Representative institutions are of little value, and may be a mere instrument of tyranny or intrigue, when the generality of electors are not sufficiently interested in their own government to give their vote, or, if they vote at all, do not bestow their suffrages on public grounds, but sell them for money, or vote at the beck of someone who has control over them, or whom for private reasons they desire to propitiate. Popular election thus practiced, instead of a security against misgovernment, is but an additional wheel in its machinery
John Stuart Mill
Este año la
televisión, los periódicos y todo el universo de medios 2.0 centrarán su
atención en la carrera presidencial que nos brindará un nuevo dirigente de la
nación. Es uno de esos años en dónde nuestros políticos simulan interés por la
ciudadanía para ganar la simpatía y preferencia de los votantes. Es, como cada
sexenio, cuando se lleva a cabo un ejercicio casi mecánico de supuesta validación democrática.
En un mar de
propuestas sin fondo, promesas vacías y spots televisivos que asemejan la
trillada ficción de nuestras telenovelas; el excluyente aparato político
mexicano se vuelve ante la población para buscar una aprobación protocolaria
que le permita seguir operando para él y por él mismo.
Nuestras
endebles instituciones tratarán de ratificar el valor de nuestra
“participación” y la importancia de nuestro voto en el futuro de México al
tiempo que olvidan como durante años han ignorado la verdadera activación
ciudadana, la rendición de cuentas y el verdadero pulso del país.
Lamentablemente
este ejercicio es tan banal e inconsecuente como la misma definición de la
palabra democracia en México. Puede sonar triste, pero la ejecución o anulación
del voto en la siguiente contienda presidencial no cambiará el rumbo del país
de forma apreciable. La cúpula partidista continuará presentándose como un
laberinto burocrático en dónde la lealtad a un partido seguirá siendo en
teoría y práctica una cuestión de fanatismos, recompensas e intereses
personales alimentados por el desinterés social.
Sin embargo nada
de lo anterior debería parecernos sorpresivo o inesperado. Es comprensible que
lo ignoremos o simplemente no le demos su debida importancia; pero es muy claro
que una democracia sana no puede surgir en un panorama en dónde su simulación
es mejor recompensada que su ejecución. Es, por así decirlo, imposible tener
una democracia en un país sin demócratas.
Es posible, si,
que la maquinaría política se haya vuelto tan grande y pesada que sea casi
imposible actuar fuera de sus rígidos designios. Es fácil entonces el renunciar
a cualquier posibilidad de cambio y dejar que, como nuestras vidas, el futuro
del país sea determinado en principal medida por la inercia de nuestra
inactividad y las decisiones de aquellos que blanden la espada del poder.
Es también
posible declarar que ya es demasiado tarde para que la población despierte del
profundo letargo inducido en las últimas décadas para “rescatar” el rumbo del
país en cuestión de meses. El negar lo anterior parecería en su caso una
esperanza infantil e ingenua surgida de esas mismas máximas pre-fabricadas de
idealismo y superación que nos enseñan que el éxito recae en sentirnos
exitosos.
Pero la
intención no es despertar falsas esperanzas o revivir otras igual de irrelevantes.
El primer paso es aceptar, simple y llanamente, que la democracia nacional
sigue siendo un mito. Es alzar la voz cuando alguien asegure que la “alternancia”
partidista es sinónimo de una república saludable. Es desafiar a todo aquel que
crea que la respuesta política se encuentra en los partidos. Es hacer todo esto
no para vaciar aun más la canasta de la esperanza; sino para comenzar a
llenarla con un realismo aterrizado; uno que produzca acciones reales y no
meros simbolismos de ridículo heroísmo, martirio o añoranza.
La democracia no
puede existir sin ciudadanos demócratas. ¿Qué se necesita para que estos
aparezcan? Una educación que de momento ninguna de nuestras escuelas parece ser
capaz de proporcionar. Aquella cuya impartición no sea una regurgitación de
datos; sino una verdadera transmisión de la habilidad para discernir a partir
de esa información. Porque solo mediante la cultivación de una empatía basada
en el conocimiento y una conciencia crítica basada en el sano escepticismo es
posible que podamos reflejar nuestra voluntad individual en acciones y, a su
vez, interpretar la voluntad de quiénes nos rodean y comprender que ambas, en
colectividad, deben formar el objetivo de nuestra sociedad.
Esto es un
proceso lento que debe ser asumido con responsabilidad a nivel individual y
para quiénes nos rodean. Un proceso que en paralelo debe buscar acciones para
poder generarse y replicarse no solo en nuestros círculos sociales; sino a
nivel institucional. Un proceso que tenga claro que mientras no se permeen
estos objetivos en el sistema educativo seguiremos luchando contracorriente en
este mismo y desolador panorama.
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