Sunday, October 21, 2012

Una imagen de “paz”


Cuando escribo no lo hago para nadie más que para mí. Es el refugio más cómodo de todas mis preocupaciones. Es un compromiso egoísta y emancipador, un ejercicio potencializado por la angustia, la inconformidad, los espejismos y la esperanza de reflexiones perdidas.

Todos los días cierro los ojos. Algunas veces por la sola mecánica de dormir, otras por la añoranza de un sueño. Hay día enteros que parpadeo sin pensar y habrá otros en los que conscientemente decida abstraerme de todo lo que me rodea para emprender un viaje interno a través de paisajes musicales y luminosidades teóricas.

El día de hoy alguien me pidió que lo hiciera para imaginar y visualizar mi definición de paz. Cuando cierro los ojos no me gusta pensar en conceptos, ni en relaciones… mucho menos en realidades. Me gusta suspenderme en el vacío estético del todo. Encontrarme con el sentir absoluto del Universo y su misterioso funcionamiento caótico y desordenado. Cuando cierro los ojos pierdo el control; y lo hago de forma voluntaria.

Así, el espejo de mi mente toma fragmentos, creando un hermoso y confuso conglomerado de sueños, visiones, espejismos, memorias, emociones y añoranzas. Tomando todo lo que afuera existe, dentro se moldean visiones de sinceridad abrumadora.

Paz… no me gusta ese concepto. No creo en el. No por lo que representa, sino por todo lo que pretende representar. Es confuso, es ambiguo, es general y pretende una universalidad soberbia y casi prepotente. Pero a pesar de ello salí a su encuentro en ese corto y etéreo viaje.

Esto fue lo que encontré:

Un vasto y enorme desierto púrpura. Cubierto de tierra estéril y opaca, con un viento cortante pero liberador. El horizonte, con tonos morados, era una alegoría al infinito. Un cielo limpio, claro y melancólico. Hacia un lado, un mar de tierra sin fin; hacia el otro, un cráter verde, frondoso y vibrante. En el centro, un par de torres demacradas, infestadas por el viento desolador. Colores vivos, claros y desgastados. Ruinas en todo el sentido; pero con un aura cálida; como un refugio ante el desolador infinito. Ese aislamiento total, ese refrescante vacío… eso era la paz. Como aquella libertad absoluta del no-existir; así la pérdida de toda referencia significaba la tranquilidad final. Las torres; sin embargo, daban un alivio. Un puente, un escondite, una construcción, un templo contra la infinidad; contra la abrumadora abundancia de la nada. Un ancla con nuestra realidad, esa que siente su fragmentación; pero no la entiende. Así sentí yo la “paz”…

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