Era inevitable me imagino yo. O al menos esa es
la excusa que tomare el día de hoy para quejarme y gritar palabras bastante vacías
a temas por demasía irrelevantes. El hecho es que hay pocas cosas que realmente
detesto… y una de ellas es la ceguera de una opinión consolidada tan solo por
su constante repetición.
Steve Jobs está muerto… es una lástima. Una
tragedia como cualquier muerte prematura a manos de una terrible enfermedad.
¿Era un genio? Posiblemente. ¿Revolucionó su mercado? “Joder”… creó mercados. ¿Cambio
nuestras vidas? Al menos la del “pequeño burgués” como yo y la mayoría de mi
realidad inmediata, sí. Sin embargo nada de lo anterior es (o debería ser) un
pase gratis hacia la exaltación casi divina que el ex-CEO de Apple parece gozar
esta noche.
Pero lo que me incomoda de todo esto no es la
mitificación de un hombre que impulso un modelo tecnológico con el que, en su
base, difiero. Lo que levanta múltiples banderas rojas en mi limitado horizonte
es el hecho de que, como una onda invisible e indetenible, todo mundo parece
estar de acuerdo con esta práctica sin ni siquiera cuestionar la naturaleza de
los excepcionales logros de Jobs.
Primero que nada, comprar un jodido iPod no
significa que comprendan el impacto de las ideas de Steve Jobs; el cual,
lamento decirles, no es del todo positivo. Su genio le ayudó no solo a crear
productos, sino a creas necesidades, generar nichos, alterar conductas e
incluso formas de vida. Apple dejó de ser la alternativa de Microsoft para
simplemente ser Apple. Con un diseño industrial bajado del mismísimo cielo y un
manejo de marca que la misma Coca-Cola envidaría, los productos de Steve Jobs
pronto se colocaron como un símbolo de funcionalidad, estética, status y una visión
por demás progresiva. Jobs creaba y a los demás no les quedaban más que seguir.
Pero, ¿qué es lo que estaban creando? ¿hacia
dónde nos estaban dirigiendo? y ¿ con qué propósito y bajo qué premisas? Para
nosotros, los tristes mortales, es difícil aceptar la cantidad de genios que
pueblan nuestras generaciones. Wittgentstein, Einstein, Joyce, Miyazaki, Disney,
Kubrick, Gates, Miyamoto, Zuckerberg, Page & Brin y cientos más. Personajes
tan diferentes como fascinantes entre sí. Todos con visiones divergentes del mundo
y la vida; cada uno con su valores y creencias; los cuales consciente o inconscientemente
se permean en su trabajo, obra e influencias. Lo mismo para Jobs. Ser diferente
(algo que ahora todos pretenden tener en altísima estima a pesar de que sus
comentarios sobre él parecen salidos de una línea de manufactura en serie) es
algo demasiado vago para ser exaltado.
¿Qué pretendía al retar el status quo con sus
productos? Ser revolucionario es un concepto aún más vacío de significado en
este contexto. Jobs creó un culto a sus productos y, por añadidura, un culto a
su personalidad. La misma manzana renunció a los siete colores del arcoíris para
transformarse en un logotipo limpio, puro… casi asceta.
Apple ya no vendía tecnología; pues en
cuestiones técnicas sus productos nunca fueron realmente superiores o
revolucionarios. Apple vendía sueños, sentimientos e imagen. Superficialidad
dirían algunos… diría yo. Así, con “necesidades” nuevas (por demás innecesarias)
se cambió únicamente nuestra forma de consumo. Apple era diferente por fuera,
pero siempre fue lo mismo por dentro. Así, mes con mes con el nuevo iPod, el
nuevo iPhone, la nueva Mac y ahora el bendito iPad, Apple vendía cientos de
miles de productos tan similares entre sí que el mayor atractivo era ver un
número más alto después de la denominación del artículo. Los productos de Apple
trabajan en conjunto y complementan su propio Universo. Son versiones,
extensiones o adiciones los unos de los otros. Pero a la vez, cerradas de todo
aquello que disminuía su potencial de venta o alteraba la dinámica de su marca.
Una estrategia definitivamente brillante en cuestión de negocios; pero no así
desde el punto de verdadera innovación.
Todos estos productos nos dieron (y nos seguirán
dando) la oportunidad de sentirnos partícipes de una revolución que jamás
comprendimos. De sentirnos tecnológicamente competentes en una época en la que
jamás ha sido más fácil utilizar una computadora. Pertenecer a un enunciado de
diseño y estética alineado a nuestras demás superficialidades y alimentado por
nuestra misma pretensión. En su cristalino blanco, su reflejante plata o su
pulido negro siempre podemos ver nuestra imagen potencializada por las posibilidades
tecnológicas del mañana en un esquema coherente y atractivo. Y así, cuando se
nos coloca en un marco adornado tan bellamente, es difícil no amar nuestro
propio y plano reflejo.
Nada de esto pretende demeritar el verdadero
genio de Steve Jobs; simplemente me gustaría que antes de alabarlo se le
intentara comprender; no en su naturaleza, pero en su impacto e intención.