Sunday, September 22, 2013

XXXIII: Edificios viejos y otros sueños olvidados

Siempre había imaginado esta escena de manera diferente, de forma más extraña tal vez. En ese momento, ambos sentados tranquilamente en la terraza de ese viejo café, no pude evitar recordar algunas imágenes de esas que quedan almacenadas como viejos libros en los estantes de la memoria. Imágenes tan falsas como mis expectativas sobre la conversación que estábamos teniendo tu y yo.

En ocasiones había soñado este mismo cuadro, esta imagen de un dinamismo lento, casi torpe. Mi subconsciente tiende a pintar este tipo de instantes en colores morados o verdes; siempre tendiendo hacia la oscuridad o la aparente profundidad de la noche. En esos bellos momentos de estupor onírico lo único que queda en la memoria son sentimientos un poco exagerados aderezados de imágenes cuya relevancia solo se puede asumir como real por el simple hecho de que su presencia permaneció aún después de despertar.

En mi sueño, el café se encontraba desierto. El edificio entero tenía un aire, casi estético, de abandono. A lo lejos, sobre un plano fijado sobre el océano, se observaban las luces de muchos barcos y edificios antiguos. Acá, de este lado del puerto, no había más que un emocionante y expectante silencio. Subiendo al segundo piso, de dónde se observaba mejor ese bello cuadro pseudo-europeo, estaba ella, con su pelo corto, su mirada extraña y una bufanda morada que imagino jamás existió en el mundo de lo real. Esos mosaicos del subconsciente, sin embargo, no dejan de ser fotografías engañosas y confusas. Un poco menos estáticas que las imágenes de nuestra diaria superficialidad; pero igual de vacías de contenido.

Me gustaría pensar que en aquel sueño hablamos de muchas cosas, de cosas bellas, profundas y trascendentes. Me gusta imaginar, cuando conversamos, que estamos haciendo eco de la misma eternidad. Sentir, como solo siente el viento, que el solo observarte hablar es entender el arte de una creación violenta y hermosa a la vez. Me gusta(ría) el poder decirte con una confianza total y sin ninguna otra pretensión más que la expresión sincera, que tu representas la belleza del confluir aleatorio de este inmenso Universo.

Jamás sabré de qué hablamos aquella noche en ese fantasmagórico puerto. En ese momento no éramos más que desconocidos. Éramos la potencialidad infinita de lo que todavía no sucede, de lo que puede devenir en cualquier cosa. Éramos ilusiones… eso es lo que éramos; un sueño, un fragmento perdido en los ríos y lagos de ese misterioso y etéreo plano que se compone de sueños, memorias y anhelos. Aquel reino (color esmeralda) de espejismos humanos.

¿Cómo puede entonces este momento competir con aquello que es infinito? ¿Qué podría yo esperar de la realidad, de un encuentro verdadero, de una conversación no preparada, de un juego de dos? Da un poco de miedo el estar tan enfrascado en esperanzas estúpidas que al final terminan siendo combustible de una apatía auto-destructiva.

Entenderás entonces que estaba nervioso. Comprenderás que sin querer, comencé a sudar frío, a sonrojarme de la forma más ridícula, a desesperar ante la existencia toda. Imagino no será difícil el darte cuenta que no podía ni siquiera ponerte atención. Justificarás, espero, el que haya encontrado tus rabietas cotidianas odiosas, tus anécdotas estúpidas y tus preocupaciones banales y sin ningún sentido verdadero. Espero puedas perdonarme el hecho de que por momentos decidí ignorarte y dejarte hablar mientras pensaba en esta angustia y en aquel sueño.

Espero no hay sido muy obvio cuando mi mirada se perdía en el infinito de un horizonte lejano; uno que ni siquiera estaba ahí. Ojala no te haya ofendido mi expresión neutra y despreocupada; mi desentendimiento de ti, mi egoísmo social, mi arrogancia conversacional. Cuando era mi turno de hablar no me quedaba más que emular tu superficialidad, expresar trivialidades en mi descorazonadora desesperación. Crear paralelismos simbólicos, recuentos planos y  excusas para mi actitud indulgente y soberbia.

No es tu culpa (en el estricto sentido de las cosas si lo es); simplemente que tú no eres aquella chica de mi sueño. Incluso si fueras ella, esto sería otra terrible desilusión. Tal vez simplemente tenga que salir un poco más y enamorarme un poco menos. Entrenar la condición sentimental de mi cansancio existencial y  ser menos ingenuo y un poco más burdo; y ¿por qué no? Menos sincero.

Tal vez todo esto sea una alegoría, como aquel té frío sobre mi escritorio que demanda le vierta un poco de alcohol para reafirmar su existencia y razón de ser. No sé si mi vida pueda sobrevivir de símbolos y canciones con letras ambiguas; pero creo que puedo dejar de soñar por algunos meses.

Hoy, por cierto, el clima gritaba melancolía con una timidez de esa que solo al joven artista le parece tierna. Pero a pesar de las engañosas nubes grises, la tarde del domingo no dejó de ser relativamente calurosa. No sé puede entender el destino a más de veinte grados centígrados. No al menos en el sentido verdadero de sí. La gente justifica su miseria con una patética y equivocada idea de grandeza individual. Piensan que destino es sinónimo de un futuro grandioso que eventualmente llegará, de la nada, a una conclusión fantástica, épica y eufórica. Un momento que justificará lo gris de una existencia mayormente genérica y un reclamo de eternidad incierto. Lo que no se dan cuenta es que, creer en el destino, es creer en la inevitabilidad de las más oscuras desavenencias. Quién verdaderamente cree en el destino tiene que reconciliarse con la profundidad de todas las angustias, tiene que poder contemplar la idea de que estas son eternas sin renunciar a la cordura (al menos no en su totalidad).


Pero aquella noche que seguimos platicando; ya no en ese café, ni aquel parque, ni el balcón de ningún edificio alto; sino en ese lugar genérico dónde no puede uno distraerse con nada más que con lo mundano de nuestro diálogo; ahí me di cuenta que a pesar de los sueños, las imágenes, los espejismos y las añoranzas sentimentales; tu idea del destino es aquella que detesto. Entonces la idea del abandono, como en aquel viejo edificio verdoso, cobró nuevamente un hermoso sentido estético.

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