Friday, June 15, 2012

Palabras perdidas


Para que una palabra llegue a leerse tienen que pasar tantas pero tantas cosas. Hay palabras sueltas y libres en el mundo como arena en el mar. Palabras serias, lindas, graciosas, incoherentes y mal usadas; algunas lentas, otras veloces; unas que ofenden y otras que sanan. Pero aun así, para que una mísera e insignificante palabra llegue a tu cerebro y resuene en el interior de tu mente… prácticamente hay que crear el Universo de nuevo.

El proceso es largo, arduo, desgastante y complejo. Lo mínimo es que la palabra venga acompañada de otras de su misma alcurnia. Para que una palabra no se pierda en los inmensos huecos del cosmos, cada palabra que le preceda tiene que ser de igual o mayor importancia. Pero ¡cuidado! La importancia de una palabra es solo uno de tantos elementos. Cada palabra (menos algunas sosas conjunciones) tiene corazón y alma. Si tu palabra (porque cuando la escribes es tuya y tú eres su creador) nace sin alma o sin corazón, entonces solamente tenemos una carcasa de letras débiles e inertes. Una quimera de vocales y consonantes que solo exhalan el mismo aire gélido que las vio surgir en un mundo que detestan. Son, lingüísticamente hablando, muertas vivientes.

Las palabras muertas no siguen reglas ni persiguen sueños. Muchas veces ni siquiera completan ideas. Son empaques, recipientes vacíos y mercenarias de comunicación meramente funcional. Pasan la vida errando y buscando qué mensajes y qué ideas desvirtuar con su trivial presencia. Devoran a otras palabras solo para hincharse hasta estallar y desparramar letras profanas en algún texto vacío. 

Por el contrario, cuando una palabra nace viva y con alma, es como esos pequeños duendes multicolor que aparecen cuando las luces cambian. Son misteriosas, juguetonas y festivamente atractivas. Son farol, reflector y fuego fatuo al mismo tiempo. Esfera, rombo, esmeralda y rubí. Son contraste, chispa, vida y movimiento. Son energía descrita en fuego,  ritmos de baile y oda de sentimiento. Y así, como cualquier otra maravilla mundana, se unen con entes que exaltan su grandeza. Las palabras se juntan con palabras que aman para formar oraciones de pasión y párrafos que reconocen su propia existencia.

Ahora, todo lo anterior se oye muy bien y se antoja fácil; más no lo es. Retornemos al origen de todo el Universo… de nuestro percibir del Universo al menos. Volvamos a nuestra mente. La intimidad de nuestros pensamientos son como un plano astral y etéreo en dónde fantasmas de todo tipo rondan sin descanso. Antes de siquiera conocer el lenguaje, imágenes de realidad ya daban vuelta de forma incansable dentro de nuestra cúpula cognitiva. Eso pasa todo el tiempo y sin nuestra supervisión; estemos dormidos, despiertos, sanos o enfermos (¿muertos? Tal vez también). Cada “muy de vez en cuando” esos pincelazos de existencia son asimilados por la parte más estructurada de nuestro ser y, por una fracción de fracción de segundo, ¡BAM! (o ¡PUM! ó algo así…) asociamos a esa imagen fantasma con palabras. Pueden ser un par, decenas o cientos de ellas. Éstas van y vienen, nacen y mueren en intervalos de tiempo tan reducidos que duele la cabeza de tan solo imaginarlos. Ese chubasco de oraciones fragmentadas viene a nosotros de forma tan salvaje y dinámica como las mismas imágenes que las crearon. Para el joven humano promedio es incluso difícil (y filosóficamente retador) el tratar de definir temporalmente el orden de estos eventos.

Después de todo ese caos de luz, colores y vanidoso despliegue neuronal; la magia comienza a suceder… la verdadera “aijosuputamadre” magia. Cuando la parte de nosotros que vive en el mundo real empieza a dar cuenta de todo esto, es entonces cuando ese hechizo (en forma de pequeños gnomos mentales imagino yo) comienza a tomar toda la bola de estupideces que sin querer creamos y les empiezan a dar un acomodo más o menos inteligible. O sea… que se empieza a entender.

¡Ah bendito sea todo y todo lo que se creo a partir de ese todo que no era nada y que ahora es un buen de cosas! Algo hay dentro de nosotros que aún funciona ahí “2, 3” de forma decente. ¿Qué resulta de todo esto? Una oración. Entonces acá de este “lado” pensamos a nuestros adentros “¡Ándale! Se me acaba de ocurrir algo” y repetimos en nuestra mente esa frase que los gnomitos neuronales nos hicieron el favor de acomodar. Pero no se confíen aún. Esas palabras que ahora detectamos en el radar están aún lejos de sobrevivir… y más, obviamente, de ser leídas. Si la frase o idea vale la pena, entonces otra parte de nuestro cerebro (una que, por lo menos en mi caso, es altamente incompetente) desplegará un equipo especializado de recolectores de ideas para tratar de recuperarr la frase y almacenarla en algún lugar seguro mientras te decides a escribirla, gritarla o escupirla en la cara de algún incauto. Lo anterior si tuviste suerte, sino simplemente desecharás la excusa de pensamiento que fabricaste, matando impunemente unas cuantas docenas de palabras sin oficio ni beneficio.

Entonces, ya tienes tus palabras guardaditas y ordenadas, ¿qué sigue? Bueno, aquí viene otra fase delicada. Ya que estén en posición de expresar (es decir, exteriorizar) sus palabruchas o palabruchones entonces le llamas al departamento de recolección de revelaciones inspiradoras de tu mente para que te devuelvan tu idea. Lamentablemente ese departamento tiene fama de ser no muy ordenado; de forma que un amplio porcentaje de las veces tu idea volverá incompleta, dañada, abollada, aplastada, hueca o incluso… no volverá en absoluto. Aquí tengo dos teorías… bueno, solamente una, pero siempre me gusta alucinar que tengo más de una opción. Es posible que las palabras con su joven rebeldía y evidente ingenuidad traten de huir de tu mente en su precaria ignorancia. No saben que allá fuera, sin otras palabras que las acompañen y sin una estructura estética o lógico-argumentativa que las cubra, morirán en segundos, tristes, locas, solas y untando mantequilla en una tornamesa que toca el soundtrack de Ghostbusters. Palabras… literalmente, perdidas.

Las que no alcanzaron a escapar ahora se te presentaran con cierta extrañeza y con un dejo de demencia fingida. Será complicado entenderlas y verlas con los mismos ojos amorosos como aquella mágica primera vez. Pero harás lo posible, lo harás porque las quieres; porque ese segundo en el que se te ocurrieron fue un maravilloso segundo… un segundo bien vivido, lleno de jocosidad, algarabía y júbilo no justificado. Les darás amor, cariño, atención, e incluso otras palabras para que jueguen y no se aburran. Así, bajo el manto de tu paternal protección construirán un lazo de respeto mutuo. Pronto las palabras tendrán la confianza de decirte sus problemas, ideales, sueños y frustraciones. Y así, en todo este largo recorrido (que toma probablemente solo algunos minutos) irás comprendiendo la única y particular personalidad de cada una de esos conglomerados de letras y sonidos fonéticos. 

¡A qué maravilla! ¡Qué grandioso es el mundo! ¡Alabada la esperanza de un futuro mejor! Ahí lo tienes ya, una o varias frases razonadas como reales y con sentido. Dependiendo de cada quién esto puede ser un bello oleo de creatividad lingüística, un estructurado batallón de disciplinados argumentos o tan solo un conjunto libre y loco de apasionada libertad expresiva. No cantemos victoria aún, estas palabras que ya se arreglan y maquillan con puntos, comas y guiones imaginarios; aún pueden perderse. Pueden dar una vuelta errónea al salir de nuestra mente y perderse para siempre… para desvanecerse como aquel que lo tuvo todo y prefirió la nada. Aquí ya no depende de nosotros. Como padres adoptivos de esas bellas palabras (porque el natural sigue y seguirá siendo el cosmos), habrá que dejarlas ir y esperar que alguien las encuentre tan bellas como nosotros cuando las vimos partir.

Lo anterior suena lindo; sin embargo aquí es dónde la mayoría de esos párrafos cargados y cargados de palabras se descarrillan en vías que pasan por dentro de bosques encantados, selvas hambrientas e inmensos y sofocantes desiertos. Las palabras salen con ánimo, motivación y la esperanza de ser descubiertas, de ser escuchadas, leídas, observadas. De ser entendidas, aceptadas, cuestionadas; de ser de alguien más, para alguien más. De crear y gestar esos mismos torbellinos de imágenes que las cautivaron cuando fueron jóvenes y les dieron creación. Con un sentimiento y objetivo tan humano como animal… las palabras solo quieren reproducirse mientras son interpretadas como únicas y trascendentales.

Para que ello pase tiene que venir la persona correcta… aquella a quién las ideas le fascinen y las historias le cautiven. Una persona que leerá y no solo entenderá el concepto; sino que vivirá todo lo que esas palabras vivieron desde antes de nacer. Esa persona sentirá un ligero vacío… pero de esos que emocionan, de esos que te hacen sentir más ligero y con ganas de volar. De esos que sabes que lo llenarás con algo que antes no tenías  y que ahora deseas. Esas palabras vivirán y morirán contigo  hasta al final. Serán tu familia, tu dogma, tu argumento, tu historia, tu cuestionamiento, tu flexibilidad y toda la vida que te falta. Serán esas palabras las que dicten tu vida o al menos distorsionen tu mente. Serán esas palabras las que se convertirán en todo lo que eres y serás.  Esas palabras ya jamás serán perdidas y tan solo morirán para darle paso a otras de existir.

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