Imagina una selva, una noche, una luna. Imagina
un río cargado, fluido, ruidoso; pero no violento. Imagina esa selva, esa
noche, esa luna reflejadas en el río.
El reflejo se mueve al igual que la selva, que
la noche y que la luna. A ellas las mueve el viento y a él, el río. La selva
existe sin la noche y sin la luna. La noche existe sin la selva. La luna puede
que ni siquiera exista. El río, sin embargo, sigue; pero sin la selva, sin la
noche y sin la luna el reflejo se pierde y se vacía.
Imagina el ruido que hace el flujo del agua
sobre las rocas. Imagina al torrente intentar destruirse para producir el sonido
de agua en movimiento. Imagina las rocas cuyas redondas formas son fruto de ese
tremendo esfuerzo.
Ese ruido destruye el silencio y cambia la
selva y la noche; pero no la luna. El río destruye en los bordes el reflejo
pero deja intacto el centro de su tenue espejo. El sonido viaja y se escapa en
cuanto puede. El reflejo sigue móvil e intacto. La selva, la noche y la luna
también.
Imagina la angustia del río, la banalidad del
reflejo, la pesadez de la selva, la ilegibilidad de la noche y la indiferencia
de la luna. Imagina que el río, el reflejo, la selva, la noche y la luna son parte
del todo, pero entre ellos son y serán siempre nada.
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