“La lucidez es un don y es un castigo, está todo en la palabra, lúcido viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. Lúcido viene de Lucifer, y Lucifer viene de Lux y de Fergus que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz, el que trae la luz que permite la visión interior, el bien y el mal, todo junto. El placer y el dolor.
La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría, será el placer de ser consciente de la propia lucidez, el silencio de la comprensión, el silencio del mero estar, en esto se van los años, en esto se fue la bella alegría animal.”
Alejandra Pizarnik
En esta época de diálogos tan confusos y
conceptos tan agotados pareciera que la única forma de expresar un mensaje
sincero es sonando pesimista. Sin embargo esta percepción, que considero errada,
viene de la ilusión moderna que nos hizo creer hace décadas que teníamos el
futuro controlado. Durante generaciones comenzamos a creernos aquel cuento que
dictaba una evolución humana (en todo el término de la palabra) como un proceso
lineal y ascendente. La tecnología parecía seguir ese patrón y nosotros,
embobados en esa misma potencialidad, nos creímos el cuento de hadas de una
utopía moderna, futurista y libertaria. Había triunfado la razón.
El posmodernismo, en toda su confusa conceptualización
vacía, intentó despertarnos de aquella hipnosis estructurada hacia el miedo y
la estabilidad. Se abrieron los discursos por medio de la absurdidad, tan
evidente, de un presente realmente detestable. Las contradicciones latentes de
nuestra intención de idealidad rebotan diariamente en esa constante manufactura
de consentimiento que hoy hace gala de la misma cultura para permanecer en una
superficialidad cómoda, inocua e inconsecuente.
No es coincidencia que las imágenes y la
comunicación excesiva sean el opio de nuestras mentes más ilustradas; y que así,
hundidos en las múltiples facetas de nuestro engañoso mosaico artístico
olvidemos la existencia de la marginalidad, el dogmatismo y el fracaso del
espíritu humano que, en congruencia con el discurso económico, puede
considerarse como global.
Detesto hablar de izquierdas o derechas; de
capitalismos, anarquismos, socialismos y demás fenómenos tan vastos, diversos y
diferentes que el clasificarlos tan burdamente en las secuelas de discursos con
décadas de exhaustiva monotonía se antoja ridículo, burlón y casi demencial.
Más, la actualidad no se cansa de golpearme con burlas que desnudan de forma
obvia la verdadera crisis de nuestros tiempos.
Tan solo hace falta remitirse a los noticieros
internacionales durante los últimos meses para dar cuenta del terrible engaño
de racionalidad al que nos sujeta la esclavitud de un presente absurdo. Es
sorprendente, cuando se le observa consciente y fríamente, el que podamos
proseguir el día a día guiados por nuestras superfluas necesidades burguesas
sin percatarnos que la existencia como tal no solo carece de sentido; sino que
se empeña en mostrarse como una sátira de todo lo que consideramos sagrado.
Es imposible que se oculten las violaciones sistemáticas
de derechos humanos en Corea del Norte, o los padecimientos de las luchas
ideológicas en Venezuela. Es inútil ignorar los disturbios en Ucrania y así
mismo pretender que en México no se matan periodistas y desaparecen
inconformes. Es realmente irrisorio el observar el final de la fiesta olímpica
que se llevó acabo con toda la ironía de una dualidad rusa dolorosa,
sorprendente, indignante y llamativa. Y más extraño es el mundo en sí; ese
mundo que reacciona con puntos y líneas ante una abrumadora tridimensionalidad
de conflictos, antípodas y núcleos de caos. No es patético que todo lo anterior
sea tan evidente y el mundo continúe, como si nada, en curso hacia el abismo que
lo consume así.
Todo el caos anterior no tiene que ver con un
sistema o el otro; con un político o algún grupo particular. No se trata de
dictadores, banqueros, revoltosos, estudiantes, narcotraficantes, empresarios,
magnates, marginales, refugiados, reaccionaros, terroristas o anarquistas. Se
trata de una ilusión violenta de control en un mar de confusión, ignorancia e
instintiva agresividad. El mundo detesta ser como es y entonces ¿qué nos queda
a nosotros como su reflejo?
Nada de lo anterior detiene al mundo pues el
mundo se ha acostumbrado a girar inconsecuentemente. Lo urgente no es
comprender esa violencia, ese dolor, esa ira. No nos interesa explicar porque
todo se ha vuelto tan inadecuado. Lo que nos mueve y nos despierta en la noche
son los pormenores de una logística agraviante de vida. Nos preocupa comer,
dormir, disfrutar y embriagarnos. No precisamente en ese orden. No pretendo
tratar de elevar aquí alguna prepotente postura que mine la gloriosa calidad
natural de las necesidades citadas. Si no hubiese yo pecado de hedonista
(asumiendo la tradicional moralidad de religiones serviles) estaría ya vuelto
loco; pero es importante el poner en claro que esos móviles son primitivos,
básicos y casi instintivos. Excepto claro el emborracharnos, lo cual es más
como una voluntad colectiva de adormecer nuestras angustias.
¿Dónde
nace entonces la diferencia con aquellos primates que observamos desde arriba?
No hay acaso otras necesidades que revindiquen nuestra condición humana.
Incluso el lenguaje se va poco a poco perdiendo en simplificaciones, en imágenes
y en símbolos de común interpretación. Una carita feliz, un meme popular, un like insulso y otros hábitos híper-modernos nos remiten al sentido
tribal del lenguaje salvaje y homogéneo.
No pretendo remitir alguna tesis primalista que
satanice las tecnologías y condene nuestra dependencia de herramientas desarrollados
por nuestro indomable intelecto; pero si hay que ser muy cuidadosos de suponer
que nuestro desarrollo exponencial de necesidades tecnológicas es sinónimo de
alguna pretensión de ascendencia social y/o cultural. Por si no habían dado
cuenta, vamos cuesta abajo en un pendiente de sinsentidos. Somos como una
oscura bola de nieve, rodeada del tono púrpura del nihilismo destructor.
Hemos tomado la peor parte de la racionalidad;
esa que se asume como verdadera y se ignora ante una consciente negación de la
lucidez. Huimos de aquellos momentos de verdadera consciencia, de aquella
estética que hace vibrar a las almas. Buscamos entonces más bien la anestesia
ante la enfermedad de nuestra eternidad. Hay veces que ni siquiera el arte
logra redimirnos; y nuestro juicio es tan dispar que ya solo la violencia y la sexualidad
despiertan tintes de nuestra esencia sublime. La historia se remite solo como
un mito en las películas y documentales; esos que basan su valor en su factor
de entretenimiento y el rendimiento monetario que puede obtenerse de él.
La nostalgia, el amor y la melancolía se han
vuelto bienes de consumo. Añorar, extrañar y llorar son el aderezo de las
imágenes de vida que se venden como productos. El patetismo de nuestra
híper-comunicación se hace evidente cuando preferimos la segura y reconfortante
distancia del texto cortado en una pantalla de celular al momento extraño e incómodo
de encontrar a esos extraños que llamamos amigos en un supermercado.
El amor es hipérbole de sexualidad y
auto-indulgencia. Un pasatiempo moderno. Cuando el tiempo nos alcanza y las
tradiciones no cuestionadas comienzan a pesar sobre nosotros entonces nos precipitamos
a instituciones caducas e infértiles para hundir en el tiempo el sentir
colectivo de desilusión que produce el arrejuntamiento de individuos huecos con
voluntades muertas.
La premonición de un futuro gris, frío y con
reflejos de cromo se ha vuelto un sueño oscuro de realidad. La memoria es la
historia de nuestro apego a discursos exhaustos y promesas incumplidas de un
presente con potencial infinito. Podíamos ser todo y día con día elegimos ser
nada. Pero, qué sucedería si todos renunciáramos a estos espejismos; si el
letargo se transformara en delirio de divinidad. Si nos transformáramos, cada
uno, a través de ese divino absurdo, en Lucifer. ¿Qué pasaría si todos renunciáramos
a la certeza de un futuro encasillado en caminos de intrascendencia? ¿Qué sería
del mundo si volviéramos a la ira, a la iluminación, al arder de las almas que
pretenden re-significar su existencia desde el vacío? ¿Cuándo fue que caímos
tan profundamente en este abismo de sueños y oscuridad?
Es imposible pedirle el Santo Grial a un niño y
esperar que lo encuentre dónde todos aquellos valientes caballeros fallaron al buscarlo. Sea por fuego, por sombras o por el brillo de la luna, las
revelaciones que dan cabida a la realización de insignificancia son cada vez
más efímeras y fortuitas en esta generación. ¿A quién culpar, entonces, de
nuestro precipitar a la nada? ¿A quién cobraremos la factura de nuestra
embriagante y oscura noche en el bar de los reflejos huecos? ¿Acaso nuestra
naturaleza histórica dicta este árido destino? Puede que todo lo anterior sean
solo señales saludables del ocaso de una consciencia que solamente se ha
asumido como colectiva en el curso hacia la objetivación de la voluntad de vivir.
Esa voluntad, ese manifiesto de existencia; es
la esperanza de un móvil redentor de nuestra vanidosa humanidad. No podemos
todos renunciar al mismo tiempo, pues él también se nos presenta como un
demonio con rostro de mujer; pero si vale la pena ir repensando la vida como
totalidad y no como antecedente a una grandielocuente eternidad fundida en
nuestros deseos más superficiales. El cielo es aún más irreal que nuestra
racionalidad.
Hace falta recuperar el sentido de urgencia. No
aquel que nos tiene atados a las manecillas de un artefacto impreciso; sino esa
urgencia de librarnos de la desesperación del vacío de una existencia
insignificante. Y no porque lo anterior sea posible; sino porque es solo
mediante el desesperar profundo que pueden surgir cosas interesantes en el
campo de nuestra interpretación existencial.
Es ahí donde roza lo lógico, lo místico y lo
divino. Es la interpolación entre el cuestionar congruente y la epifanía del
sentir individual que retomamos la conexión con aquel abismo de absurdidad que
muchos antes que yo han descrito con mayor claridad. Precisamente ahí, en las
profundidades de nuestro ser, en los sofocantes bosques de nuestro interior, en
aquellas cavernas oscuras, húmedas y peligrosas de nuestro limitado pensar
consciente; ahí donde habitan los monstruos de nuestra irracionalidad, de
nuestros miedos y nuestras pasiones animales; ahí dónde se escuchan con
claridad el eco de lo fantasmas y la voz seductora de la muerte; ahí en esos escondrijos
a los que se tiene que ir solo por miedo a despertar a los esqueletos de
memorias aterradoras y vergonzosas; ahí, en la más densa oscuridad, es dónde se
encuentra el sentir colectivo y la inmanencia propia; aquella que no niega la
falta de sentido en el Universo; pero que entiende la vida como un manifiesto
de intención, una voluntad fuertísima, vólatil y bella de hacer vida, hacer
existencia y ejercer la lucidez que ya solo se observa en los cometas que se
auto-destruyen en su desfilar por la galaxia.