Más seguido de lo que me gustaría admitir comienzo
a escribir sin realmente saber qué quiero expresar. La constante sería, en todo
caso, esa despreocupación sobre una idea específica. Irónicamente (si ese es el
adjetivo correcto) siempre termino hablando de los mismos temas, o más bien; de
las mismas imágenes. Porque aunque uno puede escribir millones de hermosos
párrafos sobre los colores de la luna, es pretencioso el argüir que dichas
palabras corresponden a algo más profundo que un puntual y fugaz sentimiento.
Una idea requiere un esfuerzo mayor. En primera
es necesario saber de lo que se quiere hablar y; por supuesto, tampoco está
demás conocer un poco del tema. Así mismo la construcción del texto requiere
una estructura un poco más rígida, en la que es más difícil ocultar
banalidades, estupideces u obviedades con brillantes y distractores trazos lingüísticos.
Cuando simplemente se habla de imágenes y los
sentimientos que las producen, el reto principal es sublimar la cotidianidad de
la vida diaria en una opaca pero tenue niebla de fantasía. Quien lee tu ventana
de realidad debe pensar que ese maravilloso y trepidante paisaje de emociones
es algo inalcanzable en su mundana existencia. Claro que hay que tener cuidado,
pues si no se le deja un pequeño espacio dónde reflejar sus sentimientos y
vivencias, el paisaje seguirá siendo hermoso; pero extraño, insólito y
distante. Y que terriblemente aburrido es lo distante.
El construir ideas o simplemente describir
emociones son dos maneras de escribir distintas que se pueden llegar a complementar
si se utilizan ambos estilos con la moderación adecuada. La verdad de todo esto
es que aunque requieren diferentes enfoques y niveles de compromiso; ninguna es
más que la otra. Son, como tantas cosas, simplemente diferentes.
Ahora, sin temor a perder la poca objetividad
que me he permitido, es posible considerar una más deshonesta que la otra. O al
menos considerar que la labor poética de plasmar estados de ánimo
indescriptibles en el limitado esquema del lenguaje da más facilidad para
exagerar irrelevancias.
Esto no significa ni pretende dar a entender
que las “ideas” por sí solas tengan algún estado inherente de importancia
superior a la tan elusiva tarea de asimilar sentimientos. Mucho menos el pensar
que la comprensión de emociones propias es algo más “simple”. Una línea
argumentativa en esta dirección carecería de sentido al ver como la gran
mayoría de nuestros contemporáneos creen entender conceptos prostituidos como “amor”,
“libertad”, “justicia” y “tolerancia” con definiciones incompletas, sosas y
virtualmente vacías; sin embargo no son capaces de conjuntar una oración
decente al intentar definir sus sentires más familiares. El alma del poeta
mediocre es en parte causal de esta confusión.
Con la correcta iluminación, un lodoso charco
puede reflejar el cielo de forma incluso más clara que el mismo mar. Y si se
busca solamente un vistazo rápido a las nubes; puede que ambos cumplan con
creces su tarea. Sin embargo muchos prefieren sumergirse en ese cristalino
espejo de agua; y terrible es su sorpresa cuando del primero salen sucios y cegados
por la mugre; mientras que en el mar pueden profundizar hasta que la luz no
pueda penetrar sus cristalinas aguas.
Escribir cosas hermosas es diferente a expresar
cosas hermosas. La diferencia es aún más notoria cuando la estética es definida
por la autenticidad. Lo hermoso no son los campos de flores multicolores, ni el
árbol solitario en la colina. Lo hermoso tampoco es el espejo con marco de
plata, o el remolino que burbujea con violencia. La verdadera belleza no se
encuentra en traslúcido reflejo de una esmeralda o en la maniaca sonrisa de la
luna. La verdad es dónde radica lo realmente bello.
Cuando la palabrería se transforman en imágenes
y estas a su vez delinean verdadera y tangible humanidad; es entonces cuando la
prosa (o el exagerado verso) se vuelven realmente poesía y belleza. Pero esa
misma incapacidad de entendernos a nosotros mismo nos hace presa fácil del
párrafo abrillantado con maquillaje y alumbrado con baratos reflectores.
Todo esto, solo para decir que esa obtusa
visión es más fácil de abusar cuando se hablar de sentir y no de pensar. Ahora
bien, lo anterior puede quedar en la inocente y casi lúdica consecuencia de
encaramelar estupideces, engañar soñadores y cautivar “almas libres”. Sin
embargo, aunque un poco más laborioso, la misma cruel actividad del embuste
puede ser utilizada en el campo de las ideas. Y es ahí donde el peligro radica.
La ilusión es un engaño voluntario que, aunque
tóxico en altas cantidades, es deliciosamente embriagante con moderación. Sin
embargo cuando se cae presa de una ideología torcida, hay pocas cosas de
nuestro ser que quedan a salvo. Es por ello que hablar de ideas exige responsabilidad
más allá del supuesto sentido común. Pero dejar esto a las buenas voluntades es
tan ingenuo como pensar que el mundo es plano.
Profundizar en esta cuestión, siento yo, es
algo que está por demás en este texto. De hacerlo me vería tentado (y eventualmente
abrumado) a utilizar los miles de ejemplos del abuso del discurso que plagan
nuestro país. Pero ya en otra ocasión hablaré de nuestra arcaica maquinaría
política.
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