Tuesday, December 24, 2013

Reflejos

¿De qué sirve describir imágenes que no podrán ser sentidas? Ni siquiera una fotografía, un cuadro o un poema con su pretensión de musicalidad podrá jamás expresar una emoción como el núcleo de luz que es.

La música es lo único que tiene esa divina habilidad. Y hablo aquí de divinidades porque no se me ocurre nada más sagrado que la expresión pura, transitoria y etérea de un instante. ¿Acaso no existimos para que el Universo pueda experimentarse a sí mismo? ¿No es ese el propósito de convertir su totalidad en vacíos y su eternidad en fragmentos?

Siempre hablo de fantasmas y cuando no me concentro en describir alguno en específico me pierdo en alusiones a torbellinos de imágenes pasadas. Pero por más que me apresure en escupir oraciones con vocación de espontaneidad, no puedo más que dejar incompletas las descripciones de esas ráfagas de conciencia que añoran materializarse en expresión.

La noche de hoy se antoja con una luminosidad atípica, casi irreal. Hace tiempo no observaba tantos colores despegar del mismo centro. En el horizonte, escalones de cristal, reflejando los tímidos destellos de aquella explosión de luces y tonos profundos, mayormente verdes.

¿Ven a lo que me refiero? El párrafo anterior fue si acaso una pérdida de tiempo. Al menos no fue alguna inmundicia similar a un verso; sin embargo los matices de un retrato abstracto y sin mucha exageración se pierden en la confusión de alegorías mal logradas y en la desconexión contextual y circunstancial de un eje común de referencia.

Existen otras alternativas, claro está. Podría entonces hablar de historias y simular almas en personajes con los que no he conversado jamás. Podría también detallar paisajes con una verosimilitud aterrizada, cuyo mérito resalte en pequeñas irregularidades concebibles por la más ramplona excusa de imaginación. Véanos algunos ejemplos.

Si supusiera aquí el hablar de alguna molécula creadora, en el sentido de un elemento natural y divino, como una elaborada alegoría al alma de las cosas y el mundo; tendría entonces que mostrar ese elemento místico al estilo de una visión igualmente natural; un paisaje que representara la inmanencia de un código subyacente a la construcción del Universo. Hablaría entonces de montañas púrpuras y de fractales dibujados en las hojas de árboles antiguos. Hablaría también de patrones y permutaciones matemáticas detectables en la intangibilidad de recursiones imposibles de medir en la lluvia y en las olas.  Tendría que explicar el espíritu del viento en el caos de la perfección que solo se observa al alejar nuestra mirada años luz del limitado espectro de nuestro sistema solar. Todas las galaxias aparentan ser entes divinos, y el minimalismo de las partículas subatómicas también se antoja sagrado. Pareciera que es solo en nuestro marco de referencia (ese encapsulado por el demonio del tiempo) en dónde se aprecia la violenta naturaleza del todo, junto con la desesperación de sus infinitos vacíos.

Las burbujas que asoman tímidas al fondo de alguna botella de licor barato tienen el mismo grado de belleza que una corona de fuego sobre nuestro mezquino sistema solar. Todo radica en la escala con la que se puede sentir y expresar el manifiesto de existencia de nuestro fragmento de Universo (y universalidad).

Hablemos nuevamente del viento y descripciones de soplos de vida, creaciones y misticismos. Retornemos a esquemas más tradicionales, a honrar una naturaleza inmutable pero serena; a pagar respeto y tributo a complejidades similares a la nuestras; pero cuya voluntad de existir hemos superado en demasía. Y que no se mal interpreten mis palabras como una falta de respeto a la antigüedad de las rocas o al poder purificador del fuego, el agua y los cuatro puntos cardinales. Es simplemente que hasta en presencia de los tejidos de la existencia misma me es complicado creer en dogmatismos de trascendencia.

Es verdad que hemos superado la voluntad de existencia de las rocas, pero tal vez solo en el sentido de ejercer una voluntad de poder más destructiva; pues ni siquiera sé si la podríamos justificar como más consciente. No es realmente culpa de nadie el que ahora nuestra enajenación de híper modernidad nos regrese a una condición de hombres-máquina, de hombres-masa; de potencialidad incompleta, mermada y sin realización. Somos fruto de una desavenencia cósmica que solo es justificable en la ignorancia que el Universo tiene de sí mismo. ¿Hay acaso mayor arrogancia que criticar las inconsistencias de todo el existir? Ese es el espíritu de existencia humano; aquel que pretende ser principio, final, fondo y cúspide de un devenir histórico inconmensurable y eterno. Eso sí es jugar a ser dios,  y si ese dios existe hay que agradecerle el permitirnos recordar nuestra insignificancia a través de la maldición (irónicamente eterna) del tiempo.

No hay forma de saber más allá de lo errores con los que inoculamos nuestra existencia. Todo va aparentemente tan rápido que incluso el parsimonioso paso del viento nos molesta. Las sílfides rehúyen a nuestros bosques de concreto y la ilusión de colectividad se ha perdido incluso dentro de nuestras absurdas ideas de familia, nación y comunidad. Esa misma comunidad que como una burla ante el estado existencial del planeta se autodenomina como global en los tiempos dónde las burbujas son el leitmotif de nuestra aburrida comedia.

Compartimos las más aberrantes superficialidades para pertenecer a la nube de conciencia artificial creada a través de un fantasmagórico mar de información, datos y sentimientos que se despliegan como utilidad en un frenetismo que nos destruye. Detrás de tan horripilante desesperación se oculta la misma angustia que compartimos como seres fragmentados con el Universo: un miedo insoportable a la soledad. No aquella que se disfruta con un café en un cuarto silencioso; pero aquella que se remonta a vacíos oscuros de perpetua incomprensión. Volvemos entonces al punto de partida; al nervioso esclarecer del temor de la inexpresión. Nuestra sociedad de retratos es la degeneración que surgió de nuestra potencialidad incomprendida. Somos un vacío de imágenes, un reflejo de vacuidad eterna que se alimenta de su misma pretensión de relevancia; de esa vocación a ser Dios y Dios por sobre todo.


Nuestra mecánica colectividad ha producido átomos; pero no aquellos que exhalan divinidad en su perfecta unión para crear materia; sino patetismo ante un individualismo fuera de foco, función, justificación y trascendencia.

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