Monday, November 26, 2012

Hipsteria


Es importante el delimitar los bordes de la angustia. No se puede disfrutar de un sentimiento tan abstracto y tan profundo sin darle el cuidado y atención que requiere. Al final, como el resto del sentir humano, la angustia se confunde y se mezcla con otras ilusiones de la mente, haciendo complicada su vivencia.

Extraño es, por ejemplo, cuando la euforia de un momento mancha la transparente tela de la desesperación. Esa angustia pasiva permanece durmiente mientras se nos olvida que estamos en esta vida para existir; entonces se confunde la mente y el corazón; se produce un momento de estética inigualable pero difícil de contemplar. Fugaz como cualquier instante, saca de posición nuestra alma y la realización que produce se esfuma como una chispa sin combustible para estallar.

Esos momentos valen la pena por si solos; pero lo que se les gana en sentimiento sublime es poco comparado con lo mucho que vacían el ser. Es por eso que es peligroso no conocer los límites de nuestra propia angustia; pues entonces vamos por ahí descuidados goteando desesperanza e ilusiones de amor.

Estar vacío es la burla ideal del Universo ante nuestra pretensión de relevancia. Esa ironía se presenta de forma natural en nuestra generación, dónde la estética se ha drenado de todo fondo y la negación del todo se ha convertido en el contenido más sustancial; partiendo y terminando en un profundo abismo. Ese hueco es estéticamente superfluo y en su superficialidad se pretende así mismo como arte. Son las imágenes la nueva droga. Imágenes que se perpetuán así mismas en movimiento y dinamismos cuasi-musicales. Se alimentan de restos de otras artes, de aforismos de individualidad masificada y de falsas promesas de particularidad.

Es doloroso que la música se le haya hecho cómplice de este juego, que el espíritu de nuestros tiempos la haya enfermado también. Es un pecado condenar a cualquier conjunto de notas musicales, pues hacerlo es maldecir al Universo en su infinito orden disfrazado de caos. Criticar la vacuidad de una pieza musical es como reclamar un cierto patrón en las llamas de una fogata. Sin embargo, a pesar de esa inocencia inherente, la música también se le puede vaciar de trascendencia al utilizarla para guiar ese mismo vórtice de la “nada” estética.

La música que identifica este abismo no se le escucha por lo que es, sino por lo que pretende representar. Se compone, sí, pero primeramente en imágenes, fotografía e ilusiones de relevancia. Se le reduce a ser aparador de pretensión de existencia. Ritmos, letras y colores cuyo orden es tal que permiten seguir perforando las mismas goteras existenciales que pretenden subsanar con sus momentos de joie de vivre trastornados.

Entonces, cuando este “arte” ligero e insustancial se vuelve vida y sus instantes se vuelven eternos; es imposible no transformarse en un ente hueco, perdido y profundamente angustiado. Lamentablemente esa angustia es superficial también, de manera que ya no hay forma de redimirse. No existe ya una salida para volver a recordarnos el fenómeno tan delicioso que es existir en un mundo de irrelevancias.

Los tratados sociológicos no hablaran de esto. No al menos como lo harían las artes y las “ciencias” del espíritu. Ellos hablaran de “cultura” y mediante “métodos científicos” dibujaran tenues correlaciones de comportamientos y un entorno atrapado en la burbuja de un “observador”. Sus conclusiones serán válidas e inciertas; tal y como el juego de las ciencias sociales dictamina que deben ser. Sin embargo, a pesar de la formalidad de sus enfoques, sus investigaciones no dirán nada. Nada humano al menos.

Para cuando la antropología entienda la crisis del existir, la crisis de una posmodernidad saturada; será ya demasiado tarde para las generaciones de una sociedad que se empeña en auto-destruirse de las maneras más aburridas de todos los tiempos. Aún hoy en día es difícil imaginar que no será el calentamiento global o alguna catástrofe hollywoodense la que nos orillará a la destrucción. Pocos son los que han observado (desde décadas atrás) que es nuestra misma racionalidad cruda es la que se esta encargando de contradecir todo lo que nos ha dicho el Universo. Es nuestra voluntad soberbia de conocimiento certero la que nos esta llevando por un proceso en el cual día con día negamos categóricamente nuestra conciencia. Nos rehúsanos a existir.

En otras circunstancias sería posible el comprender este escabroso devenir desde una perspectiva histórica; pero nuestra visión se encuentra tan distorsionada que no hemos podido ni siquiera comprender la inevitabilidad de un pasado que se siente casi inmediato. Un pasado que se veía como adviento evidente del estado actual de la humanidad. Se podrá decir que el caos de las guerras nubló nuestro juicio, que fue ahí dónde perdimos control de nuestra modernidad; sin embargo fue cuando retomamos la calma que comenzamos a socavar nuestra conciencia. Nos acostumbramos a la eficiencia que demandaba el conflicto, a la premura que reclama la inestabilidad, a las decisiones masificadas de un nuevo mundo que no podíamos ni sabíamos como delimitar.

Sometimos a la naturaleza sometiéndonos a nuestro mismo aparato tecnológico. Ese mismo que hoy modela nuestros mapas mentales acorde a discursos morales embebidos, involuntarios e invisibles. No nos queda más que la gestión del mismo monstruo que hemos creado. Una esclavitud aún más espantosa por abstracta y voluntaria. ¿Qué sería de los hombres si conocieran los límites de su angustia? ¿Sería esa leve reflexión suficiente para desquebrajar los espejos de este valle de ilusiones? Probablemente no.

Sigue habiendo un factor fruto de esa misma carencia de perspectiva. Hoy, más que en ningún otro momento, abunda un temor profundo a la libertad. La verdadera emancipación del hombre radica en el conocimiento; pero no en ese que intenta explicar y racionalizar el mundo en la visión de las ciencias naturales y el positivismo lógico; sino en el conocimiento interno de nuestros fantasmas, sombras y ángeles.

Ese temor latente, ese miedo paralizante a ser verdaderamente diferente; a romper con una vida genérica dictaminada por el inefable destino que escribe una sociedad enferma;  a emprender una búsqueda verdadera de la felicidad que no se auto-define en idealizaciones huecas; a ser verdaderamente humano y buscar la compañía de almas humanas; ese miedo esta permeado en lo más profundo de nuestro ser.

También soy culpable de permitir que ese temor frene la verdadera estética de la vida. El hedonismo manifiesto que no alimenta vacíos sino que reconstruye el alma. La sensibilidad al existir que crea y expresa el verdadero arte y no las cortinas de espejo y humo que en su soberbia se plantean como evolución de una mundana interpretación del mundo. Me excuso atendiendo a la misma complejidad que intento destruir. El mismo vacío que me ata me engaña y me hace pensar que confort y tranquilidad son sinónimos de repetición y monotonía.

¿Qué hay que hacer entonces para liberarnos de ese estupefaciente terror? Precisamente el reconocimiento de las fronteras de nuestra angustia es y deber ser el móvil para desmitificar ese miedo. La angustia y la desesperación razonada son el motor principal de las verdaderas manifestaciones de genio que  la humanidad puede ofrecer. El descifrar los motores de nuestra desesperación nos permite reconocer que el verdadero temor no es el dejar la inercia de una existencia sin sentido; sino por el contrario, el continuar alimentándonos de un recipiente vacío. Este es un procedimiento que puede tomar años o tan solo un instante de profunda auto-realización. Es también un sendero peligroso y arriesgado, especialmente para el débil de espíritu.

Acercarse al núcleo de la infelicidad es aceptar fracasos, limitantes, oportunidades perdidas y arrepentimientos profundos. Es también una oportunidad de entender nuestros vacíos y movilizar los acontecimientos que nos lleven a subsidiar su presencia. Cuando se le observa a la angustia desde adentro y se le comprende, entonces esta se vuelve como una bomba de inquietud. Un catalizador que servirá para hacer estallar una llamarada de cambio o un torbellino de destrucción. Es con ese mismo momentum que podemos arriesgarlo todo por una oportunidad perdida hacia la verdadera realización estética de la vida o precipitarnos como una roca en llamas al vacío de un nihilismo auto-destructivo.

Aun así, más le valdría al loco destruirse así mismo antes de que alguien más lo haga; pues la traición del tiempo es inevitable y la única certidumbre no deja de ser la muerte, en la naturaleza que sea que se presente.

Sunday, November 25, 2012

Las rocas no están del todo ocupadas


No es que los sueños estén en tu contra. Son advertencias, tal vez, de esas partes de nuestra mente que son más inteligentes que nosotros. Aquellas que en su distanciamiento de nuestra realidad permanecen dolorosamente racionales antes el caos emocional de la profunda insignificancia de la vida. Ahí dónde se encuentran la luz no alcanza a llegar, las señales que analizan son simplemente collages de imágenes despojadas de toda subjetividad. Conciencia fría y pesada como un bloque gigante color esmeralda. Espejo de la obra maestra de auto-engaño que llamamos memoria.

No debe entonces parecer sorpresivo cuando todo el reino onírico propio se vuelca a fomentar la más desesperante de las angustias: la de lo estático. ¡Ah la inercia! Hay pocas cosas más detestables. Es devastadora la destrucción que puede causar aquello que se queda quieto… o incluso peor, aquello que se mueve por causa de una fuerza que ignora o ha olvidado ya.

La pesadez es contradictoria desde el concepto. La pesadez existencial al menos. No puede existir peso en lo que no significa nada, en lo que no importa nada. ¿Por qué nos oprime entonces el yugo de lo invisible, de lo inexistente, de lo etéreo? ¿A caso la mente también puede crear sentido de la nada, del vacío? Más le valiera al viento guardarse sus juegos, esos juegos que hacen a las nubes llorar.

Sentir que un sueño te traiciona es doloroso. Es señal inequívoca de una traición propia, profunda y personal. Los sueños los creamos sin saber, los alimentamos de lo mismo que nos vacía y los mezclamos con ilusiones, espejismos y tontas idealizaciones. Cada que cerramos los ojos se activa una peligrosa batidora que amalgama esperanzas, memorias, engaños y un poco… un poquito de realidad.

Hay ocasiones que sueño con sus nombres verdaderos. Otras, solo con sus rostros. Todos ellos soy yo. Todo ello soy yo. ¿Por qué, entonces, me es tan difícil entenderlos? Entre más cercano es el sueño a la realidad, más profunda es la desesperación que produce.

Pero a los sueños no se les comprende ni se les cuestiona. Se les contempla, como al resto de la vida. Se les observa y, sobre todo, se les siente. Se toman como un vaso de arena o fuego, como una cucharada de viento o rocas. Se guardan en el mismo cajón de dónde salieron, para usarlos después. A los sueños se les entiende como se le entiende a los planetas y a las estrellas: en una estética mística, pero real.

¿A caso los planetas no sueñan también? Su conciencia es infinita, pero no totalizadora. Cada roca es una fracción de universo, una potencialidad inagotable, una página más del eterno retorno. Es entonces obvio que el navegar los ríos del subconsciente en barcos de humo es transitar por los flujos mentales de lo único divino que existe en el Universo: el todo.

Sunday, November 18, 2012

De viajes, estrellas y almas perdidas


Es una mentira el decir que no hay sobre lo cual escribir. Una mentira absurda y casi patética. Basta tan solo el más fugaz de los recuerdos para redactar cientos de páginas de ambiguas y feroces metáforas. Falta tan solo la opacidad del dejo de humanidad cotidiana para construir laberintos de imágenes e historias. Pero el que se pueda sublimar el instante mundano no significa que este sea trascendental ni que el tiempo le de pauta. 

La exageración es inherente dentro del violento presente, dentro del todo “aquí”, del todo “ahora”. El exceso es la plenitud del momento. Por azares de la construcción histórica actual, es solo mediante la saturación que nos permitimos recordar el existir. La experiencia estética se ha vuelto peligrosamente similar al hedonismo irresponsable y cuando no se le toma con el debido cuidado el riesgo de caer en un vórtice nihilista está siempre presente.

La insignificancia del todo y la cruda e iluminante experiencia de la autoconciencia parecen estar en conflicto conceptual y práctico. La reconciliación de nuestro existencialismo mal enfocado con la infinidad cruel, violenta, explosiva y caótica del Universo pareciera imposible. Pero a pesar de ello, la angustia, ese bello sentimiento, parece más sensato que cualquier oscura y superficial definición de felicidad o amor.

De igual manera la libertad se nos presenta como un espejismo de antítesis y contradicciones. Ser libre y sentirse libre se equiparan en la más detestable de las falacias mientras que la no-existencia ni siquiera figura dentro de los diálogos sobre nuestra realidad. Se habla sobre la muerte con miedo y sobre nacer con alegría, en uno de los ejemplos de “blanco y negro” más detestables de la historia humana.

Y a pesar de ello, a pesar del horror de la saturación sensorial y la vacuidad de un alma sin definición, naturaleza o explicación; a pesar de todo, de vez en cuando me invade un engañoso sentimiento de plenitud. Una inexplicable dosis de euforia leve ante la abrumadora simpleza del todo y su compleja potencialidad. El ser, en toda su expresión, se confunde entonces en una pequeña y etérea burbuja de confort existencial. Sin explicación, sentido, ni temporalidad. Fragmentada del tiempo mismo, ajena a la realidad e impenetrable por el rigor de una lógica construida en un intento fallido por emular la pureza de los números.

Así es la alegría de un instante. El júbilo de esos minutos que nadie recordará jamás. Momentos de los que nadie escribirá, historias que nadie leerá, diálogos internos que nadie jamás compartirá. Palabras que son demasiado frágiles e inexpresables para escribirlas en un libro. Segundos tan cortos… que ni siquiera la hipocresía de un poema puede capturar. Un parpadeo de eternidad.

¿De qué sirve entonces escribir? ¿Es acaso tan solo un banal registro de mi contemplación? Jamás nos entenderemos, ni tu, ni yo, ni el Universo.