Era un domingo,
lo recuerdo bien. Bueno, podría haber sido un sábado también. Tratando recordar
el día imaginé que era domingo ya que de no ser así, no entendería porque no me
quedé en el puerto de Bermeo hasta el anochecer. ¡Ah claro! Los horarios del
tren.
Era sábado
entonces. Un hermoso y soleado día de esparcimiento. Ya había tenido la
oportunidad de viajar fuera de España, pero la hermosura del país vasco era
demasiada para no aprovechar cualquier descuido del tiempo y montarme en un
tren sin nada más que la intención de recorrer los pueblos aledaños.
Mi objetivo
principal era la ciudad de Gernika, antigua capital de la región. Una ciudad
cuyo solo nombre evoca historia y humanidad. Con ese plan en mente tomé mi
pequeño morral con algunas hojas, una pluma (roja por cierto) y dinero
suficiente para no tener que resistirme a la tentación de pintxos y txacolí en
dónde fuere que los encontrase.
El solo viaje
en tren ya me producía un intenso sentimiento de realización. Me sentí bien.
Bien de que dentro de mis alucinaciones de opresión y las apariencias de
libertad pudiera yo tomar un tren y recorrer un camino desconocido a un precio
tan accesible y con una seguridad tan reconfortante. La seguridad de que para
ir a dónde quería no me quedaba más que elegir el destino y permanecer algunos
minutos en un vagón cuyo trayecto se encontraba ya predefinido. Uno de esos
momentos en los que solo desde lejos es posible observar la contradicción de
sentirse libre al recorrer un camino ya delimitado. Destino le llaman algunos
cuando se refieren a este fenómeno en la vida.
Gernika me
sorprendió por su poca pretensión. Llegué y no pude evitar el sentirme como en
ningún lado, como si no hubiera ni siquiera salido de viaje. Comencé a caminar
tímidamente por sus calles como cuando caminas en tu casa tras haber apagado la
luz en una oscura noche. Sabes o crees saber el camino, pero prefieres ir casi
a tientas con tal de no tropezar con algún mueble mal puesto. Así, con esa
cautela, llegué a uno de esos famosos módulos de información turística; modesto
también.
El entrar a
esos establecimientos no deja de ser una apuesta que algunas veces prefiero no
jugar. Hay ocasiones que la información disponible es tanta y la disposición de
quién te atiende tan poca que entras como en un estado abrumador de estasis.
Repentinamente la más pequeña de las ciudades se vuelve el punto más
interesante sobre la tierra, y con el tiempo mordiendo tus espaldas no puede
uno evitar el sentirse miserable.
Afortunadamente
esta ocasión no fue el caso. Entre y salí como si fuera una operación
encubierta. Un pequeño mapa por aquí y algunos horarios de museos por allá y estábamos
listos para caminar algunas horas en la antigua ciudad.
El describir el
caminar por una ciudad desconocida debe ser una de las tareas más arduas que
conozco. Es un poco soso el tratar de recobrar sensaciones personales mediante
burdas descripciones. Aludir a colores, edificios, estructuras, climas y
sonidos es como tratar de replicar la majestuosidad de alguna pintura de
Kandinsky o Cézanne describiendo únicamente la paleta de colores y el lienzo en
blanco.
Me parece
inútil entonces el revivir mi recorrido por la ciudad en palabras. Lo más que
puedo aventurarme a hacer es el llevar las sensaciones que experimente a la
superficie. Sensaciones que ya se han desquebrajado con el paso de los
instantes. Sentimientos que tras permanecer estáticos ahora crujen cuando se
les intenta mover y solo asemejan su gloria momentánea en su silueta.
Como
mencionaba, la familiaridad del lugar era extraña. Por momentos me sentía
incluso en México, en su capital, imaginando sus escuelas, sus niños y sus
héroes patrios. ¿Qué rostros tendrán los héroes Vascos? ¿Serán sus mitos
similares a los de mi país? La palabra héroe siempre me pareció graciosa. Aún
más la palabra villano. Al ver las placas en la calle me daba risa el imaginar
como, aparentemente, en ciertos momentos de la historia la vida deja de ser
simple y se transforma en la futura página de un libro, en un viejo mural o en
una solmene placa. La gente común deja entonces de serlo para convertirse en
entes aislados de toda temporalidad, imbuidos con un resplandor que solo el
caos de la historia permite y comprende. Surgen entonces héroes y villanos;
actores de una construcción magistralmente armada a lo largo de siglos y siglos
de linealidades.
Todo eso
pensaba cuando repentinamente me vino una leve angustia. Esta ciudad tenía en
su aire las cicatrices de un terrible bombardeo. Lo que se respiraba; sin
embargo, no era solo el dolor de una destrucción pasada, sino una nostalgia,
tímida y casi invisible; de que ese acontecimiento representaba ahora gran
parte de la identidad de la ciudad. La devastación, como el dolor físico, se
siente y se sufre en instantes cortos y crudos; pero el dolor de la nostalgia
se alimenta con el tiempo y llena de pesadez el rocío de las ciudades.
Era una lástima
que no tenía tiempo de conocer a la gente de Gernika. De preguntarles que
piensan de todo esto; de las bombas, de sus héroes, de su árbol; de sus
artistas. Pensaba esto cuando observaba las abstractas esculturas de Chillida
en un jardín de margaritas. La obra más grande exhibía varias marcas de
vandalismo, otro tipo de arte. En ese entonces me llegaron tantas preguntas que
no pude ni siquiera escucharlas todas al mismo tiempo. ¿El grafiti es arte? ¿Es
arte este grafiti? ¿Qué pensaría
Chillida al respecto? ¿Qué representa esta fusión? ¿Por qué cubrirías una
escultura ajena con espray multicolor? El arte que devora al arte y un mar de
margaritas.
Seguí caminando
en los apacibles parques de la ciudad, observando, escuchando, respirando la
historia que el aire me quería contar. No quise entrar a ningún museo. No
quería forzarme a aprender datos provistos por una cúpula aislada de historia y
desconectada de realidad. Toda la antología del país vasco la tenía su gente y
su presente. Lástima que no tuve tiempo de ser uno de ellos.
“Amigo del país
vasco” leía un busto de Humboldt. ¿Y cómo no lo sería si el euskera es la
lengua del lugar? ¡¿Qué tradición más bella que un idioma?! Especialmente uno
tan rebelde y particular. ¿A caso hay algo más humano que el lenguaje? Si tan
solo pudiera comprenderlo. Las cadencias de cada lengua son recuerdos de los
ritmos de toda la creación. Cada uno es una ventana a la humanidad en su forma
más auténtica.
Tras caminar
lentamente, tan lento como solo se puede caminar en un día libre, volví al
centro de la ciudad para tomar el tren rumbo a Bermeo. Pero antes no podía
dejar de visitar los cafés y bares de la zona para probar sus pintxos y
comenzar a embriagarme de txacolí.
Es imposible
emular en palabras la leve sensibilidad que producen un par de copas de vino.
La predisposición a la reflexión y a la contemplación aumenta cuando se
adormecen los sentidos más inmediatos. Como si el cuerpo intentará compensar la
falta de lucidez con un mayor esfuerzo de introspección. Así, a las afueras de
una cervecería gozaba solo (cómo únicamente se pueden gozar estos momentos) de
este corto pero ameno viaje.
Entonces, unas
ganas terribles de escribir comenzaron a presentarse. Pero necesitaba alejarme
del bullicio de la botana y del caminar de las plazas, necesitaba volver a la
tranquilidad de las vías del tren…
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