No es que los sueños estén en tu contra. Son advertencias, tal vez, de esas partes de nuestra mente que son más inteligentes que nosotros. Aquellas que en su distanciamiento de nuestra realidad permanecen dolorosamente racionales antes el caos emocional de la profunda insignificancia de la vida. Ahí dónde se encuentran la luz no alcanza a llegar, las señales que analizan son simplemente collages de imágenes despojadas de toda subjetividad. Conciencia fría y pesada como un bloque gigante color esmeralda. Espejo de la obra maestra de auto-engaño que llamamos memoria.
No debe entonces parecer sorpresivo cuando todo el reino onírico propio se vuelca a fomentar la más desesperante de las angustias: la de lo estático. ¡Ah la inercia! Hay pocas cosas más detestables. Es devastadora la destrucción que puede causar aquello que se queda quieto… o incluso peor, aquello que se mueve por causa de una fuerza que ignora o ha olvidado ya.
La pesadez es contradictoria desde el concepto. La pesadez existencial al menos. No puede existir peso en lo que no significa nada, en lo que no importa nada. ¿Por qué nos oprime entonces el yugo de lo invisible, de lo inexistente, de lo etéreo? ¿A caso la mente también puede crear sentido de la nada, del vacío? Más le valiera al viento guardarse sus juegos, esos juegos que hacen a las nubes llorar.
Sentir que un sueño te traiciona es doloroso. Es señal inequívoca de una traición propia, profunda y personal. Los sueños los creamos sin saber, los alimentamos de lo mismo que nos vacía y los mezclamos con ilusiones, espejismos y tontas idealizaciones. Cada que cerramos los ojos se activa una peligrosa batidora que amalgama esperanzas, memorias, engaños y un poco… un poquito de realidad.
Hay ocasiones que sueño con sus nombres verdaderos. Otras, solo con sus rostros. Todos ellos soy yo. Todo ello soy yo. ¿Por qué, entonces, me es tan difícil entenderlos? Entre más cercano es el sueño a la realidad, más profunda es la desesperación que produce.
Pero a los sueños no se les comprende ni se les cuestiona. Se les contempla, como al resto de la vida. Se les observa y, sobre todo, se les siente. Se toman como un vaso de arena o fuego, como una cucharada de viento o rocas. Se guardan en el mismo cajón de dónde salieron, para usarlos después. A los sueños se les entiende como se le entiende a los planetas y a las estrellas: en una estética mística, pero real.
¿A caso los planetas no sueñan también? Su conciencia es infinita, pero no totalizadora. Cada roca es una fracción de universo, una potencialidad inagotable, una página más del eterno retorno. Es entonces obvio que el navegar los ríos del subconsciente en barcos de humo es transitar por los flujos mentales de lo único divino que existe en el Universo: el todo.
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