaban los fenomenólogos Husserl y Merleau-Ponty a la visión científica del
mundo en relación la percepción sensible que tenemos de este.
Finalmente hubo un quiebre entre la cuestión de
fe y la cuestión científica; al menos en cuanto enfoque. Este antecedente de
rechazo a las visiones religiosas en pos de una interpretación más metódica de
la realidad puede, sin duda, explicar porque muchos aún se ven atosigados por
un ambiguo rencor confrontante entre estos aspectos del reflexionar humano.
Esto ya produce cierto nivel de comicidad; pues generalmente el ateo científico
se jacta de la rectitud todopoderosa de la objetividad; de forma que albergar
rencores históricos es ciertamente infantil y ridículo por su propia
incongruencia.
A pesar de lo gracioso de la cuestión anterior,
me gustaría pasar a un punto un tanto más complicado. Al parecer hay una
confusión brutal sobre que implican las ciencias naturales en la interpretación
del mundo; una confusión que como ingeniero y científico en su momento, me
parece vergonzosa. La ciencia, a diferencia de la religión, no es un “conjunto
de creencias”; es, ante todo, un método de interpretación de la realidad. Es
una metodología para derivar modelos, patrones y comportamientos de la realidad
sensible. ¿Qué quiere decir esto? La ciencia no tiene un canon sagrado e
inmanente de verdades asumidas como inviolables. Por más que la academia
pretende jactarse de un manto divino, no hay una convicción general de tal o
cual verdad científica. Hay leyes, por supuesto, que nos indican pilares
confiables de construcción de conocimiento. La observación de estos postulados
ha permitido considerarlas virtualmente como permanentes. Sin embargo, el que
cada acción conlleve una reacción no es un acto de fe, sino meramente de
congruencia natural.
¿Qué implica lo anterior? Que la ciencia, al
ser un método de observación, no deriva concusiones generales de la existencia;
sino que describe la realidad. La explica, sí; pero en términos de su
comportamiento únicamente. Implica también que es falible, que se construye a sí
misma y que se desenvuelve en su mismo cuestionar. Cosas consideradas como
magia, misticismo y brujería eran inexplicables hace siglos y ahora son
replicables por medio de una congruencia científica y experimental. La ciencia
se alimenta de su misma flexibilidad crítica. La palabra escepticismo atiende a
esa misma crítica constante de sus métodos, no a una cerrazón necia ante
cualquier cuestión que no pertenezca aún al espectro de la ciencia.
Es sano entonces, considerar las limitantes de
la ciencia en determinadas problemáticas humanas. La ciencias sociales, por
ejemplo, son una muestra de cómo el modelo en sí no es del todo efectivo cuando
se persiguen cuestiones de comportamiento humano. A pesar de su construcción
aparentemente científica, su cualidad como debeladora de patrones sociales,
culturales y políticos es debatible; siendo labor de las artes liberales cubrir
algunas de sus limitantes.
Es evidente entonces que la negación de
posturas religiosas (e incluso filosóficas) como posible complemento de una
visión escéptica del mundo es más un acto de arrogancia que de verdadero
compromiso intelectual. Entenderemos pues que al menos en este momento la
ciencia no puede responder preguntas tan fundamentales como el planteamiento de
Schelling de porqué hay algo en lugar de nada. Eso, por supuesto, no implica en
ningún momento que tengamos que subsidiar dudas existenciales con dogmas
religiosos. Es perfectamente honesto y comprensible suspender juicio de
nociones que nos encontramos imposibilitados a interpretar; sin embargo me
parece muy evidente que el divorcio entre este tipo de visiones del mundo es un
mero capricho histórico.
Consideremos, por ejemplo, las tesis
materialista y naturalista del mundo; las cuales son nociones de predilección
científica a pesar de que se ignoren los desarrollos estoicos o epicúreos de
ejercicio de vida y ética del que surgieron ¿Qué contradicción hay entre la
noción naturalista de la evolución que advocan los ateos con la reconciliación
de algunos católicos que simplemente asumen que ese mecanismo de mejoramiento
natural es parte del plan de un Dios inmanente? Si nos vemos inmersos en la
rigidez de la lógica argumentativa es incluso posible encontrar desarrollos muy
contundentes de la irracionalidad que implicaría una evolución naturalista sin
guía divina. Aunque esto me presenta muchas objeciones, la argumentación la
pueden encontrar en el trabajo de Alvin Plantinga.
O retornando a las nociones del Jardín de
Epicuro que Lucrecio describe tan vivamente en De rerurm natura; ¿no cabe
también concebir a los dioses como criaturas indiferentes e inconsecuentes al
devenir humano? Esa es la primera máxima del tetrafarmakon, el no asumir a los
dioses como temibles.
La experiencia estética, también ignorada
rotundamente por esos ateos de visión dogmática, puede también representar una
interpretación del mundo en complemento con los alcances científicos. Aquí
volvemos entonces a la cuestión estética como intuición y experiencia de
verdad. Bien apuntaban los fenomenólogos que el discurso científico en toda su
expresión no altera la percepción sensible del mundo. A pesar de la realidad de
una tierra redonda, nuestro limite perceptivo aun la siente como plana e
inmóvil. Entonces viene la interpretación estética de la naturaleza, la cual
produce un en ciertos momentos un sentimiento de emancipación existencial del
cual es posible desarrollar nociones filosóficas y existenciales en congruencia
con un método científico que tiene por inalcanzables este tipo de experiencias.
Podría continuar aquí precisando por qué esta
separación forzada, esta enemistad enraizada en debates triviales e inconsecuentes,
es absurda e incluso ofensiva. Pero así como esos ateos de agresividad
militante pretenden hacer reflexionar con su arrogante indulgencia a los
teístas; así me gustaría invitarlos también a que trataran de describir que
concepción tienen del mundo más allá de la ciencia; pues para su desgracia, el
reflexionar toda la existencia con una actitud puramente científica del mundo
es un enfoque muy limitado. ¿O no han pensado acaso que la perfección del
lenguaje matemático y la necesidad de este para explicar el mundo natural no son,
si acaso, una muestra de entes ideales? En ese entendido ideal y casi divino
del mismo platonismo del cual deriva buena parte de la convergencia religiosa
de nuestros tiempos.
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