Tuesday, October 30, 2012

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No debería ser tan difícil escribir. Mucho menos cuando realmente se quiere hacerlo. Pero este maldito dolor de cabeza perfora todas mis palabras, todas mis memorias. ¿Será acaso un reflejo de la pesadumbre de mi alma? Cada momento, cada instante que pasa me siento más inmerso en un existir del cual no solo carezco de control; sino que también detesto. 

Odio al tiempo, lo aborrezco. Nos fragmenta, nos separa, nos angustia de la forma más estúpida y mientras se burla de la desgracia de la vida, nos consume. Su soberbia no conoce rival; pues al ser la referencia absoluta del infinito cree también ser autoridad, ley y métrico. Se nos juzga por su cuenta, asociándonos con falsas ideas de madurez, progreso y avance en un juego absurdo de caminos trazados y ríos secos. 

Siempre esta presente, con la ironía terrible de que el eterno instante del todo es la verdad que se oculta en el espejismo del operar de los relojes. Como ese místico demonio que nos persigue cuando apagamos la luz del pasillo, así, esa presencia maligna se apodera de nuestras mentes en un mundo dónde ese eterno hoy es un hervidero de esperanzas vacías prefabricadas en nuestros mismos medios de producción.

Hemos olvidado cómo existir pues la existencia misma nos ha cerrado sus puertas. Acabamos con dioses de antaño, con misticismos y supersticiones para volvernos esclavos de nuestra propia idealización. Pensábamos que recorríamos un camino de liberación, de emancipación total de la violenta e irracional naturaleza; pero en nuestra misma fe ciega en la modernidad nos volvimos fanáticos de religiones aún más peligrosas que aquellas que profesan de una vida más allá de la muerte.

Las ciencias naturales consumieron las ciencias del espíritu y nuestra enajenación de la supuesta “razón” de las cosas nos transformó en cómplices de una falsa racionalidad. Cambiamos la estética por anestesia y jugamos a ser tan espontáneos y utilitarios como el Universo.  Pero el diseño agota y el someter reclama también que encadenemos parte de nosotros. La gestión del grandioso esquema se convirtió en el abrumador espíritu de nuestros tiempos.

La logística de la vida es todo lo queda, la inconsciente mecanización de todo atiende a lo mucho que nos hemos separado del mundo natural. Las cosas cumplen ahora siempre y sin excepción un ¿por qué?, cuando el volver al ¿qué? casi ontológico es ahora un pecado de pretensión. Nos topamos con el problema de nuestra misma conciencia y al no poder resolverla en siglos de pensamiento y abstracciones decidimos renunciar a ella; decidimos reclamar la libertad de la ignorancia eterna; del sentir de roca; del vacío perpetuo.

Seguimos precisamente el camino contrario a la inmersión total de aquel malentendido nirvana budista. El sentir la totalidad del divino universo mediante la renuncia, momentánea, a la individualidad del alma es tabú por incomprensible; sin embargo, el ahogarnos en el mar del “yo” mediante la negación de la colectividad del todo es lo que ahora se simboliza como libertad. Ambas esbozan su fuerza en el no-existir. La primera en esa esperanza de arañar el cielo aquel que antecedía al todo; en sentir fugazmente el equilibrio de la nada en un absoluto. La segunda, en dejar de existir mediante la negación de la existencia misma; en el volvernos objetos inertes de un cosmos que renunciamos a controlar, explicar y sentir.

Cada mañana me estremezco al ver la hermosura de las montañas y saber que no puedo (o quiero) disfrutar de ellas. Tal vez por esa razón me he enamorado de la Luna, pues es solo cuando su rostro se asoma es que me encuentro en esa banal y temporal libertad de decidir mis acciones. Tal vez por ello la noche alberga tantos ángeles y demonios; pues es solo bajo su manto que recordamos nuestra humanidad… al menos aquella que solo nos atrevemos a expresar en la oscuridad o en los libros.

No me queda duda que la angustia de nuestro fracaso moderno se siente a través de una o dos generaciones enteras, pues aunque lo expresen diferente se lee y respira en todo el vivir actual. Me preocupa; sin embargo, que no se hable de ello, que cuando se toca el tema se hace de la misma forma auto-referente a todo el cancerígeno crecimiento de una teoría anacrónica y brutalmente elemental.

Me pesa recalcar lo que a mi parecer es obvio; sin embargo los pocos que aún conservan un poco de cordura van por ahí alucinando auto-descubrimientos elementales a personajes de siglos atrás. ¿Por qué era tan claro entonces? ¿Por qué lo hacemos ver tan complicado ahora? Es simple y llanamente el crecimiento exponencial de una potencialidad perdida. Perdida en la historia de nuestros supuestos progresos. Hemos manchado la única naturaleza del hombre; la de la temporalidad razonada.

Odio aceptar que los poetas muchas veces tienen razón. Solía detestar sus pretensiones de ritmo y la ambigüedad absurda de sus imágenes; pero me he dado cuenta que lo que me molestaba era más bien la exageración falsa de aquellos que no merecen ostentar el bohemio título de tal oficio. Lo humano de un momento se lee en la sinceridad de una descripción, por más mundana que esta sea. Lo poético es lo real y cuando lo real es perceptible más allá de esos barcos de humo metafóricos, entonces su labor es loable. 

Me da risa mi propio descaro. El juzgar a los que abusan de un recurso que frecuentemente utilizo ya. Mi respeto hacia la música me prohíbe el intentar siquiera coordinar un tempo que transforme estos pesimistas textos en verso. Creo aún que lo más cercano a la comprensión del Universo viene de la infinidad del espectro musical; de ese torrente fantasmagórico inmanente al todo, descubierto (jamás creado) por los músicos.

De lo que hablo es de la estética de lo perdido. La reflexión crítica podrá ser una incómoda tarea; pero cuando das cuenta que ni siquiera las imágenes representan ya nada; entonces la tristeza se convierte en esa decepción ante el fracaso cultura de toda una generación. El vacío es tan profundo que no me queda más que buscar la reivindicación de los poetas. Tal vez sea ya demasiado tarde… tal vez ya no nos quede nada más que las letras que jamás se leerán.

Sunday, October 21, 2012

Una imagen de “paz”


Cuando escribo no lo hago para nadie más que para mí. Es el refugio más cómodo de todas mis preocupaciones. Es un compromiso egoísta y emancipador, un ejercicio potencializado por la angustia, la inconformidad, los espejismos y la esperanza de reflexiones perdidas.

Todos los días cierro los ojos. Algunas veces por la sola mecánica de dormir, otras por la añoranza de un sueño. Hay día enteros que parpadeo sin pensar y habrá otros en los que conscientemente decida abstraerme de todo lo que me rodea para emprender un viaje interno a través de paisajes musicales y luminosidades teóricas.

El día de hoy alguien me pidió que lo hiciera para imaginar y visualizar mi definición de paz. Cuando cierro los ojos no me gusta pensar en conceptos, ni en relaciones… mucho menos en realidades. Me gusta suspenderme en el vacío estético del todo. Encontrarme con el sentir absoluto del Universo y su misterioso funcionamiento caótico y desordenado. Cuando cierro los ojos pierdo el control; y lo hago de forma voluntaria.

Así, el espejo de mi mente toma fragmentos, creando un hermoso y confuso conglomerado de sueños, visiones, espejismos, memorias, emociones y añoranzas. Tomando todo lo que afuera existe, dentro se moldean visiones de sinceridad abrumadora.

Paz… no me gusta ese concepto. No creo en el. No por lo que representa, sino por todo lo que pretende representar. Es confuso, es ambiguo, es general y pretende una universalidad soberbia y casi prepotente. Pero a pesar de ello salí a su encuentro en ese corto y etéreo viaje.

Esto fue lo que encontré:

Un vasto y enorme desierto púrpura. Cubierto de tierra estéril y opaca, con un viento cortante pero liberador. El horizonte, con tonos morados, era una alegoría al infinito. Un cielo limpio, claro y melancólico. Hacia un lado, un mar de tierra sin fin; hacia el otro, un cráter verde, frondoso y vibrante. En el centro, un par de torres demacradas, infestadas por el viento desolador. Colores vivos, claros y desgastados. Ruinas en todo el sentido; pero con un aura cálida; como un refugio ante el desolador infinito. Ese aislamiento total, ese refrescante vacío… eso era la paz. Como aquella libertad absoluta del no-existir; así la pérdida de toda referencia significaba la tranquilidad final. Las torres; sin embargo, daban un alivio. Un puente, un escondite, una construcción, un templo contra la infinidad; contra la abrumadora abundancia de la nada. Un ancla con nuestra realidad, esa que siente su fragmentación; pero no la entiende. Así sentí yo la “paz”…

Wednesday, October 3, 2012

Sobre la muerte de desconocidos


La muerte es natural. Que alguien muera antes de tiempo es un más de las irrelevantes contrariedades de la vida. No me pone triste la muerte, mucho menos la de un desconocido. 

Soy sincero ante la indiferencia que me produce la muerte de alguien lejano a mi realidad. Más aún cuando yo sería indiferente ante mi propio fin. Sería hipócrita decir que el deceso de algún personaje con quién jamás he convivido me produce algún sentimiento. La empatía no fluye en una sola dirección.

Las situaciones que causan la muerte son tema a parte. Ahí podemos hablar de cosas que, con mucho mayor justificante, producen algún sentir específico. Se puede hablar de injusticias, de mala suerte, de tragedia e incluso de comedia. Pero ahí no quiero entrar.

Lo verdaderamente ridículo es que estos hechos produzcan placer en alguien. No lo comprendo. Tal vez sea que la gente solo simula ese supuesto gusto por la muerte de algún “enemigo” desconocido. Lo cuál es más patético aún.

Es triste que ya no sepamos reconocer nuestros propios sentimientos. Ni si quiera los más simples.