Rápidas para moverse, lentas para desaparecer,
las nubes arrastran consigo los aromas de la tierra, el granizo de la noche y
la nieve de las montañas. Son fragmentos de mares, lagos y ríos. Blancas y
puras; azules y pesadas; grises y ruidosas.
Del norte vienen estratificadas en nombre del
gélido Boreas; del sur las envía Noto para secar la tierra; del este Euro las
llena de lluvia y caos para terminar los veranos; y del oeste, el tranquilo
viento de Céfiro las guía como mensajeras de fertilidad.
Dicen que las nubes respiran sueños; que en su
andar recorren el mundo para crecer, llorar y transformarse. Entre ellas juegan,
viajan, se unen y se abandonan. Hermanas, amigas y enemigas comparten todo,
incluyendo su origen y destino.
Desde abajo las vemos para perdernos también.
Para imaginar que nos miran allá en el cielo, y que tal vez ellas, desde
arriba, pueden ver a dónde vamos. A
veces juegan con el viento, a veces bailan con las olas. En las noches brillan
con relámpagos y estremecen la tierra con los truenos. Pequeñas y lejanas; inmensas
y abrumadoras también. Sus ojos son abstractos y su sentir es su contraste.
La tierra las observa con envidia y el cielo
las ignora con desdén. Las montañas las arañan con rencor y lo árboles las
utilizan como adorno. El mar, su madre, las refleja con ternura. El sol, su
padre, les cobra la vida con indiferencia. La luna las engaña y las invita en
su locura a que bailen a su alrededor. Las flores y las plantas claman su presencia
elevando, con el viento, su voz.
Ellas no saben si viven o mueren, si sufren o
gozan, si aman u odian. Lejos de todo, cerca de nada. Así, como nosotros, son
las nubes.
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