Cuando era chico me gustaba, de repente,
encender un par de cerillos para obsérvalos quemarse. Aunque lo anterior tiene
indicios de algún tipo de desequilibrio relacionado con la piromanía, la
realidad de las cosas es que era un pasatiempo bastante inocente. Hoy en día
aún disfruto levemente de ese breve momento en el que un cerillo enciende y
todo lo que viene después.
Aunque para la mayoría podría no representar
nada en absoluto, el mirar cuidadosamente la combustión de un frágil pedazo de
madera es algo más poético de lo que pudiera aparentar. Dónde lo poético me
sigue siendo un tanto ridículo y, a veces, detestable.
No es lo mismo, bajo ninguna circunstancia, el
simplemente crear una flama directo de un encendedor. En primera, el suave
aroma de la madera en llamas es un gusto por si solo; pero incluso antes de ese
fugaz placer, el tan solo deslizar el cerillo sobre la áspera superficie que le
encenderá en llamas son uno o dos segundos de una expectativa extrañamente excitante.
El sonido que produce no es menos bello. Tratar de describirlo solo pondría en
evidencia mi limitada habilidad para expresar en palabras las notas que, sin
ningún orden particular, genera la vida con su infinidad de instrumentos.
Después del sonido y el aroma aún viene lo más
emocionante. Generalmente es con la mano derecha que sostengo el cerillo en
proceso de combustión mientras que con la izquierda cubro de forma dinámica su
cabeza de cualquier corriente de aire que pudiera poner en riesgo la vida de la
pequeña e inquieta flama que, como un camaleón neurótico, comienza a cambiar de
naranja a azul, de azul a rojo y de rojo a morado en un dinamismo que requiere
de más de un par de cerillos para comprender.
Es aquí cuando cada cerillo muestra esa
aleatoriedad inherentemente arraigada en la naturaleza del todo. Algunos queman
por escasos segundos, consumiendo si acaso la cabeza del cerillo y dejando
detrás una figura cubierta de un negro tenue y percudido. Poco calor queda
incluso en esos cadáveres, en esos fuegos lentos y mediocres.
En otras ocasiones la flama, tras encender en
una sonora explosión y reducirse un poco sobre la misma estela de humo que
produjo, quema incesantemente en un fascinante e hipnótico baile. En ese periodo
de frenética temporalidad es posible ver destellos naranjas de un brillo noble
y destructivo. Un fuego que se vuelve interno y comienza a darle un carácter
casi martirizante a la esencia inerte del fosforo. Al mismo tiempo, el cuello
de madera comienza a ensombrecerse y debilitarse, jorobando su verticalidad
orgullosa. Justo debajo de la zona afectada por el calor a veces es posible
observar gotas de la humedad que escapa del cerillo, cómo esas lágrimas que se
derraman demasiado tarde tras un error irremediable.
Al consumirse, queda otro aroma áspero, pero
sutil. La porosidad de la cabeza del fosforo dan la impresión de un alma
perdida, un objeto derrotado, un símbolo de algo que murió por dentro y que por
fuera exhaló todo aquello que contribuyo a destruirlo. Pero el cerillo no está
acabado aún. Su toque sigue siendo destructivo, capaz de encender otros fuegos
y perforar algunos materiales. El dejarlo caer sobre el suelo pareciera la
única muestra de piedad que podemos darle a ese objeto; y aun así, al precipitarse con
su peso mínimo y su cuerpo consumido, este choca y esparce pequeñas chispas, como
un último aliento, un último reclamo arrogante que enfatiza su voluntad
invisible de morir en un majestuoso y glorioso fuego, consumido de sí, para sí
y por sí mismo.
1 comments:
Recuerdo que un día regresamos mis papás y yo a la casa y había una manchita de chamusque en el techo de la cocina. Muy concentrada pero en un lugar inexplicable. Luego me dijiste que te habías parado sobre la barra de la cocina y habías encendido un cerillo allá arriba, extendiendo tu mano para tocar el techo.... si eso no es piromanía, no sé lo que sea :p
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