Pensando se dan muchos malos pasos. Se puede estar disfrutando de las más acogedoras imágenes y de repente, olvidarlo todo. Otras veces, con los fantasmas de melodías antiguas, se generan monólogos enteros con espontanea elocuencia solo para perderse en la infinidad del vacío de la mente.
Palabras y sueños perdidos. ¿Quién los encontrará entonces? ¿A dónde van las memorias olvidadas? ¿A qué lugar van las ilusiones a morir? ¿Temen también los fantasmas a la muerte? Y de repente, tras cinco preguntas estamos perdidos de nuevo. Hablar de la nada es, paradójicamente, una actividad que puede extenderse indefinidamente, pero las aguas de un texto sin dirección son turbulentas y traicioneras. No hay forma de orientarse en un mar sin norte. Es jugar con ese sinsentido que llamamos suerte. En un buen día el viaje nos llevará por islas, pueblos, playas y bosques hundidos en delicada niebla y el aroma de la melancolía. Otras veces, sin embargo, no queda más que asquearse ante el mareo crónico que produce un océano interminable.
La clave –cómo muchas cosas en la vida- es saber cuándo detenerte. Habrá momentos en que la sensatez creativa dictamine acampar en algún paraje inhóspito a pasar la noche. O tal vez sea mejor el pasar a una vieja y abandonada casa a cerrar ventanas mientras rompemos otras. Cabe también la posibilidad de sentarnos toda la tarde en un peculiar bar de pueblo y mezclar el aroma del alcohol con el sabor de recuerdos, anhelos y espejismos.
Me gusta imaginar que esos momentos perduran para siempre. No en un nocivo reposo inerte, pero tampoco en una impetuosidad creada por la burbuja del tiempo. Me reconforta pensar que las ideas e imágenes perdidas fluyen eternamente en un río invisible de conciencia en conciencia. Que es ese caudal el que produce las sensaciones que se niegan a identificarse –en un primer momento- con el lenguaje.
La imagen de ese río me emociona. Así cómo la lluvia alimenta las arterias de la tierra, imagino a la música fluyendo a raudales en cascadas de luz llenando los cauces de estos arroyos con hilos y ráfagas de colores tenues, transparentes y con un brillo ligeramente místico. Imaginar ¡No! Sentir al mismo Universo derramarse sobre el espacio interior es la hermosa dicha del dinamismo existencial. Los sentimientos no son más que realidad experimentada, realidad sin interpretación.
Es el calor de nuestro existir lo que evapora sensaciones y las transforma en ideas. Así, en nuestros firmamentos internos, en nuestros campos y espejos de nubes; así nos parece más fácil encontrarle forma a los lagos, arroyos, océanos y vórtices marinos de soledad y éxtasis; de euforia e ira; de tranquilidad y desesperación; de angustia y melancolía.
¿De qué sirve imaginar que los sueños son eternos? Ni siquiera la colectividad del sentir universal es suficiente para revindicar la noción de sentido. La pretensión poética de un panteísmo emocional es una imagen más. Un fragmento que en su cercanía no puede ser entendido como un todo. Pero me divierte describir fantasmas. Espectros que en su insignificancia componen el orden oculto de una eternidad de nada. La salvación del Universo es y será su búsqueda de propósito. El caos y la inercia luchan en cada rincón de la realidad bajo la mirada burlona del tiempo, enemigo de todo lo que existe. Han peleado por tanto tiempo ya que la destrucción y la creación se confunden entre su arsenal de entropía. Pero cuando la música te descubre, cuando una conversación se torna en un vuelo, cuando la estética cobra sentido cómo significancia de intenciones verdaderas; los instantes son tan eternos como la historia del cosmos. Vivir eternidades, esa es la ilusión última de la existencia consiente; aquella que al nacer fue involuntariamente sacada fuera de aquel mundo dónde los ríos son sensaciones, la lluvia es cadencia y disonancia; y las nubes son ideas que se desvanecen en el pensar de cada una de las almas que han dejado la eternidad.
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