Nuevamente me fue muy difícil no comentar ante
el revuelo del “Día internacional de la tolerancia” y, por supuesto, sobre la
polémica campaña de United Colors of Benetton. Lo primero que llama mi atención
es, con escasa sorpresa, lo fácil que olvidamos el significado de los
conceptos. Estamos tan acostumbrados a utilizar la palabra “tolerancia” como
sinónimo de todo lo que está bien con el mundo que a la mínima distracción comenzamos
a mezclar cuestiones como amor, unión y paz en su concreta definición.
La tolerancia no es sinónimo de ninguna de estas
palabras. Es si acaso un pariente olvidado del respeto y un ingrediente más o
menos esencial de la forzada convivencia. De igual manera la “virtud” que
conlleva el tolerar es altamente cuestionable; pues como la mayoría de las
premisas éticas el llevarla a un absoluto siempre resulta peligroso.
Tolerar no es amar, no es querer, no es
dialogar; muchas veces ni siquiera es respetar. Tolerar es conciliar una
diferencia de actitud, de ideología, de visión, de hábitos o de vida. Tolerar
es aceptar o incluso, ignorar.
La exaltación casi divina que recibe este verbo
en los círculos más progresivos es casi dogmática y su utilización genera tanta
euforia que muchas veces nubla la dualidad y peligrosidad de su utilización. Se
exige tolerancia en un sentido a la vez que se ataca vorazmente los demás
puntos de vista. Se transgrede en el nombre del respeto mutuo al mismo tiempo
que éste se pierde. Se ofende para demandar aceptación y, por qué no,
conversión.
Los adictos a la tolerancia se pierden en un juego
de ridiculez e irrealidad dónde la fusión de todos los puntos de vista se ve
como la solución a los problemas del mundo. Dónde la paz mundial es un tan
clara como el aceptar todo de todos. Dónde la pasión del defender una ideología
se diluye en la tibieza tan característica de nuestros tiempos de
sobre-comunicación.
Los tolerantes no quieren dialogar. Se rehúsan
a defender su postura con argumentos; pues su relativismo debe ser aceptado
como bueno por sí mismo. Los adictos a la tolerancia se niegan a ver la rigidez
de su supuesta apertura; disfrazando su indecisión, mediocridad y falta de definición.
Hay cosas que simplemente no son tolerables; ni
siquiera admisibles en una sociedad. El decidir cuáles de ellas son es labor
personal e individual; sin embargo hay muchos que prefieren ahorrarse el
trabajo y exigir tolerancia absoluta al tiempo que se limita la libertad del
otro.
La campaña de Benetton es un claro ejemplo de
la terrible mal interpretación del concepto. Es creativa, provocadora y, claro,
controversial; sin embargo poco tiene que ver con ese “oh divino” valor de
tolerar las diferencias entre nuestros compañeros humanos.
Era obvio que la Iglesia, en su papel de ente
conservador, rígido y predecible; levantaría la mano. Es obvio también que
Benetton así lo quería. Así como los ejecutivos de Benetton sabían que ofender al Vaticano les aseguraría publicidad gratis a nivel mundial, así también sabían
que dicha ofensa les ganaría instantáneamente el apoyo de millones de personas
que no dejan de ver a la religión como el mal de todas las cosas en este mundo
(cuando ahora nuestro verdadero Dios es el consumo; pero de eso muchos
prefieren no darse cuenta).
Así, elogiando la osadía de otra enorme corporación, se nos apaga rápidamente el radar que avisa que Benetton no
pretende cambiar el trágico destino de nuestra post-moderna sociedad pregonando
amor, aceptación y conciliación; sino que simplemente le pareció buena idea
ondear la transgiversada bandera de la tolerancia para vender unos cuantos pantalones
más.
Pero en fin, al menos el día de hoy toleremos
otra marca de ropa manufacturada por niños en países en desarrollo.
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