Con la perspectiva adecuada, el
arreglo de luces correcto y el ángulo ideal, todo parece mostrarse como
definitivo y trascendental. Entre más lejano se encuentre el foco que alimenta
nuestras ilusiones, su haz se transforma, de simple circunstancia mundana, en
la historiografía de un fantasma cual aura derrama cascadas de espejismos.
El reclamo de eternidad que
cargamos en nuestros frágiles cuerpos es como un aneurisma a nuestra supuesta
racionalidad. Esa habilidad de exagerar himnos de existencia es una vocación al
patetismo poético que cualquier artista que se jacte de algo de sensibilidad
debe comprender.
Lo anterior no debe escucharse
como alguna condena a la ingenuidad que conlleva el romanticismo del delirio; simplemente
hay que reconocer, en estos tiempos de niebla y oscuridad, lo contradictorio de
nuestros ecos de voluntad. Mi labor; sin embargo, nunca se ha basado en la
censura de sentimientos o emociones. Jugar al juez de la memoria y al capataz
de los sueños es pronunciarse en contra del manifiesto entero del existir. Es
evidenciar la estupidez que proviene de la mayor de las arrogancias; aquella
que se alimenta de los retratos de nuestra atomizada individualidad y su
esfuerzo de redimir la humanidad mediante decadencia.
La humildad y la soberbia de
estas palabras conviven como luz y reflejos en un cuarto modernamente oscuro. Robaré
palabras ajenas para aderezar con otra alegoría: Alegría y pena en un mismo
lugar. No es tan difícil concebir la multiplicidad de los estados anímicos
cuando se describe al tiempo como la traición principal de nuestra elusiva
realidad. Si consideramos todo en un instante eterno, dividido a su vez por las
limitantes de nuestros sentidos, entonces se vuelve aún más familiar el
sentimiento de perdición que se combina con la euforia del momentáneo vacío
cotidiano.
Todo lo anterior se pierde en la
generalidad de un escrito sacado de contexto. Por más que nuestros esfuerzos de
respirar originalidad se muestren como exhalaciones de poetas muertos; es
importante aceptar que solo la superficialidad permite localizar
particularidades de forma sencilla ante los ojos de algún lector invisible. Si
se quiere alimentar una emotividad compartida y múltiple es necesario describir
y derramar imágenes de sentimientos encuadernados con apuntes de realidad. Se
vuelve necesario, en pocas palabras, destapar la flama que se asfixia es
nuestro interior.
Por desgracia (para usted), el
fuego que descubre estas letras en la oscuridad de la noche abochornada es de
origen, desarrollo y efervescencia múltiple. Le debo a muchos nombres propios la
añoranza de esta conversación; de forma que anecdotizar el escrito sería ahogarlo
en agua de río.
Lo que escribo y lo que siento se
lo debo a la niña de la jaula de plata, al ave de las cadenas doradas y al
dragón del corazón de agua. Lo escribo por la memoria del hada del cabello de fuego, la filósofa de
los pueblos antiguos y a la sílfide del aura morada. Se lo debo a la leona de rugidos
melódicos, al bólido de estela aguazul, al torbellino de la voz distraída y a la
europea de los ojos tristes. Pienso entonces en otros muchos nombres más y
lleno de alegría y tristeza el hueco que la memoria permite deformar con
nociones de nostalgia y potencialidad perdida. Es entonces cuando doy cuenta
que tomé demasiadas fotos con mi cámara y muy pocas con mi alma. Las
conversaciones que tuve con todas ellas (reales e imaginadas) servirían para
llenar un par de servilletas. Si exagero es para diferenciar el ejercicio de un
simple lamento privado.
No me quejo mucho de estos
últimos años; pues en perspectiva todo parece marchar en una dirección más o
menos adecuada. Sin embargo hay noches en que la luna no parece mirarme de la
misma manera…
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