Me encuentro una vez más sentado
dentro de un Starbucks. Desde el momento que entro me doy cuenta de una
superficial, pero latente contrariedad. Vengo aquí a escribir por razones muy
particulares. Vengo a estas cúpulas de confort artificial para distanciarme de
mi propia burbuja de distracciones en casa. Eso es todo, no hay mucho más.
Es un ejercicio divertido el
desconectarte de toda esa ultra-comunicación que hoy ha pasado a ser estándar.
No pretendo menospreciar la potencialidad que toda esta tecnología nos ha dado;
pero cada vez es más difícil escapar al ejercicio de interconectividad global
que involuntariamente ejercemos en nuestro día a día.
Aquí, a pesar de tener la
oportunidad de hacerlo, desconecto toda posibilidad de contactarme o conectarme
con alguien más que no sea mediante un encuentro directo y fortuito dentro de
las instalaciones de la franquicia. Este sencillo simulacro de tiempos pasados
me permite concentrarme de formas que me parecen ya imposibles en el
advenimiento de una colectividad entendida como el sobre-compartir información
que imaginamos nos representa como individuos.
En esa emulación de asilamiento
digital es dónde me topo con la contrariedad que mencionaba al principio. El
Starbucks es un lugar terriblemente inerte. Esto no debe producir ninguna
sorpresa; lo gracioso es la ironía que resulta de pensar que la intención del
establecimiento pareciera ser totalmente diferente.
Todos los Starbucks son iguales.
Siguen un cuidadoso diseño de espacios, mobiliario y atmosfera muy
característicos. Al entrar, ordenar una de sus múltiples y confusas combinaciones
de café y sentarse en sus sillones de tonos sobrios pareciera que se ejerce un
proceso estándar y sin mucho lugar para el error o variación. La arquitectura
del lugar, el arte de sus paredes y el romanticismo del producto que ofrece
(con todo y su fachada de responsabilidad social) pretenden crear un hogar
lejos de casa en el que se pueda experimentar de un momento especial, solo o acompañado,
disfrutando de la delicia que es la vida del siglo XXI en su añoranza de
significación.
El comprar una taza de café (o más
bien un vaso desechable) es comprar toda esta idea. Es pagar por experimentar
la fantasía de una delicada tarde lluviosa o soleada al calor de un café
recogido a mano por trabajadores que para nada fueron explotados; sino que
seguían el gran sueño de su vida al recolectar los ingredientes de la magia de
un mercado justo que culmina en el exquisito sabor de un mocha.
Y aunque no quiero objetar con la
validez de ese trueque entre dinero e ilusiones; es muy fácil ver lo vacío y
superficial del concepto. Hay un esfuerzo evidente por simular esa sublimación
que viene por sí sola de la experiencia estética de la vida. El problema,
obviamente, no es el esfuerzo; sino la artificialidad de éste.
En una generación que ha sustituido
los sentimientos por imágenes de sentimientos no es sorpresivo ver que la
fórmula que aquí venden sea millonaria. Pero su naturaleza ilusoria no deja de
molestarme. Podrán llamarme incongruente al escribir todo esto dentro del
objeto de mi crítica; sin embargo eso también proviene de una profunda
confusión entre comprar un producto y comprar su ideología.
El café del Starbucks representa
para mí parte innegable de una realidad que gusto de analizar y criticar. Es en
mi visión de vivir observando en dónde concilio lo que me rodea con lo que
entiendo sobre esa misma realidad aparentemente evidente. Lo que compro es
café. Ellos quieren darme todo lo que anteriormente mencione; pero hay días en
los que prefiero solo llevarme la bebida.
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