Al principio es tenebroso, como cuando se sueña y no se puede despertar. Es peor aún si sabes que estas soñando, pues entonces das cuenta que ni siquiera tu conciencia (o subconsciencia) atiende tus deseos.
Da un poco de miedo porque conoces la historia ya. Es como vivir esa fracción de segundo antes de tropezar y caer por las escaleras pero a un ritmo lento y de instantes detallados. Primero sientes que un agujero se forma en tu pecho. Ese agujero se va abriendo y al tiempo que te sientes vacío imaginas que comienzas a flotar. Pero flotar es feo, no es como volar. Flotar es despegarte de tu referencia, es perder el piso y control. Flotar es angustia e intranquilidad.
Entonces viene un cañonazo de ideas, sentimientos y colores que llenan la mente pero vacían el alma. Y eso se siente terrible. Hay gente que habla del dolor de un corazón roto o la añoranza de un familiar perdido; pero el miedo del quebranto del alma, el ruido que hace un sueño al caer y romperse es estremecedor. El vaciarse es como explotar por dentro, lentamente y con cierto cosquilleo. Es sentir como la impotencia corre por las venas mientras respiras cada vez más rápido y con mayor pesadez.
Luego, dependiendo de la experiencia, es cuando te da sed. Se sienten los labios secos y la garganta pastosa. La piel incluso comienza a descarapelarse un poco… cómo arena. El oasis del espejismo sigue ahí, entonces bebes y bebes un líquido que también sabe a indiferencia. Eso ahoga… pero cuando la indiferencia es ajena y para uno; entonces sabe a fuego y huele a azufre. Tus ojos se abren (demás) y para cuando percatas la enorme grieta que dreno el estanque ya estás precipitándote bajo tierra.
La desesperación no dura mucho, pues dependiendo de que tan ligero eres (o quieres ser) la caída siempre es lenta y poco impresionante. El problema es que ahí, quieto, en el fondo de esa gruta mágica puedes ver brillar todos esos otros “felices” momentos que ahora son piedras cristalizadas, joyas enterradas y brillantes opacos.
El miedo vuelve de nuevo. El miedo de perder otro pedazo de carbón alucinado como diamante. Algunas veces fue por gusto, otras por apatía; pero cuando se alimenta la idealización con genuina motivación es entonces cuando más duele ver todos esos minerales incrustados en parajes remotos de nuestra cueva subterránea.
Algunos entonces lloran. Otros estallan en ira. Otros más agrietan las paredes con sonoras e hirientes carcajadas. Pero la verdad es que el daño es y se vive para uno mismo. Se siente, se devora, se analiza, se disfruta, se detesta, se exalta, se esconde, se potencia, se le da un nombre, se le describe, se le olvida, se le ama.
No dejamos; sin embargo, de jugar. Crear espejismos es un pasatiempo peligroso. Fugaz a veces, pero siempre potencialmente devastador. Algunos no lo sobreviven, otros aprenden a vivir de él. Yo no sé si pueda sobrevivir otra ilusión pues es posible que ya este ahogado en espejismos.
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