Cuando expresas una idea, lo primero que haces es sacarla del resguardo de tu mente, de esa jaula que la aprisiona; pero que al mismo tiempo la guarece, la nutre y le da fuerza. Esa idea a veces no es más que un conjunto de imágenes dinámicas, abstracciones, sonidos y olores que comienzan a hacer sentido cuando cierras tus ojos, te detienes y caes en ese extraño estado entre el sueño profundo y la completa conciencia.
Ese colectivo de colores y sentimientos que solo se proyectan en tu imaginación pierde fuerza al intentar ser descrito y acomodado en el dominio de lo expresable. Sin embargo, también gana sentido, significación e incluso comprensión; no solo propia sino también de parte de aquellos que nos pudieran llegar a conocer (o reconocer).
Lo peligroso es saber cómo y qué expresar. También es tema delicado el elegir a quién expresárselo, aunque de esto último muchas veces no tenemos control (o preferimos no tenerlo). Al final, el describir una idea es vulnerarla y hacerla fuerte a la vez. Volverla realidad y rescatarla del olvido. Brindarle definición, comprensión y un objetivo.
Hay muchas razones, sin embargo, por las que preferimos dejar que esas ideas mueran en el inmenso abismo de nuestra mente. Una, que me parece muy válida, es la simple incapacidad de expresarla en términos correctos. Es verdad que hay que pensar dos veces antes de romper el bello sonido del silencio. Otra, un poco más engañosa, es no tener a nadie con quién compartirla. Miles de ideas son regadas en el estéril suelo de la indiferencia, la incomprensión o incluso la envidia. Otras, susurradas al vacío de la noche.
Pero aunque muchas veces el miedo justifique la inacción, cuando una imagen se postra clara, vívida y de manera casi inspiradora en nuestro interior, el ignorarla no solo es cobardía; sino también una irresponsabilidad ante todos aquellos que podrían escuchar esos mismos sonidos de nuestra mente y coincidir en que son música.
Claro que hay que tener cuidado con ese hermoso pero traicionero fenómeno de la ilusión. Es fácil enamorarnos de una idea... de un concepto, de una imagen, un sueño o una canción. El verte reflejado en los ojos de alguien con quién nunca has hablado o imaginarte realizado tras una conversación que nunca sucederá es divertido; pero insignificante.
Cuando esa idea que embriaga nuestra conciencia se fortalece con la acción descontrolada e irresponsable del deseo, la memoria se empieza a confundir con la imaginación y las experiencias vividas con los sueños. La euforia se mal interpretan como felicidad y a la pasión se le nombra como amor. La nostalgia se vuelve tristeza y la melancolía dolor. La esperanza se transforma en certidumbre, la humildad en debilidad, lo trivial en relevante y el leve desasosiego crece y se transforma en un gigantesco monstruo amorfo que consume las ganas de vivir.
Pero, ¿cómo no ver todos nuestros sueños reflejados en esa persona que aún nos es desconocida? ¿Cómo no llenar ese molde vacío con toda esa carga que nos sobra? ¿Cómo no interpretarlo bajo nuestro limitado esquema de visión?
Es difícil. Entre menos tenemos más queremos compartir. Cuando se nos deja imaginar, el impulsor será siempre nuestro deseo. Entre más lejos de nuestras escasas referencias nos aventuremos, más desviada será nuestra construcción y, más decepcionante nuestra entrada a ese mundo que ya estaba erigido mucho antes de que llegáramos. Pero si algo de verdad hay en ese desierto de espejismos es el hecho de que al menos una parte de esa ilusión, por más mínima que sea, es real. Y esa fracción nos pertenece a ambos.
Por ello a veces es complicado hablar. Decir las cosas que con dificultad logramos pensar y expresar los sentimientos que ni siquiera nosotros podemos comprender. Hoy en día todo viene en paquetes ya muy digeridos, en un lenguaje demasiado estándar. Esa inquietud que te mantiene despierto a ti no es para nada la misma “angustia” que tiene llorando al otro.
Pero aunque se escriba con cuidado y se hable con elocuencia, muchas veces el único punto dónde tu ilusión coincide con su realidad es en el terreno del silencio. Ese silencio que se comprende por sí mismo y encuentra su hogar en las miradas. Un silencio que fuera de oscurecer, abrillanta los momentos y cataliza su verdadera comprensión.