Sentado en
un café, lejos de los cafés del centro, de todos esos que están cerca de la
catedral. Lejos porque soy egoísta y me molestan las luchas absurdas de
nuestros “maestros”. Lejos porque he de aceptar que me dan asco los ejercicios
falsos y desvirtuados de “lucha social”.
Esos
maestros se rehúsan a ser evaluados, se rehúsan a dejar sus plazas compradas y
heredadas, se rehúsan a enseñar, se rehúsan a formar, se rehúsan a ser
maestros, a ser lo que México necesita que sean. Confunden causas históricas.
Se escudan en luchas que no son y jamás serán suyas. Conocen una cara de la
protesta y es la del perfil vacío y contradictorio. Rojo, el Che, la hoz. Tanta
historia desconocida, tanta historia prostituida. La única semejanza es la
calle. En la calle todo parece valer. Lo más estúpido se vuelve virtud, lo más
absurdo adquiere sentido. El gritarlo una, dos o cien veces; es gritar una
verdad. Nunca en argumento, pero si en reiteración. Los detesto porque son
culpables de la confusión de conceptos, de la comercialización de la afrenta,
del estigma de todo aquello que se sale del eje del capital.
Por eso
estoy en una café lejos del centro. Es un hotel en la calle Madero. Mi primera
parada rumbo al acueducto, rumbo al bosque Cuauhtémoc. Me encanta el acueducto,
desde que era niño. Este y el de Querétaro. Son monumentales, funcionales y
lindos. El color de la cantera es el color de una ciudad en paz, firme y con
historia. Eso me gusta.
Sentado en
el café imagino cómo sería si el viaje fuera diferente. Si el tiempo no fuera
un problema, aunque siempre lo es. Me niego a creer que el tiempo es real, que
la naturaleza divide los instantes de forma arbitraria como lo hacemos
nosotros. El tiempo, como otros dioses, es algo que creamos nosotros y en su
momento podemos destruir. Mientras comienzo a desayunar imagino que el tiempo
no existe. Aunque sea por un momento, lo he destruido.
Justo en el
centro del café hay una roca esférica, una roca como de volcán. Tal vez vuelva
aquí por la noche. Comienzo a escribir todo esto para acordarme después. No lo
escribo tal cual como lo escribiré después; pero con suficiente detalle y con
énfasis en las palabras adecuadas para entender este momento. Escribo
fragmentos, oraciones, pequeñas reflexiones. Sobras de un texto podríamos
decir.
Trato de
escribir en todos los lugares dónde me atacan las ideas; pero no siempre es
posible. Las ideas vienen no por el lugar, sino por los momentos. Y así es
mejor. Si por cada lugar escribiera una página, necesitaría una vida entera
viajando para completar un libro; gracias al cielo solo me bastan instantes
para llenar capítulos enteros.
Mientras
escribo todo esto una familia baja las escaleras del hotel y salen cargados con
maletas, edredones, sombreros, almohadas y juguetes. Que incomodidad. Repite el
sentido común que hay que viajar ligero; y agregaría que no solo de
pertenencias y equipaje, pero también ligero de pesadez, ligero de
preocupaciones, ligero de angustias y ligero de tiempo. Incluso, ligero de
compañía.
Termino mi
almuerzo y mi primera taza de café. Me siento lleno, pero no muy lleno. Continúo
leyendo, pero ahora sin pensar mucho en ella; sino más bien porque tengo muchas
ganas de leer. El mesero me sirve más café. Tomo el azúcar y le agrego un par
de cucharadas. Leche también. Leo y leo y entre más leo más me olvido de que
leo. Toma tiempo y concentración; pero eventualmente llegas a un punto en el
que las palabras te hablan sin que tengas que voltear a verlas. Las palabras
tienen que estar bien acomodadas, entre otras cosas, de forma que si se
requiere bastante la ayuda del autor. Pero cuando finalmente te ves inmerso en la
lectura, ¡ah! Que maravilla.