Tenía que llegar una noche intrascendente como
ésta para volver a redactar un texto. La hipocresía de no considerar al resto
de las noches de mi vida igual de irrelevantes es brutal; sin embargo hay veces
que tengo que forzar el comienzo de un párrafo para poder tomar inercia
suficiente para desparramarme por completo en una hoja de papel virtual. Qué
asco de oración, por cierto.
La leve resequedad emocional que siento de
momento se encuentra por demás justificada. Las excusas son innumerables y
todas retoman una vez más los viejos discursos que condenan el estado actual de
una sociedad dormida, perdida y enferma.
Pareciera incluso que nos jactamos, cual tren a
la deriva, de un extraño sentido de heroísmo trágico en el cuál la estética y
violenta escena de nuestro descarrilamiento es una obra de arte que exalta la
vacuidad del brutal Universo. ¿Hay acaso mayor auto-indulgencia que el pensarse
protagonista de un drama cósmico?
Las memorias nos engañan cómo un sexto sentido
mal calibrado. De repente, cuando la oscuridad es absoluta, nos damos cuenta
que la noche nos gusta ya que nos permite olvidar momentáneamente la inercia de
una existencia que no comprendemos y que pretendemos ignorar. Que deseamos
desesperadamente ignorar.
Uno que otro golpe de cotidianidad nos recuerda
que la angustia ante la existencia es permanente; sin embargo son pocos los que
le reconocen a ese padecer su sentido eterno, su dimensión colectiva y su
importancia trascendental.
Despiertos en un sueño. Aletargados en el más
activo de los dormitares. Cansados y extenuados del no-existir. Nuestros ídolos
son más absurdos que cualquier becerro de oro. Buscamos el consuelo del café
cada mañana, justificamos nuestra adicción a ese elixir de la productividad. Le
rezamos y agradecemos el que nos permita funcionar en un mundo y en una rutina
que detestamos. Al finalizar del día añoramos el adormecer ese exceso de lucidez
automatizada que irónicamente nos mantiene con los ojos cerrados. Nos hundimos
entonces en toneladas de anestesia física, creativa y emocional. No nos permitimos
sentir y si nos detenemos es para precipitarnos a la auto-destrucción de nuestra
alma consciente.
La desesperación entonces aparece y re-aparece
cada noche. Se obstruye con risas estúpidas, con besos falsos, con imágenes en
movimiento, con violencia, con arte vacío, con fotografías e ilusiones del “ser-feliz”.
El sistema económico ahora sobrevive de la compra-venta de sueños, del tráfico
de ilusiones y del mercadeo de espejismos de vida.
Guardamos botellas de licor barato para
recordar momentos en los que perdimos la cordura; en los que fuimos libres y
peligrosamente estúpidos. Noches y tardes en los que liberamos a todos nuestros demonios alimentados de angustia y desesperación. Mutantes camuflados en la oscuridad
de nuestras almas y en el cobijo de las noches sin luna. Los más afortunados
simplemente se encuentran vacíos por dentro y no posan amenaza ni para ellos
mismos. Pero otros somos la pólvora del caos; de una aleatoriedad malsana fruto
de la misma degeneración de nuestro ser y nuestro existir.
No se trata de escapar, tampoco de exigir; ni
mucho menos de salvar. Se trata de conciliar, reconocer, reflexionar y
transformar. Se trata de vivir diferente. De renunciar a esta novela de 100
páginas. De aceptar, primero, que es preferible salvarse a disfrutar la
fotografía de nuestra destrucción.
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