Es fecha que seguimos creyendo en las revoluciones de antaño. Las ideologías del siglo pasado se nos presentan con el atractivo recubrimiento de la nostalgia y el sabor amargo de potencialidad perdida. Si a esto le aunamos el estado casi putrefacto al que ha llegado nuestra gloriosa modernidad; no es sorpresa el que todavía muchos entreguen su voz al clamor de causas perdidas.
En un romanticismo alimentado por la misma anestesia que se quiere erradicar, las luchas de sistemas fallidos y visiones utópicas se han convertido en dogmas de fe incuestionables. Si bien los arreglos políticos y sociales de otras épocas son valioso material de estudio y reflexión; el utilizar lo más superficial de estos como estandartes reactivos de nuestro fracaso actual es poco más que inútil.
Consideraría, incluso, que el daño auto-infligido en años de reclamos anacrónicos no solo nos ha valido perder el tiempo; sino que además ha nublado nuestro entendimiento crítico de la infinidad de capas de nuestra realidad social. Estamos ideológicamente estancados –frase que ya alcanza cierto nivel de redundancia. Nuestra indignación e inconformidad ante la precariedad de la vida se ha vuelto el contra-balance perfecto de una existencia cargada de vacíos devoradores.
Es cómo ver el ocaso del existir humano en voluntad propia. Tanto en la aceptación como en la protesta hemos acordado, en colectivo, a reducirnos a máquinas; como todas aquellas que en nuestra presunción de dioses hemos ayudado a crear. Si entonces, la contra-cultura (palabra terriblemente anticuada) se ha vuelto otro bien de consumo más ¿Cómo podemos escapar este vórtice deshumanizador sin renunciar a todo; sin caer en un nihilismo desesperante?
Los creyentes de un destino (o ser) supremo a la humanidad misma de inmediato tratarán de remontarse a ficciones de grandeza y eternidad ininteligibles para justificar el sentido -o búsqueda de éste- en la vida. Ese grandioso esquema de infinidad divina puede ser tanto un dios como varios. Puede ser una devoción religiosa, científica o inclusive histórica. Me parece gracioso el ver la necesidad de justificar nuestro estado actual con la idea de un divino manifiesto que pondría lo terrible y violento del orden natural y artificial del hombre en un reconfortante estado transitorio.
Más no comprendo porqué buscar eternidad y trascendencia en una ilusión ajena, externa y extraña; cuando a pesar de lo fugaz de la vida humana, su existencia en la colectividad del todo, es casi tautológicamente eterna. Basta intentar dimensionar la extensión del Universo para sentir al cuerpo vaciarse y desvanecerse en una confusión abrumadora que sabe a infinidad. El instante que es la vida ya es suficientemente eterno y divino para evitarnos la molestia de buscar fantasmas tras estrellas lejanas.
Así, dejando de lado el misticismo que intentamos disfrazar de espiritualidad, es más sencillo darnos cuenta que no podemos dejar a la mal entendida eternidad el corregir nuestro decadente devenir histórico. Sin esa red de seguridad existencial la pregunta de cómo evadir un nihilismo destructor resuena más fuerte que nunca.
Ese nihilismo y su sentimiento tabú ya han permeado en el corazón de toda la sociedad. Me parece evidente, especialmente en referencia a la cultura, cómo la artificialidad de una negación del todo ya es cosa de todos los días. No pretendo sonar melancólico y defender aquellos fantasmagóricos días en los que la “alta cultura” era la gema de nuestros mal educados nobles; pues si bien la exclusión y parametrización arbitraria de la estética es de los pocos pecados de nuestra supuesta racionalidad; es verdad que el arte, en su esencia liberadora y de añoranza, progresó y floreció más allá de sus utilización como arma en la guerra de clases.
Poco queda de esas distinciones artificiales que fungían como guardianas de una burbuja de elite cultural. Hoy, incluso la marginalidad se ha visto envuelta en un vórtice homogeneizador que ha disuelto la creación estética a un consumo glotón y enfermizo de imágenes y referencias. Todo se ha negado y esa negación se ha apoderado del todo. Se niega lo popular al tiempo que se exaltan las pequeñas historias sin importar su mérito o mediocridad artística, equiparando minucias circunstanciales con experiencia estética.
Progresivamente la contra-cultura comenzó a negarse ella misma y se convirtió en el mismo vacío estético que promueve sus mismas contrariedades. La ironía de cómo lo más subjetivo se ha relativizado aún más es un fenómeno difícil de asimilar. Se ha creado un lugar para todo aquello que forma arte y lo transforma en rechazo o transgresión; incluyéndose a sí mismo. Esto ha producido un vacío recurrente en sí mismo, inmune ante cualquier validación teórica de sus excesos y socavado por su asumida y voluntaria trivialidad.
Ya no se experimenta arte; sino que se consumen envolturas de este. Se devora todo lo que se antoja como estético; aunque su contingencia sea banal y des-intencionada. Las apariencias que el arte y los poetas pretenden pasar por verdaderas ahora son consideradas verdad en sí; elevando las obras por encima de la realidad que pretenden emular. En ejemplo de todo esto, así se ha formado ese tabú superficial, iconoclasta y asquerosamente general del “hipsterismo”.
Si el arte –inclusive la música- ha caído y perdido su alma; si los dioses y juegos de la eternidad no existen o su existencia es trivial ¿Cómo entonces salvarnos del vacío metafísico, epistemológico y existencial de un nihilismo absoluto? ¿Cómo reformamos o erradicamos un sistema dañino si no tenemos bases de dónde partir? ¿Qué referencia moral será nuestra brújula si hemos aceptado la degeneración de un escepticismo total e igual de dogmático que quién le dio origen?
Ante este descorazonador panorama pareciera que no queda más que creer en nosotros mismos. En forjar bastiones internos ante la traicionera realidad de las cosas. Todo parece decirnos que la única manera de huir a la desesperación es ser nosotros nuestro propio Dios. Y en ese aislamiento y vacío perpetuo no sorprende el observarnos llenando hueco tras hueco imaginario con un consumo material e irresponsable; ejerciendo un ilusorio poder sobre una naturaleza sometida a través de una técnica que ya no podemos gestionar adecuadamente.
Es precisamente ese aterrador nihilismo pasivo que alimenta nuestra mal interpretación de individualidad y nos convierte en monstruos de un hedonismo irracional que se balancea con una ramplona culpabilidad mediocre; resaca de generaciones de dogmas abusivos y mayormente superficiales. El permitir este tipo de nihilismo es el error fatal que nos lleva a confirmar eficazmente el sistema que se alimenta de nuestros vacíos individuales o a confrontarlo con ideas infantiles de escapismo histórico; ahogados en los grandes fracasos de nuestras “ciencias” sociales.
No cuesta, entonces, mucho trabajo el ver como el sistema ha creado, voluntaria o involuntariamente, un eficaz círculo vicioso que nos drena de toda motivación o posibilidad de alterar el detestable orden actual. ¿Qué nos queda entonces? Esa es la pregunta detonadora de otro tipo de nihilismo. Uno verdaderamente revolucionario que ya me tomaré después el tiempo de explicar.
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