La disputa con el Leviatán, que tan pronto se impone como tirano exterior como interior, es la más amplia y general de nuestro mundo. Dos grandes miedos dominan e los hombres cuando el nihilismo culmina. El uno consiste en el espanto ante el vacío interior, y le obliga a manifestarse hacia afuera a cualquier precio por medio de despliegue de poder; dominio espacial y velocidad acelerada. El otro opera de fuera hacia dentro como ataque del poderoso mundo a la vez demoníaco y automatizado.
En ese doble juego consiste la invencibilidad del Leviatán en nuestra época. Es ilusorio; en eso reside su poder. La muerte que promete, es ilusoria, y por eso más temible que la del campo de batalla. Tampoco fuertes guerreros están a su altura, su misión no va más allá de las ilusiones. Por eso tiene que palidecer la fama guerrera allí donde, en último término, cuenta la realidad superior a la apariencia.
Si se consiguiera derribar al Leviatán, tendría que ser rellenado el espacio así liberado. Pero el vacío interior, el estado sin fe, es incapaz de semejante postura. Por ese motivo, allí donde vemos caer una copia del Leviatán, crecen nuevas imágenes semejantes a cabezas de la Hidra. El vacío las exige.
Extracto de “Sobre la línea” de Ernst Jünger
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