Thursday, September 26, 2013

En una montaña sin nombre

La imagen toda tenía un tono amarillento y terroso. El sudor se podía sentir en las rocas y en la piel. El calor era brutal. Ahí, en la cima de esa opaca montaña se encontraban sentados los dos, cansados; pero eufóricos. Casi como si una orquestra estuviera aun tocando melodías de guerra tras de ellos. De esa altura se podía observar un río que cruzaba de norte a sur a través de un valle con tonos similares y pequeños árboles que recubrían lo que de otra forma sería una vía color ocre.

Detrás de ellos había una complejidad de circunstancias brutal. El pavor de una guerra de ideales vacíos los había orillado a viajar, a escapar, a matar y a morir –al menos por dentro-.  Con espadas, antorchas, algunas monedas y trucos baratos de ilusionismo; con ello habían estado recorriendo los caminos de esta hostil región cuyo nombre no vale la pena ni siquiera mencionar.

Estuvieron sentados mucho tiempo sin pronunciar una sola palabra. En vez de hacerlo, solamente se miraron a los ojos durante lo que pareció otra eternidad. Pero hasta la temporalidad de lo infinito es relativa. Algunas aves sobrevolaban el área, como expectantes. A escasos metros de ellos yacían muertos tres bandidos, con sus manos aun aferradas a sus burdas hachas y dagas improvisadas.

Al este, a unos diez kilómetros de ahí, se observaban torres y edificios hechos de la misma roca amarilla que coloreaba todo ese paisaje. Pero sus ojos seguían fijos, mirándose el uno al otro. Los de ella empezaron a titubear, a quebrarse como un fino cristal. Su expresión permanecía inmutable, pero el sonido que las lágrimas hacían al caer sobre las piedras resecas era difícil de ignorar. Él pensó en decir algo, en tocarla, en levantarse y mirar a otro lado; pero su llanto era hipnótico y; de una extraña manera tranquilizaba su alma.

No pudo entonces más que limitarse a hacer muecas que expresaban su insatisfacción con el momento, su confusión sobre el instante y la vida. ¿Quién había elegido esto por ellos? Se sintió pleno pero vacío; derrotado, como una marioneta sin alma, sin dueño. Ella se levantó, tomó su espada y con un trapo viejo limpió el exceso de sangre de sus filos. Lo hizo con una sutileza y tranquilidad que llamaban la atención. Una de las aves bajó entonces y se posó sobre un peñasco desquebrajado algunos metros frente a ellos. Los observaba. El imaginaba que ese animal los juzgaba, pero que a la vez los trataba de entender.

¿Quién podrá entenderlos si ellos mismos ignoran porque están en este tiempo y en ese espacio? El también sintió ganas de llorar, pero decidió no hacerlo. De forma similar, recogió sus cosas, las acomodo en su modesto morral. Tomó la capa rota que los bandidos le habían arrancado y, como transformándose en otro, comenzó a inspeccionar los cuerpos. Con un ligero disgusto tomó de sus cadáveres algunas monedas. Uno de ellos tenía una libreta percudida y en mal estado en su mochila. Por obra de una curiosidad casi automática, comenzó a hojearla. La letra era difícil de leer y no parecía haber mucha estructura en los textos que ahí se habían plasmado.

Fueron tal vez dos minutos en los que el joven se perdió en el enigmático cuaderno. De repente, sintió su alma escapar de su cuerpo al escuchar un balbuceo del bandido que yacía delante de él. En lo que fueron si acaso un par de segundos, el ágil viajero ya había soltado la libreta para sacar nuevamente su filosa daga. Así, en posición defensiva observó la agonía de aquel hombre.

Escupiendo sangre, el maleante trató de pronunciar unas palabras mientras apuntaba hacia la libreta. Con su mano derecha trató de alcanzarla, pero estaba muy débil para poder esforzarse lo suficiente. El joven, confundido, no supo exactamente qué hacer. Estaba visiblemente desconcertado, incluso un poco asustado. Sentía un temor leve que no tenía nada que ver con la adrenalina que apagó todo indicio de inseguridad cuando enfrentó a estos hombres.

A penas iba a reaccionar cuando su compañera se acercó, se puso en cuclillas para recoger la libreta y se la dio al moribundo hombre que la reclamaba. Ahí, desde su lecho de muerte, aun respirando sangre y tierra; hojeó con una mano el documento, como si estuviera buscando algo, como si quisiera mostrarles alguna página específica. Mientras hacía esto, él no podía dejar de observar la expresión de angustia y cansancio del bandido herido de muerte. Ella, por otro lado, estaba fascinada por el sonido y el voltear de esas hojas viejas y sucias.

El volteo frenético de páginas pronto bajó de intensidad y en cuestión de segundos el bandido comenzó a rendirse, a perder fuerza y a renunciar a la extraña esperanza que le había urgido el realizar aquel sobrehumano esfuerzo. Así, cerró los ojos y dejó de voltear las hojas. Pronto, dejó también de respirar. Su mano quedó reposando sobre un texto.

Ella, con una gracia y una compasión que nunca se ve en los hombres, levantó la mano del ahora occiso, la puso sobre él y tomó la libreta en aquella página abierta. No le pareció tan complicada la letra, y como por instinto comenzó a leer en voz alta:

“Hay veces que me da un poco de miedo el ver lo fácil que pierdo el control. Me ha pasado en más ocasiones de las que podría admitir y cada una de ellas ha sido verdaderamente aterrador el descubrir lo más profundo de mis instintos. No es que los impulsos sean reprobables por sí mismos, pero asusta encontrarlos por primera vez. Algún día esto terminará por matarme; pero sépase en ese caso que independientemente de la forma en la que muera, definitivamente habrá sido mi culpa.”

Aún sin terminar el texto, ella pudo escuchar los sollozos de su compañero. Esto de inmediato se transformó en un llanto desgarrador, en un lamento sonoro y sincero. Al voltear a verlo se encontró con una imagen descorazonadora. El joven yacía de rodillas con las palmas de sus manos en el piso, derramando lágrima tras lágrima de sincero dolor. La daga, aún en su mano derecha, no tardó en ser utilizada para golpear de forma violenta la inerte roca de esta montaña sin nombre. Ni ella ni él pronunciaron ninguna palabra.


Él siguió llorando por mucho tiempo más, hasta que por el mismo cansancio no tuvo opción más que recostarse y parar. Ella, sentada pacientemente a la orilla del barranco, volteó a verlo una última vez. Sin decir nada, se levantó, recogió sus cosas, tomó la libreta y con un paso firme y cuidadoso se acercó a dónde estaba él recostado. Se puso en cuclillas nuevamente y con un rostro de una seriedad emotiva dejó la libreta a su lado. Él la observó, mirando siempre hacia arriba. Su cara aún hinchada del llanto y su pelo largo y sucio no le dejaron ver claramente el rostro de esa mujer por última vez. El sol se había ocultado ya. Los edificios de aquel pueblo cercano emitían ya luces de antorchas que iluminaban de forma modesta la montaña. Ella se puso de pie y continuó su camino sin decir nada. Él sabía que esa noche dormiría ahí, sin más, en la roca y junto a esos cadáveres. Por la mañana, sin fuerzas, tendría que decidir qué hacer.

Lo invisible

Hay un montón de cosas que no podemos ver, y aunque la vista no es el sentido más importante –si es que hay uno- si es de los más memorables. Hay muchas cosas que no se “asimilan” como tal, que simplemente pasan desapercibidas. Aunque mirar no es percibir, no siempre.

Las cosas invisibles no son más bellas o mágicas que las visibles. No son secretos milenarios ni respuestas todopoderosas al infame y sublime Universo. Son eso, cosas que no se ven. Pero sí existen, que ya es decir mucho. Atienden a las mismas reglas que tú, yo, las estrellas y las cucarachas. Pero no hablemos de generalidades, eso no interesa a nadie. Esto es acerca de precisión.

Era una tarde fría y lluviosa, de esas donde se antoja simplemente acercarse a una ventana a beber té. Esta ocasión, sin embargo, tenía el compromiso de atender a una de esas fiestas dónde ultimadamente no sé ni siquiera porque estaba invitado. Una fiesta sorpresa además.

No entiendo las fiestas sorpresa. Entiendo el concepto, pero no la finalidad. Es un fastidio mantener secretos, más cuando es algo que todo mundo sabe excepto una persona. Excluirla de su propia alegría, aunque momentáneamente, me parece extraño.

-Hay veces que me doy cuenta que pienso demasiado las cosas. No es que sea un crítico empedernido, pero así es. Es fácil darse cuenta de lo absurdo o inútil de preocuparse por el significado de una fiesta sorpresa.

En ese estado de estupefacción llegué al lugar del festejo y como tal, dejé mi carro justo en frente de la casa de la festejada. Bajé tímidamente por el frío y la incertidumbre de ni siquiera conocer el número exacto de la vivienda cuando comencé a observar movimientos y murmullos en una de las casas cercanas. Así, de esa pequeña esfera de caos, salió un hombre mayor de baja estatura quién con seguridad me preguntó quién era yo. Todavía no alcanzaba a exponer de lleno mi identidad cuando me invitó a pasar rápidamente hasta la sala para no arruinar el furtivo evento.

Fue hasta que estuve dentro que me di cuenta –o más bien, recordé- que este círculo me era totalmente ajeno. No recuerdo cuantas personas éramos pues detesto ocuparme en estupideces, pero hombres y mujeres estaban separados en pequeños grupos. Aun así, de inmediato podía darse uno cuenta que solo había parejas (o gente emparejada) en la reunión.

Se respiraba una emoción un poco tonta. De esa que produce expectativa de manera artificial y forzada. Había un par de chicas genuinamente motivadas por el “sorpresón” que se llevaría la susodicha y sus novios y esposos simplemente pasaban el rato en adulta seriedad. Cuando estoy rodeado de gente así, involuntariamente y como por reflejo, trato de adaptarme y experimentar el momento como uno más de ellos. Sin embargo a veces resulta complicado el apagar todo indicio de conciencia.

Hay una escala de valores conservadores muy clara aquí en Monterrey; escala en la cuál el matrimonio parece gozar de un lugar privilegiado. Pero no hablo del matrimonio como institución ni mucho menos como concepto. Lo que se venera son las superficialidades de este, sus periféricos. La integridad, duración o bases soportándolo pasan a un plano totalmente irrelevante. Es, simplemente, una oda a la imagen del matrimonio.

Como es de esperarse en una sociedad anticuada, esto es especialmente importante para las mujeres. De ahí que la fiesta fuera principalmente en honor de la dama a punto de contraer nupcias. Por un momento, al estar inmerso en la algarabía de estas chicas, parecía que no existía bien mayor en el universo que el matrimonio. Una más de ellas se uniría a la cofradía del anillo. ¡Qué realización más grande!

No quiero que me malinterpreten, el amor en su concepción básica es algo que percibo como bueno, casi justo –por natural-; sin embargo ésta no era una celebración del amor, era la celebración de un protocolo, de una validación social. Encontrar a alguien con quién se quiera compartir la vida no es tarea fácil; el aceptarlo y entenderlo definitivamente es motivo de celebración. Aquí; sin embargo, no celebraban el hecho como tal, sino el acontecimiento por su sola definición, casi estética, en imagen.

Esto lo reafirme cuando el novio –un preciado amigo mío- comenzó a relatar la historia de la “declaración” a petición del público presente. El, en su siempre relajante serenidad, comenzó a contar una historia tranquila y con lujo de detalles, haciendo ameno el momento de escucharla. Pero no, eso no era lo que buscaban estas chicas. No le interesaba la belleza del concepto, de la expectación, de los instantes que adornaban la unión tan linda de dos seres humanos. Para nada, ellas querían simplemente revivir la imagen de ese preciso momento genérico en dónde ellas han estado o imaginado estar. El tradicional “¿Quieres casarte conmigo?” y el novio arrodillado era lo único que parecía importarles a estas mujeres. Y por supuesto, lo que sigue.

Pienso entonces que como generación hemos fracasado. Incluso de forma más grave que nuestros padres. ¿O acaso ellos también eran así de vacíos? Estoy seguro, sin embargo, que el amor que él profesa por ella y su compromiso es real. Me deleita observar su natural interacción, su gracioso vaivén de miradas y graciosos momentos. El también conoce todo esto que expreso; simplemente que él supo adaptarse mucho mejor a todo ello. Eso es lo que no se ve, lo invisible y lo que a ninguna de estas chicas les ocurre que si quiera existe. Tal vez por ello aún no logro comprender el amor ni las ilusiones que se hacen pasar por él.

La velada continuó tranquila, conforme pasaba el júbilo de la felicidad artificial comenzaban a sentirse indicios de verdaderas sensaciones. Pero la programación social de la región nunca dejó la casa. Las mujeres por un lado comenzaron a platicar, con obvias razones, de los detalles de la boda y cosas de ese estilo. Madrinas de lugar, de fotografía, de vestido, convivían de forma natural pero terriblemente artificial a la vez. Por otro lado, los hombres -más serios- estaban presentes solo a disposición de los irrelevantes caprichos de sus amadas; platicando de la vida en lo que una vida común y llanamente normal representa: trabajo, compras, viajes, estabilidad y demás píldoras tranquilizantes.

Me acerco a escuchar pues poco tengo que aportar a esas pláticas. En caso de hacerlo sería torpe, pretencioso y falso. Soy terrible para hablar, la elocuencia me evade y mi mente siempre me traiciona al desnudar todas mis palabras de ritmo, entonación y gracia. Solo logro escupir lugares comunes, intrascendencias y frases demasiado bajas para ser escuchadas.

De momento veo a algunas parejas interactuar. Son tan genéricos. Y me pregunto ¿qué tanto será lo que no veo? En esas miradas tiernas, en esos apodos tontos, en esas re-afirmaciones de estatus y romance prefabricado. ¿Qué hay debajo además de potencialidad perdida? Es obvio que no puedo entender en un segundo la complejidad de una relación interpersonal, por más vacua que parezca; sin embargo no dejo de preguntarme qué tan profunda es la corrosión de nuestras almas, qué tanto hemos perdido en relación a la verdadera profundidad que significa el desafiar la fragmentación del Universo en unión con otra persona.


Esas chicas, aparentemente superfluas, pueden ser guerreras, musas, poetas, dueñas de una sensibilidad invisible incluso para ellas. Esa es la palabra que estaba buscando: sensibilidad. Pero el frío nos ha entumecido, la vida misma nos anestesia.

Tuesday, September 24, 2013

Gernika

Era un domingo, lo recuerdo bien. Bueno, podría haber sido un sábado también. Tratando recordar el día imaginé que era domingo ya que de no ser así, no entendería porque no me quedé en el puerto de Bermeo hasta el anochecer. ¡Ah claro! Los horarios del tren.

Era sábado entonces. Un hermoso y soleado día de esparcimiento. Ya había tenido la oportunidad de viajar fuera de España, pero la hermosura del país vasco era demasiada para no aprovechar cualquier descuido del tiempo y montarme en un tren sin nada más que la intención de recorrer los pueblos aledaños.

Mi objetivo principal era la ciudad de Gernika, antigua capital de la región. Una ciudad cuyo solo nombre evoca historia y humanidad. Con ese plan en mente tomé mi pequeño morral con algunas hojas, una pluma (roja por cierto) y dinero suficiente para no tener que resistirme a la tentación de pintxos y txacolí en dónde fuere que los encontrase.

El solo viaje en tren ya me producía un intenso sentimiento de realización. Me sentí bien. Bien de que dentro de mis alucinaciones de opresión y las apariencias de libertad pudiera yo tomar un tren y recorrer un camino desconocido a un precio tan accesible y con una seguridad tan reconfortante. La seguridad de que para ir a dónde quería no me quedaba más que elegir el destino y permanecer algunos minutos en un vagón cuyo trayecto se encontraba ya predefinido. Uno de esos momentos en los que solo desde lejos es posible observar la contradicción de sentirse libre al recorrer un camino ya delimitado. Destino le llaman algunos cuando se refieren a este fenómeno en la vida.

Gernika me sorprendió por su poca pretensión. Llegué y no pude evitar el sentirme como en ningún lado, como si no hubiera ni siquiera salido de viaje. Comencé a caminar tímidamente por sus calles como cuando caminas en tu casa tras haber apagado la luz en una oscura noche. Sabes o crees saber el camino, pero prefieres ir casi a tientas con tal de no tropezar con algún mueble mal puesto. Así, con esa cautela, llegué a uno de esos famosos módulos de información turística; modesto también.

El entrar a esos establecimientos no deja de ser una apuesta que algunas veces prefiero no jugar. Hay ocasiones que la información disponible es tanta y la disposición de quién te atiende tan poca que entras como en un estado abrumador de estasis. Repentinamente la más pequeña de las ciudades se vuelve el punto más interesante sobre la tierra, y con el tiempo mordiendo tus espaldas no puede uno evitar el sentirse miserable.

Afortunadamente esta ocasión no fue el caso. Entre y salí como si fuera una operación encubierta. Un pequeño mapa por aquí y algunos horarios de museos por allá y estábamos listos para caminar algunas horas en la antigua ciudad.

El describir el caminar por una ciudad desconocida debe ser una de las tareas más arduas que conozco. Es un poco soso el tratar de recobrar sensaciones personales mediante burdas descripciones. Aludir a colores, edificios, estructuras, climas y sonidos es como tratar de replicar la majestuosidad de alguna pintura de Kandinsky o Cézanne describiendo únicamente la paleta de colores y el lienzo en blanco.

Me parece inútil entonces el revivir mi recorrido por la ciudad en palabras. Lo más que puedo aventurarme a hacer es el llevar las sensaciones que experimente a la superficie. Sensaciones que ya se han desquebrajado con el paso de los instantes. Sentimientos que tras permanecer estáticos ahora crujen cuando se les intenta mover y solo asemejan su gloria momentánea en su silueta.

Como mencionaba, la familiaridad del lugar era extraña. Por momentos me sentía incluso en México, en su capital, imaginando sus escuelas, sus niños y sus héroes patrios. ¿Qué rostros tendrán los héroes Vascos? ¿Serán sus mitos similares a los de mi país? La palabra héroe siempre me pareció graciosa. Aún más la palabra villano. Al ver las placas en la calle me daba risa el imaginar como, aparentemente, en ciertos momentos de la historia la vida deja de ser simple y se transforma en la futura página de un libro, en un viejo mural o en una solmene placa. La gente común deja entonces de serlo para convertirse en entes aislados de toda temporalidad, imbuidos con un resplandor que solo el caos de la historia permite y comprende. Surgen entonces héroes y villanos; actores de una construcción magistralmente armada a lo largo de siglos y siglos de linealidades.

Todo eso pensaba cuando repentinamente me vino una leve angustia. Esta ciudad tenía en su aire las cicatrices de un terrible bombardeo. Lo que se respiraba; sin embargo, no era solo el dolor de una destrucción pasada, sino una nostalgia, tímida y casi invisible; de que ese acontecimiento representaba ahora gran parte de la identidad de la ciudad. La devastación, como el dolor físico, se siente y se sufre en instantes cortos y crudos; pero el dolor de la nostalgia se alimenta con el tiempo y llena de pesadez el rocío de las ciudades.

Era una lástima que no tenía tiempo de conocer a la gente de Gernika. De preguntarles que piensan de todo esto; de las bombas, de sus héroes, de su árbol; de sus artistas. Pensaba esto cuando observaba las abstractas esculturas de Chillida en un jardín de margaritas. La obra más grande exhibía varias marcas de vandalismo, otro tipo de arte. En ese entonces me llegaron tantas preguntas que no pude ni siquiera escucharlas todas al mismo tiempo. ¿El grafiti es arte? ¿Es arte este grafiti? ¿Qué pensaría Chillida al respecto? ¿Qué representa esta fusión? ¿Por qué cubrirías una escultura ajena con espray multicolor? El arte que devora al arte y un mar de margaritas.

Seguí caminando en los apacibles parques de la ciudad, observando, escuchando, respirando la historia que el aire me quería contar. No quise entrar a ningún museo. No quería forzarme a aprender datos provistos por una cúpula aislada de historia y desconectada de realidad. Toda la antología del país vasco la tenía su gente y su presente. Lástima que no tuve tiempo de ser uno de ellos.

“Amigo del país vasco” leía un busto de Humboldt. ¿Y cómo no lo sería si el euskera es la lengua del lugar? ¡¿Qué tradición más bella que un idioma?! Especialmente uno tan rebelde y particular. ¿A caso hay algo más humano que el lenguaje? Si tan solo pudiera comprenderlo. Las cadencias de cada lengua son recuerdos de los ritmos de toda la creación. Cada uno es una ventana a la humanidad en su forma más auténtica.

Tras caminar lentamente, tan lento como solo se puede caminar en un día libre, volví al centro de la ciudad para tomar el tren rumbo a Bermeo. Pero antes no podía dejar de visitar los cafés y bares de la zona para probar sus pintxos y comenzar a embriagarme de txacolí.

Es imposible emular en palabras la leve sensibilidad que producen un par de copas de vino. La predisposición a la reflexión y a la contemplación aumenta cuando se adormecen los sentidos más inmediatos. Como si el cuerpo intentará compensar la falta de lucidez con un mayor esfuerzo de introspección. Así, a las afueras de una cervecería gozaba solo (cómo únicamente se pueden gozar estos momentos) de este corto pero ameno viaje.


Entonces, unas ganas terribles de escribir comenzaron a presentarse. Pero necesitaba alejarme del bullicio de la botana y del caminar de las plazas, necesitaba volver a la tranquilidad de las vías del tren…

Monday, September 23, 2013

Naranjas y otros tonos

Cuando era chico me gustaba, de repente, encender un par de cerillos para obsérvalos quemarse. Aunque lo anterior tiene indicios de algún tipo de desequilibrio relacionado con la piromanía, la realidad de las cosas es que era un pasatiempo bastante inocente. Hoy en día aún disfruto levemente de ese breve momento en el que un cerillo enciende y todo lo que viene después.

Aunque para la mayoría podría no representar nada en absoluto, el mirar cuidadosamente la combustión de un frágil pedazo de madera es algo más poético de lo que pudiera aparentar. Dónde lo poético me sigue siendo un tanto ridículo y, a veces, detestable.

No es lo mismo, bajo ninguna circunstancia, el simplemente crear una flama directo de un encendedor. En primera, el suave aroma de la madera en llamas es un gusto por si solo; pero incluso antes de ese fugaz placer, el tan solo deslizar el cerillo sobre la áspera superficie que le encenderá en llamas son uno o dos segundos de una expectativa extrañamente excitante. El sonido que produce no es menos bello. Tratar de describirlo solo pondría en evidencia mi limitada habilidad para expresar en palabras las notas que, sin ningún orden particular, genera la vida con su infinidad de instrumentos.

Después del sonido y el aroma aún viene lo más emocionante. Generalmente es con la mano derecha que sostengo el cerillo en proceso de combustión mientras que con la izquierda cubro de forma dinámica su cabeza de cualquier corriente de aire que pudiera poner en riesgo la vida de la pequeña e inquieta flama que, como un camaleón neurótico, comienza a cambiar de naranja a azul, de azul a rojo y de rojo a morado en un dinamismo que requiere de más de un par de cerillos para comprender.

Es aquí cuando cada cerillo muestra esa aleatoriedad inherentemente arraigada en la naturaleza del todo. Algunos queman por escasos segundos, consumiendo si acaso la cabeza del cerillo y dejando detrás una figura cubierta de un negro tenue y percudido. Poco calor queda incluso en esos cadáveres, en esos fuegos lentos y mediocres.

En otras ocasiones la flama, tras encender en una sonora explosión y reducirse un poco sobre la misma estela de humo que produjo, quema incesantemente en un fascinante e hipnótico baile. En ese periodo de frenética temporalidad es posible ver destellos naranjas de un brillo noble y destructivo. Un fuego que se vuelve interno y comienza a darle un carácter casi martirizante a la esencia inerte del fosforo. Al mismo tiempo, el cuello de madera comienza a ensombrecerse y debilitarse, jorobando su verticalidad orgullosa. Justo debajo de la zona afectada por el calor a veces es posible observar gotas de la humedad que escapa del cerillo, cómo esas lágrimas que se derraman demasiado tarde tras un error irremediable.

Al consumirse, queda otro aroma áspero, pero sutil. La porosidad de la cabeza del fosforo dan la impresión de un alma perdida, un objeto derrotado, un símbolo de algo que murió por dentro y que por fuera exhaló todo aquello que contribuyo a destruirlo. Pero el cerillo no está acabado aún. Su toque sigue siendo destructivo, capaz de encender otros fuegos y perforar algunos materiales. El dejarlo caer sobre el suelo pareciera la única muestra de piedad que podemos darle a ese objeto; y aun así, al precipitarse con su peso mínimo y su cuerpo consumido, este choca y esparce pequeñas chispas, como un último aliento, un último reclamo arrogante que enfatiza su voluntad invisible de morir en un majestuoso y glorioso fuego, consumido de sí, para sí y por sí mismo.

Sunday, September 22, 2013

XXXIII: Edificios viejos y otros sueños olvidados

Siempre había imaginado esta escena de manera diferente, de forma más extraña tal vez. En ese momento, ambos sentados tranquilamente en la terraza de ese viejo café, no pude evitar recordar algunas imágenes de esas que quedan almacenadas como viejos libros en los estantes de la memoria. Imágenes tan falsas como mis expectativas sobre la conversación que estábamos teniendo tu y yo.

En ocasiones había soñado este mismo cuadro, esta imagen de un dinamismo lento, casi torpe. Mi subconsciente tiende a pintar este tipo de instantes en colores morados o verdes; siempre tendiendo hacia la oscuridad o la aparente profundidad de la noche. En esos bellos momentos de estupor onírico lo único que queda en la memoria son sentimientos un poco exagerados aderezados de imágenes cuya relevancia solo se puede asumir como real por el simple hecho de que su presencia permaneció aún después de despertar.

En mi sueño, el café se encontraba desierto. El edificio entero tenía un aire, casi estético, de abandono. A lo lejos, sobre un plano fijado sobre el océano, se observaban las luces de muchos barcos y edificios antiguos. Acá, de este lado del puerto, no había más que un emocionante y expectante silencio. Subiendo al segundo piso, de dónde se observaba mejor ese bello cuadro pseudo-europeo, estaba ella, con su pelo corto, su mirada extraña y una bufanda morada que imagino jamás existió en el mundo de lo real. Esos mosaicos del subconsciente, sin embargo, no dejan de ser fotografías engañosas y confusas. Un poco menos estáticas que las imágenes de nuestra diaria superficialidad; pero igual de vacías de contenido.

Me gustaría pensar que en aquel sueño hablamos de muchas cosas, de cosas bellas, profundas y trascendentes. Me gusta imaginar, cuando conversamos, que estamos haciendo eco de la misma eternidad. Sentir, como solo siente el viento, que el solo observarte hablar es entender el arte de una creación violenta y hermosa a la vez. Me gusta(ría) el poder decirte con una confianza total y sin ninguna otra pretensión más que la expresión sincera, que tu representas la belleza del confluir aleatorio de este inmenso Universo.

Jamás sabré de qué hablamos aquella noche en ese fantasmagórico puerto. En ese momento no éramos más que desconocidos. Éramos la potencialidad infinita de lo que todavía no sucede, de lo que puede devenir en cualquier cosa. Éramos ilusiones… eso es lo que éramos; un sueño, un fragmento perdido en los ríos y lagos de ese misterioso y etéreo plano que se compone de sueños, memorias y anhelos. Aquel reino (color esmeralda) de espejismos humanos.

¿Cómo puede entonces este momento competir con aquello que es infinito? ¿Qué podría yo esperar de la realidad, de un encuentro verdadero, de una conversación no preparada, de un juego de dos? Da un poco de miedo el estar tan enfrascado en esperanzas estúpidas que al final terminan siendo combustible de una apatía auto-destructiva.

Entenderás entonces que estaba nervioso. Comprenderás que sin querer, comencé a sudar frío, a sonrojarme de la forma más ridícula, a desesperar ante la existencia toda. Imagino no será difícil el darte cuenta que no podía ni siquiera ponerte atención. Justificarás, espero, el que haya encontrado tus rabietas cotidianas odiosas, tus anécdotas estúpidas y tus preocupaciones banales y sin ningún sentido verdadero. Espero puedas perdonarme el hecho de que por momentos decidí ignorarte y dejarte hablar mientras pensaba en esta angustia y en aquel sueño.

Espero no hay sido muy obvio cuando mi mirada se perdía en el infinito de un horizonte lejano; uno que ni siquiera estaba ahí. Ojala no te haya ofendido mi expresión neutra y despreocupada; mi desentendimiento de ti, mi egoísmo social, mi arrogancia conversacional. Cuando era mi turno de hablar no me quedaba más que emular tu superficialidad, expresar trivialidades en mi descorazonadora desesperación. Crear paralelismos simbólicos, recuentos planos y  excusas para mi actitud indulgente y soberbia.

No es tu culpa (en el estricto sentido de las cosas si lo es); simplemente que tú no eres aquella chica de mi sueño. Incluso si fueras ella, esto sería otra terrible desilusión. Tal vez simplemente tenga que salir un poco más y enamorarme un poco menos. Entrenar la condición sentimental de mi cansancio existencial y  ser menos ingenuo y un poco más burdo; y ¿por qué no? Menos sincero.

Tal vez todo esto sea una alegoría, como aquel té frío sobre mi escritorio que demanda le vierta un poco de alcohol para reafirmar su existencia y razón de ser. No sé si mi vida pueda sobrevivir de símbolos y canciones con letras ambiguas; pero creo que puedo dejar de soñar por algunos meses.

Hoy, por cierto, el clima gritaba melancolía con una timidez de esa que solo al joven artista le parece tierna. Pero a pesar de las engañosas nubes grises, la tarde del domingo no dejó de ser relativamente calurosa. No sé puede entender el destino a más de veinte grados centígrados. No al menos en el sentido verdadero de sí. La gente justifica su miseria con una patética y equivocada idea de grandeza individual. Piensan que destino es sinónimo de un futuro grandioso que eventualmente llegará, de la nada, a una conclusión fantástica, épica y eufórica. Un momento que justificará lo gris de una existencia mayormente genérica y un reclamo de eternidad incierto. Lo que no se dan cuenta es que, creer en el destino, es creer en la inevitabilidad de las más oscuras desavenencias. Quién verdaderamente cree en el destino tiene que reconciliarse con la profundidad de todas las angustias, tiene que poder contemplar la idea de que estas son eternas sin renunciar a la cordura (al menos no en su totalidad).


Pero aquella noche que seguimos platicando; ya no en ese café, ni aquel parque, ni el balcón de ningún edificio alto; sino en ese lugar genérico dónde no puede uno distraerse con nada más que con lo mundano de nuestro diálogo; ahí me di cuenta que a pesar de los sueños, las imágenes, los espejismos y las añoranzas sentimentales; tu idea del destino es aquella que detesto. Entonces la idea del abandono, como en aquel viejo edificio verdoso, cobró nuevamente un hermoso sentido estético.

Tuesday, September 17, 2013

Cuentos, ficciones y vacíos

Cada vez me pesa más escribir ligerezas, redactar cuentos o crear personajes. Toda mi motivación para generar ficciones recaía sobre un tímido deseo escapista; una leve renuncia a lo insípido de un presente (ahora pasado) por demás desabrido y un tanto deprimente. Tal vez no en ese bello sentido melancólico de la existencia toda; pero más como una incomodidad, una molestia inercial ante una vida demasiado paciente, demasiado segura, demasiado indiferente.

En ese entonces me resultaba sencillo crear mundos extravagantes, intrigas por demás complejas y una gama de personajes que surgían de mosaicos oníricos ahora incomprensibles. Sus historias eran sentimientos. Su esencia eran pasiones. Sus mayores cualidades y sus más terribles y detestables defectos eran añoranzas emocionales; carencias propias y deseos apagados, ahogados e ignorados.

Lo divertido es que posiblemente hasta hace escasos minutos que escribí el párrafo anterior esto cobró verdadero sentido. Puede ser que en esas mínimas e inconsecuentes realizaciones se encuentre mi extraña pasión por el devenir escrito, ese extraño gusto de soltar caudales de pensamiento y no saber en lo que puedan desembocar.

Ya no puedo escribir ficción. Una declaración bastante atemorizante considerando que aun pretendo hacer pasar por falsas la colección de experiencias de mi vida. Nunca he sabido de quién me escondo o para qué. La exageración me es detestable en un texto y el abuso de imágenes para expresar sentimientos aún es un vicio del cuál disfruto; cómo muchos otros reprobables hábitos en mi vida.

¿Qué existe más complicado que escribir un diálogo sensible? Me desgasta pelearme con la realidad y rogarle a la verosimilitud. Es cansado ser coherente al crear mundos. Me agotan los detalles que implican el describir un cuarto vacío y prefiero dejar de lado el frágil deseo de autodestrucción que produce un conflicto existencial irreal.

Añoro volver a escribir ficción. Me gustaría volver a tener la fuerza para hacerlo; la visión, la paciencia, la irreverencia, el arrojo y la comprensión de un mundo existente; pero irreal. Pero también he dejado de creer en las grandes historias, en las guerras y los ideales, en la épica de conflictos grandiosos y destinos heroicos. He perdido la ilusión de la magia, de la esperanza, de palabras como amor, libertad, justicia y valor. Los discursos que hubieran motivado naciones enteras me parecen absurdos. El presente y la nefasta realidad de una sociedad que parece desear su destrucción y fracaso agotaron… extinguieron la flama de sentimientos virtuosos; de alegorías bellas y dramáticas de ingenuidad humana.

Ahora solo siento lo trágico de la individualidad, lo angustiante de vacío tras vacío de un Universo comprensible pero tan angustiantemente inmenso como nuestra propia ignorancia sobre él. Me da un poco de miedo el presente y a pesar de mi reconciliación con la insignificancia no puedo dejar de preocuparme, alterarme y enojarme ante el poco respeto que le tenemos al existir.

Para bien o para mal, es solo en los instantes que se subliman dentro de un escrito que no pretende emular realidades que siento toda esa angustia que quiero expresar. Esa realidad innegable de las cosas y del estado de nuestra humanidad. Una humanidad genérica hasta en los sentimientos que produce. Que brutal ironía que solo hablando de uno mismo se intente describir a los demás; a todo lo demás. Hasta en eso soy arrogante.

El escrito ficticio que cautiva es el que en realidad no lo es. Son los cuentos más cercanos a nuestro sentir los que recordamos; esos que parecieran redactados a partir de nuestro destino irrealizable, de nuestras angustias más devastadoras, de nuestras alegrías más inconsecuentes, nuestros miedos más irracionales y nuestras vulnerabilidades más arraigadas. Son las ficciones que nos quiebran por dentro aquellas lecturas que más se apegan a nuestra realidad. ¿Qué nos queda entonces? No me gustaría pensar que hemos perdido incluso el reino de lo irreal.

Tuesday, September 10, 2013

Barrancos y otras imágenes

Tenía que llegar una noche intrascendente como ésta para volver a redactar un texto. La hipocresía de no considerar al resto de las noches de mi vida igual de irrelevantes es brutal; sin embargo hay veces que tengo que forzar el comienzo de un párrafo para poder tomar inercia suficiente para desparramarme por completo en una hoja de papel virtual. Qué asco de oración, por cierto.

La leve resequedad emocional que siento de momento se encuentra por demás justificada. Las excusas son innumerables y todas retoman una vez más los viejos discursos que condenan el estado actual de una sociedad dormida, perdida y enferma.

Pareciera incluso que nos jactamos, cual tren a la deriva, de un extraño sentido de heroísmo trágico en el cuál la estética y violenta escena de nuestro descarrilamiento es una obra de arte que exalta la vacuidad del brutal Universo. ¿Hay acaso mayor auto-indulgencia que el pensarse protagonista de un drama cósmico?

Las memorias nos engañan cómo un sexto sentido mal calibrado. De repente, cuando la oscuridad es absoluta, nos damos cuenta que la noche nos gusta ya que nos permite olvidar momentáneamente la inercia de una existencia que no comprendemos y que pretendemos ignorar. Que deseamos desesperadamente ignorar.

Uno que otro golpe de cotidianidad nos recuerda que la angustia ante la existencia es permanente; sin embargo son pocos los que le reconocen a ese padecer su sentido eterno, su dimensión colectiva y su importancia trascendental.

Despiertos en un sueño. Aletargados en el más activo de los dormitares. Cansados y extenuados del no-existir. Nuestros ídolos son más absurdos que cualquier becerro de oro. Buscamos el consuelo del café cada mañana, justificamos nuestra adicción a ese elixir de la productividad. Le rezamos y agradecemos el que nos permita funcionar en un mundo y en una rutina que detestamos. Al finalizar del día añoramos el adormecer ese exceso de lucidez automatizada que irónicamente nos mantiene con los ojos cerrados. Nos hundimos entonces en toneladas de anestesia física, creativa y emocional. No nos permitimos sentir y si nos detenemos es para precipitarnos a la auto-destrucción de nuestra alma consciente.

La desesperación entonces aparece y re-aparece cada noche. Se obstruye con risas estúpidas, con besos falsos, con imágenes en movimiento, con violencia, con arte vacío, con fotografías e ilusiones del “ser-feliz”. El sistema económico ahora sobrevive de la compra-venta de sueños, del tráfico de ilusiones y del mercadeo de espejismos de vida.

Guardamos botellas de licor barato para recordar momentos en los que perdimos la cordura; en los que fuimos libres y peligrosamente estúpidos. Noches y tardes en los que liberamos a todos nuestros demonios alimentados de angustia y desesperación. Mutantes camuflados en la oscuridad de nuestras almas y en el cobijo de las noches sin luna. Los más afortunados simplemente se encuentran vacíos por dentro y no posan amenaza ni para ellos mismos. Pero otros somos la pólvora del caos; de una aleatoriedad malsana fruto de la misma degeneración de nuestro ser y nuestro existir.


No se trata de escapar, tampoco de exigir; ni mucho menos de salvar. Se trata de conciliar, reconocer, reflexionar y transformar. Se trata de vivir diferente. De renunciar a esta novela de 100 páginas. De aceptar, primero, que es preferible salvarse a disfrutar la fotografía de nuestra destrucción.