Ser parte del “sistema” y estar a favor del mismo son cosas diferentes. De entrada utilizo las comillas porque la misma palabra se presta a erróneas interpretaciones. ¿Qué es este sistema del que se habla? En términos muy simples es el estado de las cosas tal y como son en mi inmediata realidad; refiriéndome principalmente al funcionamiento económico de nuestra sociedad. Que si es un sistema “capitalista”, “neoliberal” o “conservador” es una discusión mayormente infructuosa. Al final, independientemente del nombre que se le quiera dar, sus mecanismos no cambian y estos son los que considero reprobables.
El caso es que las ideologías pueden decir misa; pero cualquiera que sea su sermón este ya no es más que una tenue y anacrónica memoria en las páginas de nuestra modernidad. Hasta en esto hay que ser centrados. En el mejor de los casos las doctrinas que originaron nuestro actual arreglo social nos sirven de contexto histórico ante el caos del día a día; en el peor, siguen siendo utilizadas como dogmatismos que pretenden justificar los excesos y depraves moralmente aceptados por la doctrina económica; tanto en su manejo como en su confrontación.
Pero lo que quiero discutir aquí es esa casi inmediata desacreditación que sufrimos los críticos del sistema en cuanto expresamos algún leve signo de inconformidad. Dicho ataque se presenta normalmente haciendo alusión a nuestro propio estilo de vida, nuestro trabajo o la obvia aseveración de que somos también parte del sistema. Con ese débil embate se pretende hacer a un lado cualquier punto o argumentación que tengamos con respecto al modelo de vida actual.
Primero que nada y antes de que algunos “artistas” o pseudo-intelectuales se emocionen; lo que estoy a punto de criticar no es aplicable a ustedes si su único despliegue de inconformismo es mostrar una total ignorancia y apatía por el funcionamiento de todo eso que dicen detestar. La “contra-cultura” es igualmente vacía cuando se basa en la negación casi nihilista de todo lo que acontece, haciendo tan solo una conveniente y arbitraria selección de todo lo que en su opinión merece el título de “legítimo”.
Es casi conocimiento general que las cosas se encuentran bastante mal, no solo en México sino en todo el mundo. Lo que sigue siendo esencialmente un misterio para la mayoría es el porqué. Es entonces normal que la única solución factible en la cabeza del gureso de la gente sea “echarle ganas” y “seguir trabajando”.
Cuando algunas voces se levantan ante tales alternativas, de inmediato se les insta a dejar de “pensar demasiado” y continuar con sus respectivas labores. Si eventualmente esa voz de inconformidad continua intentando cuestionar el porqué del devenir actual; entonces para muchos se vuelve molesta (o provocativa) y para callarla se le desacredita antes de desmantelarla con argumentación.
Cuando se cuestiona el trabajo se nos tacha de vividores. Cuando se cuestiona el consumo se nos hace ver que estamos lejos del ascetismo. Cuando se critican los poderes fácticos nos mencionan que son controlados por individuos que en vez de quejarse se pusieron a trabajar. Cuando se reprueba la injusticia se nos dice, así sin más, que la vida es injusta. Y por supuesto, cuando se pone algún mecanismo de nuestra sociedad de consumo en evidencia se nos dice que no estamos haciendo absolutamente nada al respecto para remediarlo más que vivir de lo mismo que criticamos.
Lo primero que los defensores del sistema fallan en ver es que la crítica misma ya es una actividad que conlleva tiempo, interés y esfuerzo. A diferencia de lo que se pueda pensar, los economistas, filósofos, sociólogos y científicos que arguyen en contra del “status quo” no sacaron sus argumentos de una repentina epifanía o alguna divina causa de iluminación. Para hacer una crítica (una válida al menos) se requiere tener curiosidad sobre un tema particular y el planteamiento de cuestionamientos sobre dichos tópicos. Eventualmente las preguntas llevan a una búsqueda de respuestas que, independientemente de su éxito o fracaso, trae consigo aprendizaje, ideas y bases para la discusión.
En un mundo dónde la absoluta congruencia fuera el fin máximo, el retirarse a las montañas y vivir de un huerto de tomates sería la única acción con la que podríamos defender una crítica del actual declive social. Sin embargo; como en toda peligrosa radicalidad, los extremos no suelen traer muchos beneficios y el perdernos en un bosque como ermitaños es algo que de poco ayudaría a la sociedad. La idea es tomar los mecanismos positivos y las posibilidades tecnológicas de nuestro haber actual para encaminarlas al mejoramiento de todo eso que se critica.
Como ingeniero de manufactura, al expresarme aunque sea levemente en contra del capitalismo puro, el primer lugar por dónde se me ataca es por mi ultra-capitalista profesión… y mi automóvil verde. La verdad es que ya sea siendo el dueño de Monsanto o un bohemio escritor de haikus, perteneces al mismo sistema. Más esto no significa que simpatices con él. Así como el CEO de un corporativo multinacional puede en cualquier momento darse cuentas de las deficiencias del país en cuestión de justicia social y trabajar para hacer algo al respecto; ese mismo poeta puede traicionar su consciencia artística y suscribirse a la voluntad del mercado (el arte también lo es) en beneficio de la mediocridad. De tal manera que el atacar ciertas profesiones o labores es tan vacío como cualquier otra generalización. Es posible que algunos puestos se encuentren más cerca de otros, en concepto y finalidad, del eje que mueve la maquinaria capitalista; pero para bien o para mal todos los engranes de ésta se requieren para verla funcionar.
Pasando al apartado de las posesiones materiales es fácil ignorar cualquier aportación al debate de la inconformidad cuando quién lo hace lo sube a su portal de Facebook tras escribirlo en se mega-computadora de cientos de dólares. En este caso tenemos dos cuestiones importantes: la primera es la circunstancia de la “suerte”. Me atrevo a decir que la mayoría de nosotros, “pequeños burgueses” nos encontramos en este mundo clase-mediero por azares del destino y la previa fortuna y/o trabajo de nuestros padres. Lo mismo les sucede a todos ellos que rozan las altas esferas de la sociedad y los que de plano viven en las nubes de la riqueza virtualmente ilimitada.
Sin embargo, no veo porque un reclamo argumentativo del sistema pierda o gane validez por las circunstancias económicas en las que nos encontramos. Así como un obrero puede detectar las injusticias de la explotación laboral; de la misma manera lo puede hacer su patrón. Pero para los defensores de la “inercia”, el segundo debería entonces donar todas sus riquezas y trabajar de sol a sol con sus propias manos para legitimar su preocupación sobre las regulaciones del trabajo. En una manera similar al ejemplo del ermitaño, esto tendría poco sentido en el momento en que tal acción se encuentra muy lejos de resolver las problemáticas subyacentes a dicha inconformidad. ¿O acaso entonces debemos ignorar el hecho de que la mayoría de la población vive en condiciones deplorables simplemente porque nos tocó la suerte de no ser alguna de ellas? El que el sistema nos tenga en una posición cómoda no significa para nada que sea justo, loable o defendible; pues lo anterior es meramente circunstancial en la gran mayoría de los casos.
La inconformidad no presupone una renuncia total del sistema en que se vive; pues es de los puntos positivos de éste de dónde se debe sacar la fuerza y el momentum necesario para proponer alternativas de cambio. Si dicho proyecto involucra la utilización de recursos, ideas y rituales de la misma sociedad que criticamos; lejos de desacreditar el esfuerzo, lo anterior atiende a la sensatez de utilizar lo que se encuentra a nuestra disposición para efectuar el cambio deseado. Al final es diferente el consumir que el ser consumista.
El renunciar a la totalidad del sistema es un impulso emocional, vertiginoso y principalmente visceral; cualidades con las que muchas veces se identifica el activismo. Sin embargo muchos de los que toman ese camino son los que eventualmente se ven inmersos en la inflexibilidad de la radicalidad dogmática; cayendo en incongruencias verdaderamente relevantes fruto de su caduca dialéctica. La inconformidad, el activismo y el debate sobre nuestro sistema económico y social deben ser tomados como actividades racionales, metódicas y reflexivas que nos permitan utilizar la fuerza inercial de esta mole capitalista para canalizar impulsos de cambio asentados en argumentos y no en meras desacreditaciones.
Lo anterior no exime de contradicciones tampoco; pues el trecho entre el pensar, el decir y el hacer puede ser abismal en algunos casos y también injustificable. Pero muchas veces, esas pequeñas incongruencias son mayormente irrelevantes y el atacarlas previene de entablar discusiones fructíferas sobre los hechos en cuestión.
Al final ser parte del sistema es muy diferente a estar a favor de él.
0 comments:
Post a Comment