Hay un
montón de cosas que no podemos ver, y aunque la vista no es el sentido más
importante –si es que hay uno- si es de los más memorables. Hay muchas cosas
que no se “asimilan” como tal, que simplemente pasan desapercibidas. Aunque
mirar no es percibir, no siempre.
Las cosas
invisibles no son más bellas o mágicas que las visibles. No son secretos
milenarios ni respuestas todopoderosas al infame y sublime Universo. Son eso,
cosas que no se ven. Pero sí existen, que ya es decir mucho. Atienden a las
mismas reglas que tú, yo, las estrellas y las cucarachas. Pero no hablemos de
generalidades, eso no interesa a nadie. Esto es acerca de precisión.
Era una
tarde fría y lluviosa, de esas donde se antoja simplemente acercarse a una
ventana a beber té. Esta ocasión, sin embargo, tenía el compromiso de atender a
una de esas fiestas dónde ultimadamente no sé ni siquiera porque estaba
invitado. Una fiesta sorpresa además.
No entiendo
las fiestas sorpresa. Entiendo el concepto, pero no la finalidad. Es un
fastidio mantener secretos, más cuando es algo que todo mundo sabe excepto una
persona. Excluirla de su propia alegría, aunque momentáneamente, me parece
extraño.
-Hay veces que me doy cuenta que pienso
demasiado las cosas. No es que sea un crítico empedernido, pero así es. Es
fácil darse cuenta de lo absurdo o inútil de preocuparse por el significado de
una fiesta sorpresa.
En ese
estado de estupefacción llegué al lugar del festejo y como tal, dejé mi carro
justo en frente de la casa de la festejada. Bajé tímidamente por el frío y la
incertidumbre de ni siquiera conocer el número exacto de la vivienda cuando
comencé a observar movimientos y murmullos en una de las casas cercanas. Así,
de esa pequeña esfera de caos, salió un hombre mayor de baja estatura quién con
seguridad me preguntó quién era yo. Todavía no alcanzaba a exponer de lleno mi
identidad cuando me invitó a pasar rápidamente hasta la sala para no arruinar
el furtivo evento.
Fue hasta
que estuve dentro que me di cuenta –o más bien, recordé- que este círculo me
era totalmente ajeno. No recuerdo cuantas personas éramos pues detesto ocuparme
en estupideces, pero hombres y mujeres estaban separados en pequeños grupos.
Aun así, de inmediato podía darse uno cuenta que solo había parejas (o gente emparejada)
en la reunión.
Se respiraba
una emoción un poco tonta. De esa que produce expectativa de manera artificial
y forzada. Había un par de chicas genuinamente motivadas por el “sorpresón” que
se llevaría la susodicha y sus novios y esposos simplemente pasaban el rato en
adulta seriedad. Cuando estoy rodeado de gente así, involuntariamente y como
por reflejo, trato de adaptarme y experimentar el momento como uno más de
ellos. Sin embargo a veces resulta complicado el apagar todo indicio de
conciencia.
Hay una
escala de valores conservadores muy clara aquí en Monterrey; escala en la cuál
el matrimonio parece gozar de un lugar privilegiado. Pero no hablo del
matrimonio como institución ni mucho menos como concepto. Lo que se venera son
las superficialidades de este, sus periféricos. La integridad, duración o bases
soportándolo pasan a un plano totalmente irrelevante. Es, simplemente, una oda
a la imagen del matrimonio.
Como es de
esperarse en una sociedad anticuada, esto es especialmente importante para las
mujeres. De ahí que la fiesta fuera principalmente en honor de la dama a punto
de contraer nupcias. Por un momento, al estar inmerso en la algarabía de
estas chicas, parecía que no existía bien mayor en el universo que el
matrimonio. Una más de ellas se uniría a la cofradía del anillo. ¡Qué
realización más grande!
No quiero
que me malinterpreten, el amor en su concepción básica es algo que percibo como
bueno, casi justo –por natural-; sin embargo ésta no era una celebración del
amor, era la celebración de un protocolo, de una validación social. Encontrar a
alguien con quién se quiera compartir la vida no es tarea fácil; el aceptarlo y
entenderlo definitivamente es motivo de celebración. Aquí; sin embargo, no
celebraban el hecho como tal, sino el acontecimiento por su sola definición,
casi estética, en imagen.
Esto lo
reafirme cuando el novio –un preciado amigo mío- comenzó a relatar la historia
de la “declaración” a petición del público presente. El, en su siempre
relajante serenidad, comenzó a contar una historia tranquila y con lujo de
detalles, haciendo ameno el momento de escucharla. Pero no, eso no era lo que
buscaban estas chicas. No le interesaba la belleza del concepto, de la
expectación, de los instantes que adornaban la unión tan linda de dos seres
humanos. Para nada, ellas querían simplemente revivir la imagen de ese preciso
momento genérico en dónde ellas han estado o imaginado estar. El tradicional
“¿Quieres casarte conmigo?” y el novio arrodillado era lo único que parecía
importarles a estas mujeres. Y por supuesto, lo que sigue.
Pienso
entonces que como generación hemos fracasado. Incluso de forma más grave que
nuestros padres. ¿O acaso ellos también eran así de vacíos? Estoy seguro, sin
embargo, que el amor que él profesa por ella y su compromiso es real. Me
deleita observar su natural interacción, su gracioso vaivén de miradas y
graciosos momentos. El también conoce todo esto que expreso; simplemente que él
supo adaptarse mucho mejor a todo ello. Eso es lo que no se ve, lo invisible y
lo que a ninguna de estas chicas les ocurre que si quiera existe. Tal vez por
ello aún no logro comprender el amor ni las ilusiones que se hacen pasar por
él.
La velada
continuó tranquila, conforme pasaba el júbilo de la felicidad artificial
comenzaban a sentirse indicios de verdaderas sensaciones. Pero la programación
social de la región nunca dejó la casa. Las mujeres por un lado comenzaron a
platicar, con obvias razones, de los detalles de la boda y cosas de ese estilo.
Madrinas de lugar, de fotografía, de vestido, convivían de forma natural pero
terriblemente artificial a la vez. Por otro lado, los hombres -más serios-
estaban presentes solo a disposición de los irrelevantes caprichos de sus
amadas; platicando de la vida en lo que una vida común y llanamente normal
representa: trabajo, compras, viajes, estabilidad y demás píldoras
tranquilizantes.
Me acerco a
escuchar pues poco tengo que aportar a esas pláticas. En caso de hacerlo sería
torpe, pretencioso y falso. Soy terrible para hablar, la elocuencia me evade y
mi mente siempre me traiciona al desnudar todas mis palabras de ritmo,
entonación y gracia. Solo logro escupir lugares comunes, intrascendencias y
frases demasiado bajas para ser escuchadas.
De momento
veo a algunas parejas interactuar. Son tan genéricos. Y me pregunto ¿qué tanto
será lo que no veo? En esas miradas tiernas, en esos apodos tontos, en esas
re-afirmaciones de estatus y romance prefabricado. ¿Qué hay debajo además de
potencialidad perdida? Es obvio que no puedo entender en un segundo la
complejidad de una relación interpersonal, por más vacua que parezca; sin
embargo no dejo de preguntarme qué tan profunda es la corrosión de nuestras
almas, qué tanto hemos perdido en relación a la verdadera profundidad que
significa el desafiar la fragmentación del Universo en unión con otra persona.
Esas chicas,
aparentemente superfluas, pueden ser guerreras, musas, poetas, dueñas de una
sensibilidad invisible incluso para ellas. Esa es la palabra que estaba
buscando: sensibilidad. Pero el frío nos ha entumecido, la vida misma nos
anestesia.
1 comments:
Esa nota me gusta. LIKE
El facebook nos anestesia, ay
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