Si tuviera que empezar a escribir sobre nada en
particular trataría de no ser tan obvio al respecto. Es decir, intentaría
prolongar de forma sutil y orgánica la progresión del primer párrafo de forma
similar a cómo uno compra tiempo con el aire de las palabras vacías en alguna
presentación. Así, al poner en primera velocidad esa desconocida parte de mi
cerebro que se encarga de generar ideas, iría ganando algunos segundos mientras
subo la colina del vacío conceptual del escrito.
Lo hermoso de este cuasi mágico proceso es que
pocos segundos pueden ser suficientes para viajar distancias inimaginables
dentro de la elusiva temporalidad de la mente. Ahí dentro el tiempo no tiene
poder alguno, es tan inservible con un espejismo que se sabe falso. ¿De qué
sirve un oasis imaginario en medio del desierto cuando este no provee esperanza
alguna? Vivir sin tiempo es vivir sin miedo, sin añoranza, sin mentiras, sin
memorias. Lamentablemente también es vivir sin ritmo, sin progresión, sin la
motivación de lo fugaz. ¿Será ese el rol del tiempo? Lo detesto igual.
Cuando se escribe sobre nada –no sobre La nada-
es preferible generar imágenes a ideas. Las ideas pervierten sentimientos, son
reflexión lenta, merma de realidad. Las imágenes, en su falsedad y pretensión,
son más cercanas al sentimiento verdadero. Son engañosas también, traicioneras
incluso. Tristemente hemos olvidado lo que hay detrás de esas paredes de
espejos y, al encontrarnos perdidos en un laberinto carente de cualquier tipo
de trascendencia, no nos quedó más que empalmar fotografías de nuestro propio
reflejo una sobre la otra. Imágenes sobre imágenes. Una adicción moderna.
Los sentimientos han sido sofocados por la
idealización de ellos mismos. Es la impresión de vernos, a través de ojos
imaginarios, ejecutando esas acciones aparentemente significativas lo que
consumimos en esta abrumadora pos-modernidad. Nos alimentamos de las mismas
ideas que supuestamente generamos. ¿Cómo puede alguien nutrirse solo de
regurgitación? Es imposible, por eso el vacío se ha vuelto invisible y gigantesco.
Hemos nublado nuestros sentidos con el reflejo de un sol falso. Salimos de
noche en busca de reflectores gigantes al tiempo que ignoramos cientos de luciérnagas
que vuelan hacia la muerte en nuestros enlamados estanques.
Destrucción es una palabra que levanta temores
y despierta sospechas, se le cuestiona como se debería cuestionar a todo lo que
la precede. Pero su poder no es coincidencia y su momento jamás fue tan obvio.
No se puede razonar con los reflejos, pues son fantasmas necios y obstinados.
Cerrar los ojos ante nuestras rejas de cristal es igual de infructuoso –sin mencionar
lo aburrido de la actividad. Hay que recordar (en esa potencial falsedad de las
memorias) aquellos sentimientos creadores de imágenes verdaderas. Ahí descansa
el contenido estético que produce la realidad misma y no ésta triste emulación
de nuestros tiempos.
Destruyamos pues esos espejos; pues solo una
violencia sana ante la esterilidad de nuestros anhelos modernos puede
revocarnos a esas visiones que no dejan dormir; a esa angustia sana que nos
permite soñar. Cerrar los ojos tiene que ser emocionante, ser un espectáculo.
Replicar la belleza y espontaneidad de las galaxias es una habilidad que hemos
olvidado con el tiempo. ¿Por qué negar nuestra semejanza a las estrellas y los
cometas? ¿Acaso no estamos hechos de lo mismo?
Somos imagen y semejanza, no de un Dios
todopoderoso y de ambiguo obrar, sino de un Universo que se replica
infinitamente no solo hacia el espacio; sino en la pequeñez abismal e infinita
de nuestro colectivo celular; en el espacio interior, en sus ciclos, en sus
ritmos, en su recurrente replicar de formas, colores y figuras. Las chispas de
luz que destellan al parpadear no son más que lágrimas de un Universo olvidado.
Un Universo que hemos decidido olvidar.