Monday, July 16, 2012

VII: Comiendo con desconocidos


Era hora de cenar. Los horarios me ponen un poco nervioso. Bueno, tal vez las situaciones poco familiares son las que tienen ese efecto. Aunque pensándolo bien, es un nerviosismo emocionante y hasta cierto punto deseable. Imagino es parte de esa dualidad que tienen todas las cosas, o puede ser que la dualidad se encuentra únicamente en mí. 

Después de familiarizarme un poco con mi habitación y la idea de estar a miles de kilómetros de cualquier lugar remotamente conocido, bajé al comedor para disfrutar de lo que probablemente sería una genérica cena en un incómodo ambiente poco familiar.

Recuerdo que al utilizar el elevador me topé con una linda chica quien cortésmente me saludó. Respondí con un gesto igual de preciso y proseguimos nuestro descenso a la planta baja sin ningún otro contra tiempo. Es emocionante el conocer gente en ambientes tan diferentes; sin embargo también es algo complicado. Claro que se tiene la facilidad de poder abrir con las clásicas preguntas referentes al lugar de origen, la disciplina profesional y otras generalidades con las que se tiende a clasificarnos. Sería impensable comenzar con preguntas sobre anhelos, sueños, miedos y frustraciones. Es más sencillo, para el que pregunta y para el que responde, atenerse a las guías de conducta ya pre-establecidas. 

El intentar adivinar personalidades y perfiles psicológicos mediante fragmentos de información trivial es un juego divertido y arriesgado. Es el deporte de los prejuicios. Definitivamente hay patrones; pero no deja de sentirse uno culpable cuando de entrada menosprecias a alguien por sus gustos literarios –o su falta absoluta de ellos- entre otras irrelevancias.

A ese tipo de cosas me gusta dedicarme cuando me encuentro sentado en una mesa comunal con gente desconocida a mi lado. Trato de ubicarme en un lugar con una vista libre de ciertos puntos estratégicos, como la entrada o la mesa de los complementos. Me gusta ver a gente desconocida caminar, servirse mermelada, tomar un plato y recoger su charola. Creo, nuevamente sin ningún tipo de sustento metodológico, que puedes descubrir más de una persona por sus gestos que por sus palabras. Al menos en ese punto en el todavía son desconocidos.

Todo esto y más pensaban mientras comía un platillo que por su mediocre sabor no recuerdo ya. Pensaba también en que la mayoría de estas personas no dejarían de ser desconocidos jamás. De las treinta o cuarenta personas que están aquí habría escasas posibilidades de recordar a más de cinco; y aún menos probable sería conocer bien a alguno de ellos. 

Ese día no hablé con nadie. En el curso de un par de semanas eso sería diferente. Recuerdo a una joven de ascendencia hindú que estudiaba biología. Recuerdo a una chica realizando una especialización en matemáticas. Recuerdo a un chico mexicano que buscaba becas para continuar sus estudios de posgrado en Bilbao. Recuerdo también a un joven colombiano rubio muy divertido que me encontraría meses después en las calles del Casco Viejo. También recuerdo a la chica que me regaló un celular.  Es triste que solo la recuerde por ese sincero gesto de generosidad. Recuerdo cuando lo mencionó. Recuerdo su cuarto en el tercer piso. Recuerdo su rostro. Recuerdo la caja en la que me lo entregó. Recuerdo que no la volví a ver después.

Recuerdo que vimos una película inglesa doblada al castellano. Recuerdo que era sobre las peripecias de un funeral. Recuerdo que era domingo y me sentía un poco melancólico. Recuerdo que momentos antes de ver esa película estaba sentado en el lobby del edificio. Recuerdo que a veces iba ahí o al área de los ordenadores para observar a la gente. Recuerdo que leía El Hobbit de Tolkien. Recuerdo que a veces dejaba de leer para escuchar las conversaciones a mi lado. Recuerdo cuando hablaban euskera y quedaba fascinado ante su fluidez y complejidad. Recuerdo que imaginaba entonces lo que platicaban. Recuerdo que todos me parecían muy jóvenes. Recuerdo que muchos me veían a mí como el joven. 

Todo esto lo recuerdo, aunque muy vagamente. Al final todos ellos no dejaron de ser desconocidos. Sus nombres ahora son fantasmas que vagan en lugares inaccesibles de mi memoria. Sus voces se encuentran perdidas en la profundidad de la cotidianeidad no razonada. Sus miradas: inexistentes. Sus rostros son como una pintura perdida en un museo que nadie visita ya. Todo su ser es como ese primer plato de comida en el comedor de los dormitorios: intrascendente.

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