¿De qué sirve describir imágenes que no podrán
ser sentidas? Ni siquiera una fotografía, un cuadro o un poema con su pretensión
de musicalidad podrá jamás expresar una emoción como el núcleo de luz que es.
La música es lo único que tiene esa divina
habilidad. Y hablo aquí de divinidades porque no se me ocurre nada más sagrado
que la expresión pura, transitoria y etérea de un instante. ¿Acaso no existimos
para que el Universo pueda experimentarse a sí mismo? ¿No es ese el propósito de
convertir su totalidad en vacíos y su eternidad en fragmentos?
Siempre hablo de fantasmas y cuando no me
concentro en describir alguno en específico me pierdo en alusiones a
torbellinos de imágenes pasadas. Pero por más que me apresure en escupir
oraciones con vocación de espontaneidad, no puedo más que dejar incompletas las
descripciones de esas ráfagas de conciencia que añoran materializarse en
expresión.
La noche de hoy se antoja con una luminosidad
atípica, casi irreal. Hace tiempo no observaba tantos colores despegar del mismo
centro. En el horizonte, escalones de cristal, reflejando los tímidos destellos
de aquella explosión de luces y tonos profundos, mayormente verdes.
¿Ven a lo que me refiero? El párrafo anterior
fue si acaso una pérdida de tiempo. Al menos no fue alguna inmundicia similar a
un verso; sin embargo los matices de un retrato abstracto y sin mucha
exageración se pierden en la confusión de alegorías mal logradas y en la desconexión
contextual y circunstancial de un eje común de referencia.
Existen otras alternativas, claro está. Podría
entonces hablar de historias y simular almas en personajes con los que no he
conversado jamás. Podría también detallar paisajes con una verosimilitud aterrizada,
cuyo mérito resalte en pequeñas irregularidades concebibles por la más ramplona
excusa de imaginación. Véanos algunos ejemplos.
Si supusiera aquí el hablar de alguna molécula
creadora, en el sentido de un elemento natural y divino, como una elaborada
alegoría al alma de las cosas y el mundo; tendría entonces que mostrar ese
elemento místico al estilo de una visión igualmente natural; un paisaje que
representara la inmanencia de un código subyacente a la construcción del
Universo. Hablaría entonces de montañas púrpuras y de fractales dibujados en
las hojas de árboles antiguos. Hablaría también de patrones y permutaciones
matemáticas detectables en la intangibilidad de recursiones imposibles de medir
en la lluvia y en las olas. Tendría que
explicar el espíritu del viento en el caos de la perfección que solo se observa
al alejar nuestra mirada años luz del limitado espectro de nuestro sistema
solar. Todas las galaxias aparentan ser entes divinos, y el minimalismo de las
partículas subatómicas también se antoja sagrado. Pareciera que es solo en
nuestro marco de referencia (ese encapsulado por el demonio del tiempo) en
dónde se aprecia la violenta naturaleza del todo, junto con la desesperación de
sus infinitos vacíos.
Las burbujas que asoman tímidas al fondo de
alguna botella de licor barato tienen el mismo grado de belleza que una corona
de fuego sobre nuestro mezquino sistema solar. Todo radica en la escala con la
que se puede sentir y expresar el manifiesto de existencia de nuestro fragmento
de Universo (y universalidad).
Hablemos nuevamente del viento y descripciones
de soplos de vida, creaciones y misticismos. Retornemos a esquemas más
tradicionales, a honrar una naturaleza inmutable pero serena; a pagar respeto y
tributo a complejidades similares a la nuestras; pero cuya voluntad de existir
hemos superado en demasía. Y que no se mal interpreten mis palabras como una
falta de respeto a la antigüedad de las rocas o al poder purificador del fuego,
el agua y los cuatro puntos cardinales. Es simplemente que hasta en presencia
de los tejidos de la existencia misma me es complicado creer en dogmatismos de trascendencia.
Es verdad que hemos superado la voluntad de
existencia de las rocas, pero tal vez solo en el sentido de ejercer una
voluntad de poder más destructiva; pues ni siquiera sé si la podríamos
justificar como más consciente. No es realmente culpa de nadie el que ahora
nuestra enajenación de híper modernidad nos regrese a una condición de
hombres-máquina, de hombres-masa; de potencialidad incompleta, mermada y sin
realización. Somos fruto de una desavenencia cósmica que solo es justificable
en la ignorancia que el Universo tiene de sí mismo. ¿Hay acaso mayor arrogancia
que criticar las inconsistencias de todo el existir? Ese es el espíritu de
existencia humano; aquel que pretende ser principio, final, fondo y cúspide de
un devenir histórico inconmensurable y eterno. Eso sí es jugar a ser dios, y si ese dios existe hay que agradecerle el
permitirnos recordar nuestra insignificancia a través de la maldición
(irónicamente eterna) del tiempo.
No hay forma de saber más allá de lo errores
con los que inoculamos nuestra existencia. Todo va aparentemente tan rápido que
incluso el parsimonioso paso del viento nos molesta. Las sílfides rehúyen a
nuestros bosques de concreto y la ilusión de colectividad se ha perdido incluso
dentro de nuestras absurdas ideas de familia, nación y comunidad. Esa misma
comunidad que como una burla ante el estado existencial del planeta se
autodenomina como global en los tiempos dónde las burbujas son el leitmotif de nuestra
aburrida comedia.
Compartimos las más aberrantes
superficialidades para pertenecer a la nube de conciencia artificial creada a
través de un fantasmagórico mar de información, datos y sentimientos que se
despliegan como utilidad en un frenetismo que nos destruye. Detrás de tan
horripilante desesperación se oculta la misma angustia que compartimos como
seres fragmentados con el Universo: un miedo insoportable a la soledad. No
aquella que se disfruta con un café en un cuarto silencioso; pero aquella que
se remonta a vacíos oscuros de perpetua incomprensión. Volvemos entonces al
punto de partida; al nervioso esclarecer del temor de la inexpresión. Nuestra
sociedad de retratos es la degeneración que surgió de nuestra potencialidad
incomprendida. Somos un vacío de imágenes, un reflejo de vacuidad eterna que se
alimenta de su misma pretensión de relevancia; de esa vocación a ser Dios y
Dios por sobre todo.
Nuestra mecánica colectividad ha producido
átomos; pero no aquellos que exhalan divinidad en su perfecta unión para crear
materia; sino patetismo ante un individualismo fuera de foco, función,
justificación y trascendencia.