De la nada, su foto salió a flote en un mar de pretensión digital. Su rostro; más allá de su hermosura, de su familiaridad y su aparente inocencia; era una mirada. Una mirada que repentinamente penetró lo más profundo de mi alma. Sus ojos grandes, bellos y perdidos lo fueron todo en ese momento. No supe que sentir, ni que esperar. No quería interpretar nada de aquella sombra de estética vacía. No me quedó más que romper en llanto, aunque fuera para derramar un par de lágrimas confusas e inexplicables.
El sentimiento se alejó más rápido de lo que pude redactarlo. Ahora, hace escasos segundos de ello, me es imposible describir la fuerza con la que tembló mi corazón por la sola imagen de su cara. No podré entenderlo por ahora; pero creo que llegará ese momento, pues indiscutiblemente este existe ya en esta hilarante aleatoriedad.
La imagen lo tenía todo. Esas detestables imágenes. Esas representaciones que sin esfuerzo reducen toda realidad, todo placer, todo entendimiento y toda experiencia a un sucio y asqueroso espejo. Hemos hecho verdad nuestro mundo de apariencias. Una verdad vacía y maniquea. En esa imagen definida, cuidada y pretensa; ahí estaba –está- ella atrapada. Se le capturó como se captura una foto y como se captura un ave. Identidad de opresión intangible, de caos oculto en un corazón bondadoso. No hay mayor bondad ante este mundo de realidades falsas que la verdadera curiosidad y el sentir de la existencia; ese que ella puede transmitir incluso a través del espejismo de esa fotografía; desde su cárcel de cristal. No la conozco, pero sus ojos esféricos, brillantes y reflexivos son espejos verdaderos que retratan la realidad en sí y para sí. Su rostro la observa tras las rejas de la estética vacía que nuestra posmodernidad globalizada le ha impuesto.
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