Releer escritos antiguos es un ejercicio de perspectiva
y atemporalidad. Cuando las letras se pierden en los años y los sentimientos en
su mismo contexto etéreo es cuando da uno cuenta del poder emotivo de un texto.
Una emotividad que no debe ser confundida con una idea simple de confort
sentimental, sino más bien como la inevitabilidad de sentir emociones
arrancadas de nuestro ser y nuestro estar. Esos sentimientos; volátiles, impredecibles
y violentos; son los preciados momentos en los que hacemos justicia a nuestra
sombra de eternidad.
Así mismo, cuando esa misma sensibilidad es
re-encontrada, es fácil ignorar reglas y tradiciones de lógica y continuidad
existencial. ¿Cómo explicar la precisión de una oda al terror escrita dos años
atrás cuando ese sentimiento nunca lo había experimentado sino hasta hace
algunos meses? Y sin embargo, al leer cada uno de los enunciados y sus
adjetivos; pareciera que el texto fue dibujado tras observar la abstracción de
mis estados mentales algunas noches atrás.
Cuando se adivina la denominación de una carta
oculta o el resultado de tirar un dado hay algo más que simple probabilidad en
juego. No pretendo aquí hacer alguna apelación a lo sobrenatural o cualquier
excusa de poderes invisibles; pues incluso en mi condición espiritual
alternativa esas cosas me parecen ridículas e infantiles. Sin embargo, si es preciso
esbozar las posibilidades de una naturaleza diferente del tiempo.
Mi relación con el dominio (o demonio) de Cronos
es problemática. En mi juventud el reclamar la temporalidad como ilusión me
resultaba atractivo por el sonido dulce y armonioso de dicha afirmación. Una
pretensión poética infantil podría decirse. Después, en visiones acomodadas por
sentimientos y sensibilidades circunstanciales, atribuía una lista no muy corta
de adjetivos despreciables a aquella ilusión del tiempo. Hoy en día, no solo
acepto su condición de árbitro y referencia; sino que incuso me resguardo en el
poder de su verdad; por más que esta sea simulada o subsidiada por nuestra
limitada percepción.
Somos hijos del tiempo en el mismo sentido que
el tiempo es nuestra propia construcción. Pero si exploramos una naturaleza que
ignore la supuesta linealidad de la existencia entonces esa primera oración es
simplemente redundante. Podemos pensar entonces en modelos y geometrías; en parámetros
y condiciones matemáticas; en ideales y nociones de inamovilidad científica. Sin embargo cuando se escribe de madrugada
prefiero dejarme llevar por la
emotividad que despiertan los fantasmas de las lunas invisibles y las bebidas
oscuras.
¿Qué tan descabellado es pensar la eternidad en
un solo instante? La experiencia estética proviene de la lucidez de un momento.
Su sentir es tan efímero como despiadado, arrancando risa, dolor y llanto en
segundos que parecen no existir. Esa inconsistencia cronológica se pone en
evidencia cuando se sueña y cuando se duerme. Bastan algunos minutos para vivir
días enteros de onírico suplicio. La angustia del terror, ese que despierta las
carencias del alma, también es experta en extender segundos durante noches
enteras. ¿Están acaso nuestros sentidos tan mal ajustados? ¿O será que en
realidad el tiempo es caprichoso y traicionero?
Los textos escritos en otras noches, en otros
ayeres, reviven amores, temores y angustias que; al observarlas con cuidado,
das cuenta que nunca dejaron su lugar. Presenciar un devenir nocturno como espectador
y no como creador es parte de una emancipación personal que se hace válida a
través de la idea de un devenir temporal inexistente. Lo verdaderamente
emocionante es que ese fenómeno de circularidad existencial proviene de tantas
fuentes como sea posible asimilar sentimientos.
Lo mismo que describo aquí ocurre con aquel
aroma que remonta a un melancólico momento en la infancia; o aquella melodía
que emociona por los recuerdos que produce y no por las acordes que hace
reverberar. Pero si hacemos alegorías musicales, la disonancia de sus sentires
no proviene de un mero mecanismo de memoria; sino de una fusión entre
recuerdos, sueños y futuros experimentados a lo largo del instante efímero que
llamamos eternidad.
Las galaxias experimentan algo similar cuando
su único reclamo es la luz de su existencia. Elevar la mirada al cielo es
realizar un esfuerzo humano para observar fantasmas. Espectros de luz, de color
y de voluntades tan mal entendidas como perpetuas. Su esencia se agota de la
misma manera que nuestras ganas de vivir.
La luz es el parámetro, literalmente,
universal. Su velocidad es la referencia del tiempo y la distancia. La luz es
ser y estar. Es futuro e instante. Y aun así, en su dualidad contradictoria;
hay instancias en las que tampoco puede moverse o escapar. ¿Qué nos queda
entonces a nosotros? ¿Qué se esconde tras un agujero negro? ¿Es acaso la
distorsión de nuestro tiempo y espacio el tema de un texto de viernes en la
madrugada?
Es común de la prepotencia del hombre el cernirse como centro y referencia de todo el existir. Imagino entonces es permitido el atribuirse la centralidad de un pensamiento dictaminado por el mismo impulso de voluntad dinámica de un cosmos entrópico y neutral. Se antoja entonces el lenguaje bastante inadecuado para sostener la expresión de millones de años de devenir estelar. Más, si retomamos la tesis de que la atemporalidad proveniente de la ilusión de la memoria podríamos argumentar entonces que esta prosa encuentra su pretensión en un mecanismo de existencialismo universal o ¿hay acaso algo más reconfortante que el pensar que las estrellas también sienten tristeza?
Aun así, leyendo descripciones anteriores del
amor, aún no puedo encontrar su referencia contextual en las atribuciones de
voluntad y conciencia de un Universo vital. La idea de completar huecos y
vacíos me parece ahora mayormente inadecuada y; sin embargo, la recurrencia y
efectividad del concepto me producen una afinidad poética similar a la infantil
declaración de que el tiempo es, en efecto, una ilusión.