No sé cómo explicar (o explicarme) el qué cuando más ganas tengo de
escribir es cuando menos claro tengo el sobre qué hacerlo. Esta es una
contrariedad que disfruto bastante y, por ese mismo placer, he aprendido a lidiar
con ella. Tal vez algún día la domine y pueda redactar cientos de párrafos
sobre la totalidad de la nada sin poner en evidencia mi falta de cohesión
discursiva.
Si observo detenidamente este fenómeno puedo incluso justificar –tal vez
de forma ilusoria- su aparición en los circuitos del mi tiempo y mi conciencia.
Últimamente me es más complicado percibir la temporalidad de todo lo que me
rodea; y cómo si el Universo mismo intentará echar abajo todas mis nociones de
referencias temporales; me topo día con día con imágenes, palabras y figuras
que refuerzan todo lo que ahora “siento” sobre el tiempo.
Y digo sentir porque de momento esas emociones aún no se han consolidado
(o degenerado) en ideas o argumentaciones. Pero ese sentir cada vez más cohesivo de todo lo
que me rodea me lleva por cavilaciones un tanto confusas. Es de esa concentración
de ideas y emociones de donde surge esta espontánea necesidad de escribir de
todo sin tener claro ninguna idea en particular.
No puedo ya negar que todos los ejes temáticos que acechan mis escritos
tienen interconexiones más o menos evidentes o justificables. Hablar de
cultura, naturaleza, ciencia, religión, tiempo, sombras, soledad, música y
demás fantasmas es un pasatiempo que se podría resumir en una crítica variada
sobre toda la realidad.
Antes las cosas no pasaban tan rápido. Los años siguen pasando igual; o
en caso de que haya alguna diferencia apreciable hablaríamos de un relativismo
irrelevante a estos temas. Lo que pasan son las cosas y desde hace algunos años
siento que ocurren más rápido de lo que las puedo asimilar. Hay momentos en los
que me gustaría tener semanas enteras para hacer orden del collage de imágenes
inconclusas con el que me bombardea mi mente en su esfuerzo, loable, por
entender su propia existencia.
Bien decía Ficthe que “filosofar, propiamente, quiere decir no vivir, y
vivir quiere decir, propiamente, no filosofar". Se intercambia la una por
la otra y lamentablemente la logística diaria no da tregua a la esporádica
reflexión. Podría lamentarme al respecto (cómo lo he hecho muchas veces ya)
pero en la vaguedad de este texto siento (nuevamente en total subjetividad) que
eso no es lo que quisiera desarrollar.
Quiero seguir hablando de cohesiones abstractas e imaginarios de
colectividad. Últimamente he comenzado a sentir un ligero desprecio por los
conceptos. Las palabras y sus definiciones, además de arrogantes y arbitrarias,
me parecen que pecan de sobre-análisis; pues cuando se habla de cosas más
complejas que una leve descripción de algún objeto en la realidad es inevitable
caer en problemáticas muy profundas.
Todos esos supuestos e imperativos conceptuales (léase: justicia, democracia, libertad, economía, derechos, moral)
me parecen cada vez más difusos y hasta cierto grado inútiles. Ideologías del
pasado, sacadas de todo contexto, siguen siendo las armas preferentes de los
ignorantes guerreros del dogmatismo. Pienso que la connotación tan negativa de
ciertas delicias filosóficas como el nihilismo nos han orillado a refugiarnos (léase, por miedo) en construcciones
discursivas que tanto hoy como en su origen histórico; pretendían poner en “claro”
el devenir humano. Con un gran dejo de arrogancia esas grandes conceptualizaciones
del pasado intentaban dictaminar el camino del hombre bajo supuestos y bases
tan tambaleantes como las de cualquier argumentación moderna.
Muchos hombres y mujeres pecaron de tal insensatez. Instituciones (en su
muy particular abstracto) y naciones enteras (otro imaginario engañoso)
siguieron promesas de emancipación y libertad. Recetas que parecían resolver
todos los problemas del hombre. No les recrimino el intento de solventar la
abrumadora duda del todo; pues en su momento yo también intente clarificar la
realidad hasta su mínimo irreductible; pero ahí todo se vuelve estéril pues la
inevitabilidad del dejar algo “fuera”, de tener solo un panorama “incompleto”
es suficiente para frenar toda ambición de conceptualizar alguna ideología
verdaderamente “humana”.
Ese vacío terrible puede mostrarse como el origen de un nihilismo
destructor y un miedo devastador; sin embargo, el verdadero filósofo entenderá
que ahí en esas difusas bases de la historia del hombre, la ciencia y las ideas
es dónde todo confluye en un anarquismo argumentativo, por decirlo de alguna
manera. Ese cuestionar de lo estático de nuestros pilares conceptuales es la
loable labor de la verdadera filosofía, la que en su asumida inutilidad
pretende no dejar nada claro.
De esas inertes preconcepciones de la realidad, una de las primeras que
debe ser derrumbada es la fragmentación de las ciencias y la enfermiza
clasificación de todo y el todo. Es mediante esa misma visión limitada y lineal
del tiempo que pareciera que el separar nuestra interpretación de la realidad
en especializaciones enfermizas es la forma correcta de asumir nuestro rol de
existencia ante al gran misterio del Universo.
Solo hace falta el observar al hombre como una criatura histórica, en
ese magistral entendimiento de la naturaleza y potencialidad del hombre que
Ortega y Gasset expresa con una elocuencia envidiable. Dice, entre muchas otras
cosas, “historia no es un montón de recuerdos ni siquiera una colección de
documentos, historia es la reconstrucción orgánica de las variaciones del
sujeto”; ese sujeto de un dinamismo trascendente e innegable.
Esa transición eterna del devenir histórico podría entonces considerarse
cómo nuestra única naturaleza. La de una voluntad manifiesta de existencia que
se va re-interpretando a sí misma en un caminar temporal que no atiende a esa
misma linealidad tan restrictiva; sino que genera curvas, círculos y flujos
igual o más complejos que el de los vientos cardinales y las corrientes
marinas.
La naturaleza histórica del hombre no es una acumulación progresiva de
conocimiento o entendimiento, sino una constante asimilación de una realidad
base que puede y debe ser cuestionada ante el poder liberador de la razón. No
en el sentido estricto de un positivismo estéril; pues las preguntas de la metafísica
son parte de esa re-configuración histórica de la realidad. Y dispensen insistencia pero es el cruzar esa “línea” de la que hablaba Jünger y comentaba
Heidegger del nihilismo lo que nos debe llevar nuevamente de vuelta a los
cuestionamientos primordiales del existir humano y universal.
Esas preguntas esenciales tampoco deben de plantearse en una expectativa
infantil de respuestas claras; pues como Douglas Adamas hacia burla con su famoso
42, sería ingenuo pensar que con nuestras limitantes cognitivas pudiéramos comprender
de forma tan total nuestra propia naturaleza.
La razón a la que refiera es esa misma respuesta crítica ante los
aparentemente inamovibles conceptuales de nuestra obtusa modernidad y nuestra
irrisoria e irónica posmodernidad. Nuevamente me remito a la efectiva expresión
de Ortega en este sentido para finalizar este espasmo de reflexiones
domingueras:
[…] es la racionalidad la más difícil tarea que cabe imaginar. Porque es ella un terrible imperativo que nos exige no aceptar ninguna de esas creencias ciegas que en forma de hábito, de costumbre, de tradición, de deseo, componen la textura misma de nuestra psique. Toda esa vida ingenua y espontánea tiene que ser intervenida, rota, pulverizada, a fin de que dudando de la creencia ciega hallemos su razón y nazca la creencia fundada, motivada, probada. ¿Cabe más heroico destino? No sólo de los poderes exteriores tenemos que liberarnos. Razón quiere decir hacernos independientes de nosotros mismos, de nuestros hábitos y espontáneas apetencias, triunfar de nosotros mismos como seres automáticos, para renacer como obra de nuestro propio juicio.
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