Saturday, April 13, 2013

Nosotros los cultos


La cultura se ha masificado y de eso no queda duda. La música, la literatura, el cine; todo en mayor o menor medida ha experimentado las contrariedades de la masificación. El entretenimiento televiso es el ejemplo ideal; pues el modelo al que atiende surge precisamente de esa misma estandarización y transformación cultural en un producto de consumo.

Bajo este modelo no es sorprendente –ni reprobable- que un programa de televisión sea diseñado para llegar de forma efectiva al mayor número de personas posible. Esto es lógico y justificable dentro del mismo esquema ético que observa la sociedad de consumo como moralmente aceptable. El criticar este enfoque básico debería de llevar consigo una crítica igual de severa a todo el modelo de producción-consumo que rige nuestra sociedad actual.

Sin embargo, este no es el caso. La hipócrita sociedad regiomontana no se encuentra escandalizada ante la degradación del espíritu del hombre producida por la masificación de la experiencia de vida. Tampoco les alarma el reduccionismo brutal que ha despojado de toda trascendencia nuestro existir. Mucho menos les inquieta el darse cuenta que la logística diaria de nuestra epopeya de producción y consumo nos ha vuelto individuos autómatas y acríticos.

Lo que tiene en agitación al regiomontano es que una muchacha “grosera” y “sin educación” haya llegado a la televisión que, esencialmente, nos representa. La indignación que la sexy vaguita ha producido no es más que otra cara del aparato cultural y social que la llevaron ahí. La situación no es del todo clara y es por ello que quisiera explicar aquí algunas consideraciones que parecen haber evadido a la reflexión crítica de todos aquellos defensores culturales de las artes que parecen estar a un paso de salir a las calles para clausurar el aparato de degeneración social de Multimedios.

De entrada parece que nuestras burbujas sociales de reduccionismo virtual nos has hecho olvidar que la marginalidad, en sus infinitas magnitudes, es un fenómeno vigente. Si la sexy vaguita se mueve en un ambiente de pandillas e insultos soeces no es, cómo la visión simplista de las clases altas no hicieran pensar, porqué ella en plena libertad y facultad de su potencialidad decidió que así afuera. Desconozco su contexto preciso; más no estaría demás considerar la posibilidad que su situación social facilita algunas de las conductas observadas en el popular video; conductas que, cabe mencionar, no tienen nada de escandaloso si nos quitamos la banda de la hipocresía y las “buenas costumbres” de los ojos.

Sin embargo, las reacciones percibidas en los comentarios del video son sorprendentes e irónicas en el sentido que muestran una ignorancia más profunda y reprobable que la que se le achaca a esta jovencita. Haciendo alusión a su percibida clase social, se leen claros ejemplos del fuerte sentido de discriminación clasista tan característico de México y, especialmente, de Monterrey. La ilusoria justificación de este discurso retrograda es que si tenemos un poder adquisitivo considerable es seguramente porque somos merecedores de él y por ende, moralmente superiores a todos aquellos que soportan la base de la pirámide.

La diferencia entre este video y el de los hijos de Roberto Garza Sada haciendo desfiguros por una herencia desaparecida es mínima y muestra de forma evidente ese contraste inexistente que reprueba actitudes que no tienen relación alguna con el nivel socio-económico de quiénes las ejercen. Porque en un mundo ideal y sin límites para Multimedios no dudo que, de poder, hubieran también traído a la familia Garza Delgado a su programación.

Es ahí donde se pone en evidencia la profunda hipocresía regiomontana. Nos escandalizamos y persignamos antes actitudes triviales que nada tienen que ver con la degeneración social real en la que estamos inmersos. Criticar a una muchachita que dice maldiciones es como criticar el color con el que pintan los tanques en una guerra. Más cuando muchos de los ofendidos por el lenguaje de la vaguita operan en un nivel de elocuencia similar o inferior (al menos ella produce cierto nivele de versos).

Si Multimedios es una cadena de medios ramplona, corriente y populachera (cómo lo lleva siendo años ya) es porque hay una población dispuesta a consumir lo que ofrece. ¿De qué sirve entonces gritar a los cuatro vientos lo evidente? Los que saltan ofendidos tal vez no vean el programa de Chavana día con día; pero siguen la excusa de noticieros, los programas de “variedad” y; por supuesto, todo el fútbol y programas relacionados.

Lo sorprendente es que ahora incluso leo opiniones que claman que el Estado tendría el deber de regular la ofensiva programación de nuestros medios. No es suficiente que ya nos hayan quitado la sal de la mesa; ahora también les daremos el control de nuestro televisor. No me gusta dejar en manos del gobierno lo que yo puedo hacer por mi cuenta; en este caso; apagar la tele.

¿Pero qué hay de los que disfrutan de estos programas? Aquellos que seguirán consumiendo ese putrefacto producto de entrenamiento. La decisión es suya y si sintiesen necesario hacer una labor para elevar la madurez crítica de la sociedad para evitarlo; el que el gobierno regule estos circos o el gritarles en la cara que sus valores son “incorrectos” no ayudará más que  como una labor de sustitución de dogmas por otros menos ofensivos pero similarmente peligrosos.

Si la programación es ofensiva, es porque nosotros como sociedad somos ofensivos también. Ese colectivo  de costumbres, valores y formas de vida tiene que ser visto como una totalidad social que olvide esas imaginarias burbujas clasistas que parecen ocultarnos le naturaleza del problema. El gobierno y sus leyes tampoco nos reformarán como comunidad; pues ese abstracto del Estado no es más que una extensión de nuestra misma sociedad. Hay que empezar a desconectarnos de esos discursos retrogradas que hace décadas tal vez podían darnos una leve dirección de cómo vivir nuestra vida y nuestros valores. Nada de eso ha estado claro nunca y ahora que por fin podemos levantarnos ante las ruinas de esos dudosos imperativos morales parece que muchos prefieren seguirse santiguando en las sombras de esos mismos escombros. 

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