La imagen toda tenía un tono amarillento y
terroso. El sudor se podía sentir en las rocas y en la piel. El calor era
brutal. Ahí, en la cima de esa opaca montaña se encontraban sentados los dos,
cansados; pero eufóricos. Casi como si una orquestra estuviera aun tocando
melodías de guerra tras de ellos. De esa altura se podía observar un río que
cruzaba de norte a sur a través de un valle con tonos similares y pequeños
árboles que recubrían lo que de otra forma sería una vía color ocre.
Detrás de ellos había una complejidad de
circunstancias brutal. El pavor de una guerra de ideales vacíos los había
orillado a viajar, a escapar, a matar y a morir –al menos por dentro-. Con espadas, antorchas, algunas monedas y
trucos baratos de ilusionismo; con ello habían estado recorriendo los caminos de
esta hostil región cuyo nombre no vale la pena ni siquiera mencionar.
Estuvieron sentados mucho tiempo sin pronunciar
una sola palabra. En vez de hacerlo, solamente se miraron a los ojos durante lo
que pareció otra eternidad. Pero hasta la temporalidad de lo infinito es
relativa. Algunas aves sobrevolaban el área, como expectantes. A escasos metros
de ellos yacían muertos tres bandidos, con sus manos aun aferradas a sus burdas
hachas y dagas improvisadas.
Al este, a unos diez kilómetros de ahí, se
observaban torres y edificios hechos de la misma roca amarilla que coloreaba
todo ese paisaje. Pero sus ojos seguían fijos, mirándose el uno al otro. Los de
ella empezaron a titubear, a quebrarse como un fino cristal. Su expresión
permanecía inmutable, pero el sonido que las lágrimas hacían al caer sobre las
piedras resecas era difícil de ignorar. Él pensó en decir algo, en tocarla, en
levantarse y mirar a otro lado; pero su llanto era hipnótico y; de una extraña
manera tranquilizaba su alma.
No pudo entonces más que limitarse a hacer
muecas que expresaban su insatisfacción con el momento, su confusión sobre el
instante y la vida. ¿Quién había elegido esto por ellos? Se sintió pleno pero
vacío; derrotado, como una marioneta sin alma, sin dueño. Ella se levantó, tomó
su espada y con un trapo viejo limpió el exceso de sangre de sus filos. Lo hizo
con una sutileza y tranquilidad que llamaban la atención. Una de las aves bajó
entonces y se posó sobre un peñasco desquebrajado algunos metros frente a ellos.
Los observaba. El imaginaba que ese animal los juzgaba, pero que a la vez los
trataba de entender.
¿Quién podrá entenderlos si ellos mismos
ignoran porque están en este tiempo y en ese espacio? El también sintió ganas
de llorar, pero decidió no hacerlo. De forma similar, recogió sus cosas, las
acomodo en su modesto morral. Tomó la capa rota que los bandidos le habían
arrancado y, como transformándose en otro, comenzó a inspeccionar los cuerpos.
Con un ligero disgusto tomó de sus cadáveres algunas monedas. Uno de ellos
tenía una libreta percudida y en mal estado en su mochila. Por obra de una
curiosidad casi automática, comenzó a hojearla. La letra era difícil de leer y
no parecía haber mucha estructura en los textos que ahí se habían plasmado.
Fueron tal vez dos minutos en los que el joven
se perdió en el enigmático cuaderno. De repente, sintió su alma escapar de su
cuerpo al escuchar un balbuceo del bandido que yacía delante de él. En lo que
fueron si acaso un par de segundos, el ágil viajero ya había soltado la libreta
para sacar nuevamente su filosa daga. Así, en posición defensiva observó la
agonía de aquel hombre.
Escupiendo sangre, el maleante trató de
pronunciar unas palabras mientras apuntaba hacia la libreta. Con su mano
derecha trató de alcanzarla, pero estaba muy débil para poder esforzarse lo suficiente.
El joven, confundido, no supo exactamente qué hacer. Estaba visiblemente
desconcertado, incluso un poco asustado. Sentía un temor leve que no
tenía nada que ver con la adrenalina que apagó todo indicio de inseguridad
cuando enfrentó a estos hombres.
A penas iba a reaccionar cuando su compañera se
acercó, se puso en cuclillas para recoger la libreta y se la dio al moribundo
hombre que la reclamaba. Ahí, desde su lecho de muerte, aun respirando sangre y
tierra; hojeó con una mano el documento, como si estuviera buscando algo, como
si quisiera mostrarles alguna página específica. Mientras hacía esto, él no podía dejar de observar
la expresión de angustia y cansancio del bandido herido de muerte. Ella, por
otro lado, estaba fascinada por el sonido y el voltear de esas hojas viejas y
sucias.
El volteo frenético de páginas pronto bajó de
intensidad y en cuestión de segundos el bandido comenzó a rendirse, a perder
fuerza y a renunciar a la extraña esperanza que le había urgido el realizar
aquel sobrehumano esfuerzo. Así, cerró los ojos y dejó de voltear las hojas.
Pronto, dejó también de respirar. Su mano quedó reposando sobre un texto.
Ella, con una gracia y una compasión que nunca
se ve en los hombres, levantó la mano del ahora occiso, la puso sobre él y tomó
la libreta en aquella página abierta. No le pareció tan complicada la
letra, y como por instinto comenzó a leer en voz alta:
“Hay veces que me da un poco de miedo el ver lo
fácil que pierdo el control. Me ha pasado en más ocasiones de las que podría
admitir y cada una de ellas ha sido verdaderamente aterrador el descubrir lo
más profundo de mis instintos. No es que los impulsos sean reprobables por sí
mismos, pero asusta encontrarlos por primera vez. Algún día esto terminará por
matarme; pero sépase en ese caso que independientemente de la forma en la que
muera, definitivamente habrá sido mi culpa.”
Aún sin terminar el texto, ella pudo escuchar los
sollozos de su compañero. Esto de inmediato se transformó en un llanto
desgarrador, en un lamento sonoro y sincero. Al voltear a verlo se encontró con
una imagen descorazonadora. El joven yacía de rodillas con las palmas de sus
manos en el piso, derramando lágrima tras lágrima de sincero dolor. La daga,
aún en su mano derecha, no tardó en ser utilizada para golpear de forma
violenta la inerte roca de esta montaña sin nombre. Ni ella ni él pronunciaron
ninguna palabra.
Él siguió llorando por mucho tiempo más, hasta
que por el mismo cansancio no tuvo opción más que recostarse y parar. Ella,
sentada pacientemente a la orilla del barranco, volteó a verlo una última vez.
Sin decir nada, se levantó, recogió sus cosas, tomó la libreta y con un paso
firme y cuidadoso se acercó a dónde estaba él recostado. Se puso en cuclillas
nuevamente y con un rostro de una seriedad emotiva dejó la libreta a su lado.
Él la observó, mirando siempre hacia arriba. Su cara aún hinchada del llanto y
su pelo largo y sucio no le dejaron ver claramente el rostro de esa mujer por
última vez. El sol se había ocultado ya. Los edificios de aquel pueblo cercano emitían
ya luces de antorchas que iluminaban de forma modesta la montaña. Ella se puso
de pie y continuó su camino sin decir nada. Él sabía que esa noche dormiría ahí,
sin más, en la roca y junto a esos cadáveres. Por la mañana, sin fuerzas,
tendría que decidir qué hacer.