Tuesday, September 24, 2013

Gernika

Era un domingo, lo recuerdo bien. Bueno, podría haber sido un sábado también. Tratando recordar el día imaginé que era domingo ya que de no ser así, no entendería porque no me quedé en el puerto de Bermeo hasta el anochecer. ¡Ah claro! Los horarios del tren.

Era sábado entonces. Un hermoso y soleado día de esparcimiento. Ya había tenido la oportunidad de viajar fuera de España, pero la hermosura del país vasco era demasiada para no aprovechar cualquier descuido del tiempo y montarme en un tren sin nada más que la intención de recorrer los pueblos aledaños.

Mi objetivo principal era la ciudad de Gernika, antigua capital de la región. Una ciudad cuyo solo nombre evoca historia y humanidad. Con ese plan en mente tomé mi pequeño morral con algunas hojas, una pluma (roja por cierto) y dinero suficiente para no tener que resistirme a la tentación de pintxos y txacolí en dónde fuere que los encontrase.

El solo viaje en tren ya me producía un intenso sentimiento de realización. Me sentí bien. Bien de que dentro de mis alucinaciones de opresión y las apariencias de libertad pudiera yo tomar un tren y recorrer un camino desconocido a un precio tan accesible y con una seguridad tan reconfortante. La seguridad de que para ir a dónde quería no me quedaba más que elegir el destino y permanecer algunos minutos en un vagón cuyo trayecto se encontraba ya predefinido. Uno de esos momentos en los que solo desde lejos es posible observar la contradicción de sentirse libre al recorrer un camino ya delimitado. Destino le llaman algunos cuando se refieren a este fenómeno en la vida.

Gernika me sorprendió por su poca pretensión. Llegué y no pude evitar el sentirme como en ningún lado, como si no hubiera ni siquiera salido de viaje. Comencé a caminar tímidamente por sus calles como cuando caminas en tu casa tras haber apagado la luz en una oscura noche. Sabes o crees saber el camino, pero prefieres ir casi a tientas con tal de no tropezar con algún mueble mal puesto. Así, con esa cautela, llegué a uno de esos famosos módulos de información turística; modesto también.

El entrar a esos establecimientos no deja de ser una apuesta que algunas veces prefiero no jugar. Hay ocasiones que la información disponible es tanta y la disposición de quién te atiende tan poca que entras como en un estado abrumador de estasis. Repentinamente la más pequeña de las ciudades se vuelve el punto más interesante sobre la tierra, y con el tiempo mordiendo tus espaldas no puede uno evitar el sentirse miserable.

Afortunadamente esta ocasión no fue el caso. Entre y salí como si fuera una operación encubierta. Un pequeño mapa por aquí y algunos horarios de museos por allá y estábamos listos para caminar algunas horas en la antigua ciudad.

El describir el caminar por una ciudad desconocida debe ser una de las tareas más arduas que conozco. Es un poco soso el tratar de recobrar sensaciones personales mediante burdas descripciones. Aludir a colores, edificios, estructuras, climas y sonidos es como tratar de replicar la majestuosidad de alguna pintura de Kandinsky o Cézanne describiendo únicamente la paleta de colores y el lienzo en blanco.

Me parece inútil entonces el revivir mi recorrido por la ciudad en palabras. Lo más que puedo aventurarme a hacer es el llevar las sensaciones que experimente a la superficie. Sensaciones que ya se han desquebrajado con el paso de los instantes. Sentimientos que tras permanecer estáticos ahora crujen cuando se les intenta mover y solo asemejan su gloria momentánea en su silueta.

Como mencionaba, la familiaridad del lugar era extraña. Por momentos me sentía incluso en México, en su capital, imaginando sus escuelas, sus niños y sus héroes patrios. ¿Qué rostros tendrán los héroes Vascos? ¿Serán sus mitos similares a los de mi país? La palabra héroe siempre me pareció graciosa. Aún más la palabra villano. Al ver las placas en la calle me daba risa el imaginar como, aparentemente, en ciertos momentos de la historia la vida deja de ser simple y se transforma en la futura página de un libro, en un viejo mural o en una solmene placa. La gente común deja entonces de serlo para convertirse en entes aislados de toda temporalidad, imbuidos con un resplandor que solo el caos de la historia permite y comprende. Surgen entonces héroes y villanos; actores de una construcción magistralmente armada a lo largo de siglos y siglos de linealidades.

Todo eso pensaba cuando repentinamente me vino una leve angustia. Esta ciudad tenía en su aire las cicatrices de un terrible bombardeo. Lo que se respiraba; sin embargo, no era solo el dolor de una destrucción pasada, sino una nostalgia, tímida y casi invisible; de que ese acontecimiento representaba ahora gran parte de la identidad de la ciudad. La devastación, como el dolor físico, se siente y se sufre en instantes cortos y crudos; pero el dolor de la nostalgia se alimenta con el tiempo y llena de pesadez el rocío de las ciudades.

Era una lástima que no tenía tiempo de conocer a la gente de Gernika. De preguntarles que piensan de todo esto; de las bombas, de sus héroes, de su árbol; de sus artistas. Pensaba esto cuando observaba las abstractas esculturas de Chillida en un jardín de margaritas. La obra más grande exhibía varias marcas de vandalismo, otro tipo de arte. En ese entonces me llegaron tantas preguntas que no pude ni siquiera escucharlas todas al mismo tiempo. ¿El grafiti es arte? ¿Es arte este grafiti? ¿Qué pensaría Chillida al respecto? ¿Qué representa esta fusión? ¿Por qué cubrirías una escultura ajena con espray multicolor? El arte que devora al arte y un mar de margaritas.

Seguí caminando en los apacibles parques de la ciudad, observando, escuchando, respirando la historia que el aire me quería contar. No quise entrar a ningún museo. No quería forzarme a aprender datos provistos por una cúpula aislada de historia y desconectada de realidad. Toda la antología del país vasco la tenía su gente y su presente. Lástima que no tuve tiempo de ser uno de ellos.

“Amigo del país vasco” leía un busto de Humboldt. ¿Y cómo no lo sería si el euskera es la lengua del lugar? ¡¿Qué tradición más bella que un idioma?! Especialmente uno tan rebelde y particular. ¿A caso hay algo más humano que el lenguaje? Si tan solo pudiera comprenderlo. Las cadencias de cada lengua son recuerdos de los ritmos de toda la creación. Cada uno es una ventana a la humanidad en su forma más auténtica.

Tras caminar lentamente, tan lento como solo se puede caminar en un día libre, volví al centro de la ciudad para tomar el tren rumbo a Bermeo. Pero antes no podía dejar de visitar los cafés y bares de la zona para probar sus pintxos y comenzar a embriagarme de txacolí.

Es imposible emular en palabras la leve sensibilidad que producen un par de copas de vino. La predisposición a la reflexión y a la contemplación aumenta cuando se adormecen los sentidos más inmediatos. Como si el cuerpo intentará compensar la falta de lucidez con un mayor esfuerzo de introspección. Así, a las afueras de una cervecería gozaba solo (cómo únicamente se pueden gozar estos momentos) de este corto pero ameno viaje.


Entonces, unas ganas terribles de escribir comenzaron a presentarse. Pero necesitaba alejarme del bullicio de la botana y del caminar de las plazas, necesitaba volver a la tranquilidad de las vías del tren…

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