Me es complicado escribir sin preguntar. Sin arrojar cuestionamientos un poco hacia al aire, un poco hacia a mí.
Hay muchas cuestiones que discutir, muchas cosas que dialogar. Porque de entrada el diálogo es la base del desarrollo de ideas y conceptos. Pero no me quiero desviar de la pregunta estelar del día de hoy:
¿Quién soy yo?
¿Quién eres tú?
De entrada ambas me parecen la misma pregunta. Yo soy tú y viceversa. Sin embargo esa es cuestión a parte. Aquí yo me pregunto a mí mismo y tú me preguntas igual.
El día de hoy aprendí... o más bien, comprendí o recordé que esta pregunta es indespenable para poder salir allá afuera y lograr lo que sea que queramos cumplir. Ya sea en nuestro entorno, o en nuestro interior (que al final, es prácticamente lo mismo).
La pregunta ya de entrada es complicada. Tres palabras, de las cuales dos conllevan ya un peso exorbitante. “Soy” es una afirmación casi tautológica, por lo menos en un sentir meramente superficial de la cuestión. Aún así, lo que va antes o después puede ser tan trivial como abrumadoramente verdadero. Desde lo más irrelevante hasta lo más desgarrador, la afirmación por sí sola es reconfortante; pero no por ello menos dolorosa.
¿Qué podemos ser? Y de todo eso, ¿qué es lo que somos?
Aqui viene entonces la traicionera palabra “yo”. Dos letras que mal usadas han destruido generaciones enteras. Su peso es el de la vida misma; pues representan nada más ni nada menos la totalidad de todo nuestro ser. No hay nada afuera de esas dos letras.
Viéndolo de esa manera, ambas palabras pueden al final ser una misma. Yo soy. Soy yo. ¿Qué es lo que soy si no soy yo? ¿Quién es yo sino lo que soy? Es incluso un poco inquietante como estas palabras poseen total inmunidad al tiempo. Lo que soy, fui o seré al final es ese “yo” que parece indefinible. Es ese “yo” suspendido en el tiempo es el interés principal de este simple (pero profundo) cuestionamiento. Al final el “yo” es tanto ahora como siempre, y por ello fuera del tiempo. Eterno, no en nosotros, sino en el Universo.
Entonces, si el “yo” es para siempre (y para siempre ha sido), el soy es lo que le da esa temporalidad a veces tan necesaria para hacer sentido. El ser es potencialidad, es posibilidad, es infinidad de caminos, muelles, nubes, barcos y humo (por supuesto que hay humo).
Nosotros no solo somos lo que hoy por hoy decimos (o creemos) ser. También somos todas esas posibildiades fallidas, perdidas, ignoradas o remplazadas. Somo todo aquello que no fuimos por el hecho de ser. Somo todo esto que somos por el hecho de no haber sido. Somos todo lo que seremos por el solo hecho de vivir.
Al final lo anterior se vuelve problemático. La apertura absoluta paraliza. El horizonte es tan grande y tan profundo que da la impresión de estar vacío. Y entonces, nos asustamos. No sabemos a dónde ir ni a quién preguntar. A veces no nos queda más que dormir y rezar.
Y con ese miedo huimos a los lugares ya definidos. A los espacios ya bien delimitados. Corremos a llenar los huecos que todo mundo nos ha dicho que no conviene dejar vacíos. Entonces, poco a poco nos empezamos a clasificar, a limitar, a definir. Donde el problema es que todo esto es indefinible.
Así poco a poco vamos cayendo en una prisión manufacturada por nuestro mismo miedo de entender lo que somos. Le vamos cediendo cada vez más y más de nuestra vida a los compromisos de roles creados para simplificar y estandarizar. A actuar como la norma indica que tal o cuál debe actuar. A llenar el rol para el que fuimos “destinados”.
La clasificación es innecesaria en relación a que al final... el chiste... es ser humano. Y si ya tenemos esa parte clara, no hay porque complicar lo restante que en realidad es tan sencillo.
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